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España en 2050. ¿Utopía o distopía?

Publicado originalmente en Público.es

Éste no es un manifiesto comunista pero tampoco socialdemócrata. Yo lo veo como un manifiesto en favor de la utopía de una sociedad decente. Aquella en la que la calidad de vida de todos y cada uno de sus ciudadanos no depende del país, generación, región, familia, género o herencia (material o genética) que le haya tocado en suerte. Avishai Margalit escribe: «La sociedad decente encarna el socialismo de Orwell«.

Por eso resumo aquí una alternativa frente a la distopía a la que nos conduce la actual y rampante sociedad de mercado. Una alternativa que no se limita a civilizar el capitalismo o, si acaso, a salvarlo de sí mismo, como perseguía Keynes.

Objetivos aquellos que lo eran de la socialdemocracia hasta que no fue abducida por un centrismo neoliberal de los mercados libres de fricciones. Pues, hoy, ser socialdemócrata se califica de izquierdismo. Que se lo pregunten a Ken Loach y a los miles de militantes expulsados del Partido Laborista por tomarse en serio dicha socialdemocracia.

Si así están las cosas mi crítica al sistema de una sociedad de mercado, justificada en sus consecuencias distópicas, tiene que ser, al mismo tiempo, una apuesta antisistema en favor de una sociedad decente. Para que deje de estar en el mundo de las utopías.

Porque sólo entonces la sociedad de mercado centrada en la búsqueda obsesiva del crecimiento del PIB dejaría paso a una sociedad decente centrada en el logro de un mayor desarrollo social con menos crecimiento. Como el lector ya habrá observado en este texto se usan las negritas para todo lo referente a la primera y en cursivas lo de la segunda.

Porque de lo que al final se trata es de disponer para todos de un tiempo creciente de vida anti consumista, fuera de la competitividad, de tiempo social y no salarial en el que el altruismo, la generosidad, la solidaridad, la reciprocidad, la empatía, la confianza o el civismo crezcan y se fortalezcan en la práctica social (cooperativa o pro-común en muchos casos).

  1. Utopía y distopía en el mundo

Hacia el año 2050 creo que Galicia seguirá siendo un pequeño Finisterre del Atlántico, pero ya en un mundo que no estará volcado en este océano en la medida en que ya hoy el mundo actual se concentra en el Pacífico. Por peso demográfico y por movimientos económicos. Chimérica será el dilema central. Por eso, a escala mundial, imagino dos posibles caminos.

Una deriva conflictiva del imperio declinante de los Estados Unidos frente al emergente gigante chino, tripulada por las multinacionales y grupos financieros globales respectivos. Esa deriva profundizará la igualación a la baja de las condiciones de vida y trabajo en los países hoy más ricos, al tiempo que se provocan oleadas migratorias masivas que funcionan como ejércitos de reserva de mano de obra mundial. Ejércitos cautivos y costaleros de cada Estado que, eso sí, convivirán con una libertad plena de circulación de un capital secesionado de sus sociedades.

Con gobiernos plutocráticos y post-democráticos liderados por demagogos de toda condición apoyados por una ciudadanía a cada paso más aborregada e individualista; consumista por encima de cualquier otra consideración.

O bien unas ampliadas soberanías nacionales en varias áreas de influencia que compartan una nueva estructura democrática de gobernanza a escala mundial. Subordinando mercados y grupos financieros a un contrato social global incluyente (en lo fiscal, lo laboral, lo ambiental, lo comercial). Con un multilateralismo que evite el objetivo central de un crecimiento económico basado en las exportaciones propio de la actual globalización. Un objetivo de suma cero que solo conduce, y eso en casos contados, a exportar desempleo a los vecinos.

Eso supondría enfrentar una profunda reforma –en esta parte del mundo- de la ONU, la OTAN, la OCDE, OMC, BM, FMI, OIT… Pero también la gestión pública o partición de los mega monopolios (de la energía, la banca, lo digital, …), una menor jornada semanal de trabajo en sintonía con la robotización, la gestión local de las nuevas tecnologías e incluso abandonos tecnológicos selectivos (como lo nuclear).

La estabilización de la población mundial junto a la reducción del consumo medio por habitante en los países más ricos serían dos criterios básicos de buen desempeño social. Siendo así que dicha estabilización mundial debiera favorecerse por una cooperación global en favor de la educación femenina y su no discriminación. Sólo sobre esa base, a escala mundial pero sobre todo en los países que en la actualidad anotan el mayor PIB por habitante, conseguiríamos más desarrollo social con menos crecimiento económico.

Dependiendo de cómo seamos capaces de resolver este dilema (más sombras o más luces) podremos abrir camino a las precauciones necesarias frente a no pocas incertidumbres que nos pueden poner a todos patas arriba (como acabamos de ver con la covid-19 en 2020).

Porque el colapso climático nos obliga a adoptar más o menos medidas de precaución y adaptación, la disputa sobre los recursos (alimentarios, energéticos, agua y otros) serán -o no- a cara de perro, la inteligencia artificial sobrehumana abrirá –o no- escenarios de control social totalitario, las manipulaciones genéticas, biológicas y en los cultivos podrán volverse contra nosotros, la automatización someterá o liberará a los hombres dándoles tiempo libre y los arsenales nucleares y químico-bactereológicos se usarán o desaparecerán.

Como se observa son todas cosas sin duda demasiado importantes y que condicionarán de forma radical nuestra vida dónde quiera que estemos. Aunque seamos capaces de hacer maravillas, de las que nos ocuparemos más adelante, en nuestro país natal en los próximos treinta años.

  • Utopía y distopía en la Unión Europea

La actual Unión Europea podría ser un agente global autónomo y con una sociedad decente en un mundo en el que las dos superpotencias del Pacífico buscasen, o no, una coexistencia pacífica. Pero como pudimos observar con el Brexit, con la retirada de Afganistán o con el cisma del 5G, las presiones para que no sea así van a ser permanentes. Tanto por parte de las plutocracias globales como por las internas.

Pues también la UE, y de rebote España, es sobre todo a día de hoy el resultado de una construcción de los mercados por encima de la ciudadanía. Resultado de un agente institucional muy ordoliberal y muy poco social. Con una moneda –el euro- compartida sin el respaldo de un Tesoro Público. Con un Gobierno –la Comisión- sin un Parlamento efectivo.

¿Por qué sostengo que el sistema que nos gobierna en la UE es distópico? Pues porque está laminando el Estado de Bienestar, conduciéndonos hacia una sociedad de mercado pura y dura en la que el dinero es siempre la razón suprema. Todo por el mercado, la productividad y la competitividad. Y, eso sí, con ese desdén argumental que descalifica cualquier otra perspectiva como antisistema.

Si nos centramos en el corazón económico del tal sistema (y dejamos al margen por razones de espacio los aspectos más políticos e institucionales) se entenderá sin duda que, si nos dejamos ir en la deriva actual hasta 2050, la exclusión social será máxima, la destrucción de las viejas clases medias consumada, el riesgo de pobreza –con o sin desempleo- no distinguirá niveles de estudios, y la precarización y desalarización del trabajo serán galopantes. Convergeríamos entonces con las sociedades más desigualitarias del mundo (China y Estados Unidos).

Porque la creación de empleo decente y los servicios públicos conviven mal con el equilibrio presupuestario de la UE, con su reducido peso en el PIB europeo, con el objetivo de déficit máximo de los Estados en el 3%, con una disciplina fiscal garantizada por el mercado de bonos, la prima de riesgo y las agencias de calificación, con el objetivo de inflación del 2%, con el derecho absoluto de los acreedores (blindado en nuestra Constitución) y con un Banco Central Europeo que se llama independiente pero que solo se ocupa del control de la inflación.

La convergencia en bienestar social dentro de la UE se deteriora cuando los países buscan un máximo en sus balanzas externas por medio de la competencia a la baja (en lo laboral, en lo fiscal, en lo ambiental) o cuando evitan devaluaciones competitivas. También se deteriora con la libertad absoluta de circulación del capital o si, como ahora sucede, la desregulación de los mercados es un catecismo que se aplica para todo.

¿Por qué la ruptura con este sistema que acabamos de resumir abre la senda de la utopía? Porque defender hoy un Estado desmercantilizador es ser antisitema. Aunque sólo así recuperaremos la inclusividad social, una vida digna para el conjunto de los ciudadanos y una relación con el medio natural sostenible desde la actualidad hasta el año 2050. Porque la creación de empleo y los servicios públicos necesitan el respaldo de un presupuesto europeo varias veces mayor que el actual respecto al PIB, pongamos que del 2% al 20% (para conseguirlo Piketty ha diseñado propuestas muy razonables sobre fiscalidad del patrimonio, sociedades y capital), y sin un obligado equilibrio presupuestario. Sin olvidar que la UE debiera presionar a los Estados para regresar a los tipos máximos marginales sobre los ingresos vigentes en los años 70 del pasado siglo.

También relajando la disciplina del déficit anual para los Estados y permitiendo financias sus deudas al margen de las primas de riesgo de forma federal y mutualizada, modificando al alza el objetivo de inflación del BCE e incorporando a sus estatutos el objetivo de reducir el desempleo. El BCE tiene que ser el prestamista de último recurso de los Estados de la UE, no de sus bancos. Y el euro la moneda de un Estado global europeo, no la de un simple mercado.

La cohesión social dentro de la UE mejorará si los países con mayores superávits externos drenan esos excedentes, si se busca la convergencia en obligaciones y derechos (fiscales, laborales, sociales). O si se dificulta el comercio con países que no respetan unos mínimos derechos sociales y ambientales. También si se usan las devaluaciones del euro (y no la de las rentas salariales) para favorecer el equilibrio externo de los países más deficitarios. Si se controlan los movimientos especulativos de los capitales y se hacen desaparecer los paraísos fiscales internos. Siendo así que en todo lo que precede el criterio general debiera ser la no globalización de mercados de no haber instituciones democráticas globales que los regulen.

Con los nuevos recursos presupuestarios europeos se debiera dar anclaje a tres ejes de la ciudadanía social: una renta mínima para todos los adultos, una pensión mínima asistencial para quién no tenga una contributiva o ésta sea insuficiente, y una prestación mínima de desempleo para quién tenga agotadas las contributivas de su país. Porque la movilidad del trabajo y de los recursos humanos dentro de la UE no se puede entender sin estas contra partes. Solo así se reconocerá el sentido de una ciudadanía europea. Solo así nos alejaríamos de las sociedades con mayor desigualdad social en el mundo (Estados Unidos y China).

La cohesión social pasa también por defender algunas actividades, consideradas esenciales o estratégicas, de los inversores extranjeros (algo crucial en lo digital y en el big data). También si se reserva la mitad de las compras del sector público para empresas que generen su empleo dentro de la UE. O si se practica una defensa pública de la competencia y de las empresas de proximidad frente a los oligopolios (ya internos o ya globales). También poniendo freno a la digitalización de aquellos servicios (privados o públicos) en los que se considere que el trato personal o el empleo decente son más importantes que los eventuales logros de productividad. También si se mejora la cohesión social con una política de inmigración a escala europea, con objetivos anuales y con derechos plenos.

Dependiendo de cómo optemos ante este dilema (más sombras o más luces) bien nos hundiremos en la distopía sistémica o, al contrario, avanzaremos hacia una sociedad decente. En la UE y en el conjunto de España porque, como acabamos de ver, son muchas las cosas sustantivas para todos que dependen de lo que decidamos que sea la Unión Europea. Pero no todas, y a eso vamos.

  • Utopía y distopía en España

Arreglar o estropear el entorno social mundial y europeo de hoy al año 2050, como acabamos de resumir, puede ayudar mucho –o dificultar- lo que podamos hacer en pro de una sociedad decente en España, pero no son pocas las cosas que debiéramos solucionar o evitar deteriorar dentro de España bajo nuestra responsabilidad directa.

El sistema que actualmente reina en España nos conduce a la distopía bajo los eufemismos de la productividad, las reformas, las transiciones, la modernización, la estabilización o la competitividad. Ya que una vez asumida la devaluación interna como única estrategia para conseguirlo el resto llega solo.

Una brecha creciente de desigualdad y otra no menos galopante de ausencia de futuro para los más jóvenes (a los que se les ofrece la milonga del consumismo y de vivir al día). Eso por no hablar de unos impactos ambientales –locales y globales- que solo se entienden de actuar como si el futuro no existiese. O un gigantismo urbano y centrípeto que en nombre de las economías de escala desertiza el resto del territorio y alimenta situaciones de nula resiliencia.

Una estrategia que pasa por externalizar, precarizar y desalarizar. En todo, pero sobre todo en unos servicios con subempleo a tiempo parcial y siempre temporal, con mucha frecuencia femenino. En vez de reducir jornadas a tiempo completo: empleo a tiempo parcial. Tan grande es el pánico a perder un empleo que a casi nadie le preocupa la calidad del mismo. Añadamos la distopía de no poder acceder a una vivienda si no es compartida y siempre muy alejada de las áreas ya gentrificadas; o la emigración hacia economías europeas con bajas tasas de paro para trabajar en lo que salga. Sumemos la distopía y neolengua de la flexibilidad, de reinventarse, de llamar movilidad a lo que es emigración. O la distopía de tener que trabajar cada vez más años antes de la jubilación en un mundo automatizado como nunca antes.

Una estrategia que transita por adelgazar los servicios públicos en la medida en que los recursos fiscales son decrecientes (hay que rebajar y facilitar desgravaciones en la factura fiscal de las empresas para retener su empleo) la sanidad y la educación deben ser necesariamente complementados con ahorro privado (para especialistas, másteres, centros concertados). Las ayudas a la dependencia llegarán en muchos casos cuando uno ya está muerto y las pensiones tendrán un horizonte futuro siempre amenazado de dudas y de recortes. Solución: ahorre para poder estar en el grupo de los que escapan de la distopía neoliberal y sistémica. Para tener una plaza en una residencia de mayores y no tener que trabajar hasta los 80 años.

Incluso así el Estado no dejará de estar cada vez más endeudado con fondos de inversión privados. En riesgo permanente de tener que ser rescatado y de asumir nuevas terapias sistémicas. Y aún con esas la agónica competitividad comercial no será suficiente para pagar un déficit comercial energético a no ser que consigamos atraer a millones de turistas foráneos (que son una calamidad ambiental nacional y global). Añádase que cada día que pasa menos se puede esperar de la demanda interna de los residentes que han sido precarizados y vampirizados por los oligopolios de las finanzas, de la energía o de los combustibles. Oligopolios controlados por los cosmopolitas Vanguard Group o Blackrock de turno.

Ante, y dentro, de un tal sistema español no queda otra que ser antisistema. Abriendo paso a un nuevo pacto social y territorial interno que favorezca la redistribución del empleo y de la riqueza. Trabajar todos menos para trabajar todos, y favorecerse de una parte creciente –y no menguante como hasta ahora- de una riqueza nacional a cada paso mayor. Con reformas no reformistas encaminadas hacia una utopía que podamos llamar sociedad decente allá por el año 2050.

En el sector financiero a la vista de la actual concentración bancaria en muy pocas entidades gigantescas, y participadas por grupos globales, se hace necesario introducir competencia por medio de agentes públicos y cooperativos a escala local y territorial próxima. Sobre todo para las necesidades de los hogares y pequeñas empresas. Algo que debe producirse ya en formato online –además de físico- para no verse desplazados por los gigantes GAFAM en muy breve plazo. Dentro del euro los riesgos asociados a la operativa del BCE no deben transferirse al Banco de España sino mutualizarse. Los costes financieros (públicos y privados) no pueden seguir drenando las rentas de la mayoría de los ciudadanos, así como tampoco deben hacerlo los precios de la energía (electricidad y carburantes).

Los oligopolios del sector de la electricidad deben abrir espacio al autoconsumo local y de agentes cooperativos con fuentes renovables y, al tiempo, fijar los precios con una media ponderada de las fuentes primarias utilizadas. El Gobierno debe diseñar un calendario de cierre nuclear y de recuperación pública de las fuentes renovables para entidades locales.

Los déficits de productividad no son un problema en las empresas de mayor tamaño, pero no por eso se debe ganar tamaño a cualquier precio. La proximidad y autonomía de los abastecimientos y el empleo decente (estable, a tiempo completo en jornadas reducidas, con protección social plena, con ingresos crecientes) aunque no pueda competir en precios con opciones foráneas, si lo hace en resiliencia y sostenibilidad social. Son dos razones sobradas para desmontar y descongestionar mega concentraciones urbanas y empresariales, rompiendo sus dinámicas centrípetas sobre el territorio.

Será sobre esa base que las pequeñas y medianas empresas (privadas, cooperativas o de la economía social) debieran mejorar su organización y transferencia de tecnología. Pues en muchos casos el mejor esfuerzo en I+D consiste en detectar lo que nos es de mayor utilidad incorporando herramientas ya disponibles a lo largo del mundo. También en este ámbito la digitalización de los servicios debiera subordinarse a la no destrucción de empleo y a la calidad y personalización del mismo. La propia digitalización debiera tener como objetivo central que el 5G, el big data y la nube se manejen bajo soberanía europea.

El empleo decente tal como queda caracterizado debe primarse para así frenar la desalarización y los falsos autónomos, el empleo a tiempo parcial y todas las formas de trabajo dependiente que son consustanciales al riesgo de pobreza (con mucha frecuencia femenina). Para favorecerlo nuestra Seguridad Social debiera descargar los costes sobre la masa salarial y compensarlos con cotizaciones sobre el resto del valor añadido de las empresas.

La educación de los ciudadanos como consumidores (en los medios públicos y en los centros educativos) debe centrarse en el freno del consumismo y en la solvencia de sus decisiones desde el punto de vista ambiental y de la inclusión social. Lo más barato no es con mucha frecuencia la mejor opción. Para contribuir a este objetivo las agencias de protección a los consumidores y usuarios deben hacerse más visibles y reforzar sus recursos.

En lo que se refiere a la reconstrucción y fortalecimiento del Estado de Bienestar en lo relativo a sus ingresos es necesario duplicar los efectivos de la inspección (sobre todo en la vigilancia por la Unidad de Control de Grandes Empresas), evitando que el tipo efectivo del impuesto de sociedades sea decreciente a partir de los cien empleados, igualar la ratio de ingresos sobre el PIB con la media europea, armonizar el trato fiscal entre las rentas de capital y las del trabajo, así como suprimir las SICAV y ETVE. Todo ello enmarcado en una reforma fiscal ajustada al entorno europeo que ya quedó esbozado.

Con sus nuevos recursos nuestra Hacienda y Seguridad Social añadiría a la ciudadanía social europea (que garantiza una renta básica, un subsidio de desempleo y pensiones no contributivas) una ciudadanía española con pensiones contributivas mínimas por encima del SMI y actualizadas con el IPC, así como una asistencia sanitaria universal y pública financiada con el mismo esfuerzo sobre el PIB que en la media europea. Sin olvidar una oferta pública de enseñanza reforzada con los recursos financieros y humanos que hoy detrae el sistema concertado. Sin tampoco olvidar una oferta pública de alquiler de viviendas que no podrá superar un porcentaje máximo de los ingresos del inquilino en su renta mensual.

Si es necesario ser antisistema, por un motivo distinto del social, sin duda debe uno serlo por razones ambientales. De entrada porque solo relativizando el objetivo del crecimiento del PIB (y del consumismo que lo acelera) podremos hablar seriamente de sostenibilidad. Solo entonces podremos hablar en serio de transición energética hacia las energías renovables y de un calendario solvente de cierre nuclear y de abandono de combustibles fósiles de los que –además- no disponemos.

Solo en este marco podremos hablar en serio con terceros países que hoy practican dumping comercial a costa de una desconsideración de los daños ambientales locales y globales que provocan. Solo así podremos progresas en serio hacia un modelo de movilidad colectivo alternativo al privativo. Necesariamente de proximidad frente a aprovisionamientos y ocios a largas distancias. Y, en el transporte intra europeo, potenciando el cabotaje y lo ferro portuario. No hay otro modo de conseguirlo.

Este artículo continúa (en el original en gallego publicado en el número 100 de la revista LUZES) con un extenso apartado titulado Utopía y distopía en Galicia; el lector interesado puede consultarlo pinchando aquí.