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Del TTIP al TCE: otra victoria ecologista que nos afecta más de lo que parece

Marta García Pallarés, Lucía Bárcena y Clàudia Custodio, integrantes de la campaña No a los Tratados de Comercio e Inversión. Publicado originalmente para el Salto.

Los movimientos sociales no luchan en vano y hoy lo podemos demostrar. Después de muchos años de movilizaciones, investigación y trabajo de campaña, por fin el Gobierno español ha anunciado —el pasado miércoles 12 de octubre— que abandonará el Tratado de la Carta de la Energía (TCE). Y solo seis días más tarde, Países Bajos —la cuna que vió nacer este tratado— ha declarado que seguirá la misma senda hacia la salida.

El camino no ha sido fácil, pero finalmente lo hemos conseguido. Hoy, los movimientos sociales, las organizaciones ambientales y la campaña estatal No a los Tratados de Comercio e Inversión (No a los TCI), que han perseverado durante años en la lucha por otro tipo de relaciones comerciales donde los derechos de las personas y el planeta estén por encima de los intereses de las empresas transnacionales, estamos de celebración. Hemos logrado una victoria: para el clima, el medio ambiente y el bienestar social.

Y tenemos que empezar diciendo que esta batalla ha sido fruto de las semillas sembradas en 2015, cuando miles de personas salimos a las calles en toda Europa y conseguimos impedir que el Tratado Transatlántico entre la Unión Europea y Estados Unidos (conocido como TTIP, por sus siglas en inglés) viera la luz. Esta fue una victoria conjunta de organizaciones y colectivos de toda Europa, en la que la campaña No a los TCI jugó un papel fundamental a nivel estatal y marcó un momento histórico para la lucha contra la globalización neoliberal. 

Sin embargo, la lucha contra el TCE ha tenido un carácter distinto: en este caso no se trataba de parar la firma de un nuevo acuerdo, si no la retirada de uno viejo. Algo que hasta la fecha no ha ocurrido en el Estado español.

El anuncio de Teresa Ribera es el principio del fin de un tratado que nunca debió existir

Este tratado se firmó en los años 90, en el contexto de posguerra tras la caída del Telón de Acero, con el objetivo de proteger las inversiones en el sector energético. Con 53 países signatarios —desde Europa a Asia central, y la propia Unión Europea en su conjunto—, el TCE constituye un seguro a todo riesgo para los inversores extranjeros. El mecanismo ISDS que contiene el Tratado permite a las empresas demandar a los países cuando consideran que sus beneficios existentes y futuros han sido afectados negativamente por las nuevas medidas gubernamentales. Y para colmo, estas demandas se resuelven ante un sistema paralelo de justicia en el que no hay jueces. En pocas palabras, el TCE protege los intereses del capital por encima de las necesidades de la población y la urgencia de actuar ante el cambio climático.

Las críticas a semejante acuerdo y el intento de la Comisión Europea por modernizarlo no han dejado de crecer en los últimos años. Más de un millón de personas en toda Europa y más de 400 organizaciones en todo el mundo han pedido la salida del Tratado. Se han publicado tribunas de representantes políticos nacionales y del Parlamento Europeo de colores variopintos. Incluso la comunidad científica se ha pronunciado en distintas ocasiones: más de 500 personas académicas alertaron sobre los peligros que conlleva seguir protegiendo las inversiones en combustibles fósiles para el aumento de la temperatura global, y el mismo IPCC lo describió, el pasado mes de abril, en su Sexto informe como “un grave obstáculo para la mitigación del cambio climático”.

De hecho, cuando a finales de 2020 Laurence Tubiana —una de las arquitectas del Acuerdo de París— comenzó a alzar la voz en redes sociales para visibilizar que el TCE bloquea la acción climática, la propia Teresa Ribera ya dejó entrever un paso indispensable que tendría lugar dos años después, en un tuit que rezaba: “That´s it. Either we ensure it is compatible to the Paris Agreement or we need to withdraw from theTreaty”. No es para menos, la gracia del tratado ya le ha costado a España más de 1.200 millones de euros de dinero público en indemnizaciones por los casos que ha perdido. Ni más ni menos que una cantidad equivalente a siete veces lo que se destinó para el bono social térmico en 2022.

Salirnos del TCE no se traduce automáticamente a una transición energética justa, pero es sin duda un paso necesario para poder desengancharnos del yugo fósil y para impulsar legislaciones profundas y estructurales en el sector energético

Sin duda, la pandemia supuso un parón a estas reivindicaciones y golpeó la capacidad movilizadora del movimiento, pero no nos silenció. El activismo en redes siguió, y tan pronto como fue posible, volvimos a las calles para denunciar este terrible tratado. Prueba de ello es el tour del TCE-Rex la pasada primavera. Un dinosaurio hinchable gigante visitó varias capitales europeas para denunciar el gran elefante en la habitación en lo que al poder fósil se refiere: la protección de los combustibles fósiles que ofrece el TCE.

En el Estado español, activistas de Ecologistas en Acción, Amigos de la Tierra, Attac, Fridays for Future, Entrepueblos, Enginyeria Sense Fronteres, la Xarxa por la Justicia Climática y otros colectivos, recibimos al dinosaurio ante el Congreso de los Diputados en Madrid, y ante la Delegación de la Comisión Europea en Barcelona —pues ambos lugares representan el poder político desde el que se deberían decidir el rumbo de políticas climáticas y energéticas acertadas— para exigir la salida del Tratado.

Esta victoria es de los movimientos sociales. Pero es para todas

Ahora el anuncio de Teresa Ribera es el principio del fin de un tratado que nunca debió existir. Que España se salga nos traerá, sin duda alguna, más capacidad y flexibilidad legisladora en un momento extremadamente crítico. Porque recordemos que estamos en la década decisiva en la que nos lo jugamos todo. Y cuando decimos todo, es literal: todo. Un planeta habitable o un planeta en llamas.

Salirnos del TCE no se traduce automáticamente a una transición energética justa, pero es sin duda un paso necesario para poder desengancharnos del yugo fósil y para impulsar legislaciones profundas y estructurales en el sector energético, que no vengan de la mano de tener que pagar indemnizaciones multimillonarias a empresas que viven de generar más y más emisiones.

Y salirnos también significa el desencadenamiento de un efecto dominó en toda Europa. Países Bajos ha sido el siguiente país en atreverse a replicar los pasos de España. Ahora tal vez Francia, Alemania o Bélgica, entre otros, dejen las medias tintas y también den un paso al frente hacia la salida del TCE. Y si esto ocurre —como parece que va a ocurrir—, entonces la Comisión Europea se vería en serios problemas a la hora de seguir con sus intentos de sacar a flote este tratado. Por eso, toca seguir peleando.

Esta victoria es de los movimientos sociales. Pero es para todas. Porque romper con el dogma de los tratados de comercio e inversión, ese telón de fondo que parece invisible pero determina el transcurso de las cosas más mundanas de la vida —como el precio de la factura de la luz o la procedencia de nuestros alimentos—, es indispensable para el bienestar de todas las personas.

Seguimos.