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El rentable mito de “la empresa somos todos”

Artículo publicado originalmente en Público

Fernando Luengo, economista

Uno de los axiomas preferidos del pensamiento económico conservador es sostener que lo que es bueno para la empresa (me refiero en las líneas que siguen sobre todo a las grandes firmas) lo es para el conjunto de la economía. Si prospera, si mejoran sus estándares en términos de productividad y competitividad, ganan todos los que forman parte de la misma. Como si se tratara de una familia bien avenida, ganan sus trabajadores, directivos y accionistas; salarios más elevados, puestos de trabajo más sólidos y dividendos más suculentos. También se beneficiarían de esa dinámica otras empresas, al ampliarse sus mercados, los consumidores, al disponer de una oferta más amplia de bienes y servicios en variedad y calidad, y las administraciones públicas, al fortalecerse su capacidad recaudatoria, sin necesidad de aumentar la carga fiscal. En definitiva, un juego de suma positiva cuyo núcleo irradiador residiría en la firma.

Con esta «mochila» se ha defendido y, si cabe con más contundencia, se defiende en la actualidad la implementación de políticas específicamente destinadas a apoyar a las grandes empresas -prestamos, avales, rescates, concesiones, exenciones fiscales, regulaciones específicas…- en el supuesto de que funcionan esos automatismos; supuesto que, sin embargo, es completamente falso.

En realidad, una parte importante de la denominada «ciencia económica» descansa en apriorismos que, como este, se presentan como verdades indiscutibles, como si formaran parte de un sentido común ampliamente validado por la experiencia empírica y compartido por la mayor parte de los economistas (o de los que merecen ese calificativo). Sin embargo, el capitalismo realmente existente -tan alejado de los elegantes e irrelevantes modelos que maneja la economía dominante- ofrece una realidad caracterizada por las tensiones y las asimetrías, y describe un escenario muy alejado de «la empresa somos todos». Ilustraré esto con algunos ejemplos muy significativos.

Inevitablemente, hay que empezar por Nissan, la empresa japonesa que acaba de anunciar el cierre de sus tres plantas en Barcelona. Un caso de libro, cercano y dramático, de colisión frontal entre los intereses de la firma, que pretende reestructurar en estos tiempos de crisis su cadena global de creación de valor, y los de los trabajadores afectados por el cese de actividad (destrucción de empleo tanto directo como indirecto). También están en juego las cuantiosas subvenciones y ayudas públicas que se ha embolsado Nissan en los últimos años, cuyo objetivo, incumplido, era afianzar la posición de las plantas en la estrategia global de la corporación.

Hay otras consideraciones que hacer, de tono más general, al respecto del lema «la empresa somos todos». La primera de ellas es que la brecha retributiva existente en las corporaciones es enorme y creciente. Así, como señalan una y otra vez los informes de la Organización Internacional del Trabajo (https://www.ilo.org/global/research/global-reports/global-wage-report/lang–en/index.htm), los ingresos de los principales ejecutivos -en concepto de salarios, bonus, opciones sobre acciones…- supera en varios cientos de veces la retribución promedio de los trabajadores. Estas diferencias nada tienen que ver con la productividad del trabajo ni con la aportación de «capital humano», sino con las posiciones de privilegio de las elites empresariales y con la dinámica endogámica que las caracteriza.

En segundo lugar, las grandes corporaciones, utilizando a discreción la ingeniería contable y los paraísos fiscales que les proporcionan rendimientos extraordinarios, y beneficiándose de la carrera a la baja que supone la competencia en materia tributaria entre los gobiernos para atraer inversiones foráneas, han conseguido eludir buena parte de sus obligaciones en los Estados donde operan. La consecuencia de todo ello ha sido que el peso de los beneficios y de las rentas del capital en la arquitectura tributaria de los gobiernos se ha reducido, aumentando el de la imposición indirecta, claramente regresiva, y la soportada por los asalariados y las pequeñas y medianas empresas.

En tercer lugar, las deslocalizaciones y relocalizaciones de capacidad productiva realizadas por las corporaciones para reducir costes y conquistar nuevos mercados a menudo han ido de la mano de recortes de plantillas y de ajustes salariales, siempre con el objetivo (excusa) de mejorar los estándares competitivos y garantizar la supervivencia de la firma en el contexto de las exigencias de la globalización. Se alimenta, así, una dinámica de competencia entre países, entre firmas y entre subsidiarias de la misma firma donde los salarios de los trabajadores, enfrentados entre sí, y los costes laborales, son la principal variable de ajuste.

En cuarto lugar, el endeudamiento de las corporaciones no financieras -que no ha dejado de aumentar en los últimos años- lejos de obtener recursos para dedicarlos a la inversión productiva y a la creación de empleo, no ha tenido otro propósito que aumentar el valor en bolsa de las empresas. Una dinámica puramente especulativa y de corto plazo que, además de deteriorar su solvencia y de alimentar la espiral de la deuda, ha proporcionado sustanciales beneficios a los ejecutivos y grandes accionistas.

En quinto lugar, la política llevada a cabo por el Banco Central Europeo, conocida como «Flexibilización cuantitativa», consistente en proporcionar financiación a los bancos y a las grandes empresas a muy bajo coste en la idea de que estos recursos se canalizarían a la economía en forma de préstamos e inversiones. Este no ha sido, sin embargo, su destino. Esos recursos, obtenidos en condiciones tan privilegiadas, si bien han permitido mantener las primas de riesgo en niveles bajos, han alimentado los circuitos financieros y han contribuido al aumento de la desigualdad.

Un último ejemplo de intereses encontrados está en el verdadero coste de los procesos productivos que sostienen el modelo de negocio de las grandes firmas: el agotamiento de los recursos naturales no renovables, la degradación de los ecosistemas, el cambio climático, la externalización de los residuos, las condiciones de trabajo esclavistas… estos costes, que la lógica mercantil invisibiliza, están presentes de manera creciente en nuestra vida y se reparten de manera desigual, penalizando a los grupos de población más vulnerables y empobrecidos.

La dinámica apuntada con estos ejemplos nos habla del conflicto de intereses, de un terreno de juego desnivelado y de relaciones de poder asimétricas, todo lo cual beneficia a las grandes empresas y a las patronales y los grupos de presión que articulan sus intereses. La pandemia no ha cambiado estos parámetros; si acaso, los ha acentuado. Las grandes corporaciones, en esta situación de excepcionalidad, de crisis de proporciones históricas, intentan hacer valer los intereses de las elites que las controlan y gestionan, presentándolos como los de toda la sociedad, como los del conjunto de los trabajadores.

Es evidente que la crisis también ha alcanzado a las grandes empresas, enfrentadas a la ruptura en las cadenas de suministro, al hundimiento de la demanda y a una situación de gran incertidumbre. Me parece asimismo evidente que también en este ámbito hay que aplicar una política dirigida a reactivar la economía y que el sector público debe desempeñar en la misma un papel decisivo. Pero, claro está, no se trata de mantener o reforzar el status quo empresarial -y las dinámicas que de manera resumida hemos descrito- con el dinero de tod@s. Dotar de contenido la frase que tanto se repite «convirtamos la crisis en una oportunidad», significa, en el tema que nos ocupa, que los recursos públicos canalizados hacia las grandes empresas estén sometidos a una estricta condicionalidad en lo que concierne a la garantía de los derechos sociales y laborales, a la equidad de género, al mantenimiento del empleo y del salario, a la fijación de límites en las retribuciones de los ejecutivos y accionistas y a la aplicación de un plan de reconversión compatible con la protección del medioambiente; una política que debe estar acompañada de la presencia activa y determinante del Estado en los consejos de administración y en los organismos supervisores de las firmas.

Fernando Luengo, economista

https://fernandoluengo.wordpress.com