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La cursilería de la izquierda

Santiago Alba Rico, publicado originalmente en Público.

Así, simplificando a navajazos, podríamos afirmar que de los tres conceptos incluidos en la divisa revolucionaria francesa (insuperable como horizonte de reflexión política) la «igualdad» interpela a la razón, la «fraternidad» a la emoción y la «libertad» al deseo. Estamos encerrados, por así decirlo, en estos tres conceptos, que sin embargo, al vaivén de los cambios culturales y económicos, se han resignificado sin parar, para bien o para mal, en las últimas décadas.

La igualdad interpela a la razón porque no se vive sino que se mide. Los pobres no experimentan la desigualdad; experimentan la pobreza. Es necesaria, pues, una distancia racional, mensurable en agravios comparativos pero también en tablas estadísticas, para conocer el foso que separa a unas clases de otras y ponerlo en relación con la justicia. El que reclama igualdad reclama justicia y el que reclama justicia, incluso antes de llegar a un acuerdo sobre sus límites y su contenido, está reclamando justicia «universal». Un mendigo puede pedir pan para él solo; no se puede pedir justicia, en cambio, solo para uno mismo. Así que, de alguna manera, todo sujeto reclamante de igualdad se declara al hacerlo miembro racional de la humanidad.

La fraternidad, por su parte, nos integra en el orden emocional. Hannah Arendt, que prefería la «amistad», desconfiaba de este concepto, pues a su juicio era incapaz de producir un mundo compartido y solo servía (sin menospreciar el efecto) para consolar a víctimas unidas por el mismo sufrimiento específico. Toni Domenech, en su indispensable y ya clásico El eclipse de la fraternidad, pretendía, por el contrario, convertir la «fraternidad» en el fulcro de la construcción republicana, como verdadera ruptura con el ancien régime y sus nexos jerárquicos parentales. En todo caso, la fraternidad implica, como concepto, la primacía del vínculo sobre el pensamiento, y ello con independencia de que sea posible o no extender horizontalmente, con trabajo y voluntad, la filiación familiar a toda la humanidad.

Por fin, la libertad pertenece al orden desiderativo, al menos desde que Occidente abandonó esa tradición que, de los estoicos a Kant, asociaba más bien la libertad a la necesidad de liberarse de los deseos: sólo soy libre, digamos, si puedo decidir al margen de mi felicidad personal, de mis intereses privados y de mis deseos inmediatos. La polisemia desiderativa del concepto, unida a la erosión antropológica provocada por el capitalismo, ha ido identificando cada vez más la libertad, en dirección contraria, con la liberación, exposición y satisfacción de todos los deseos, fundiendo en un magma semántico indiscernible el irrenunciable deseo político de moverse, hablar y organizarse libremente con el deseo vesánico de especular libremente con la vivienda, interrumpir libremente el suministro de electricidad a los más desfavorecidos y rebañar libremente el mundo, o lo que queda de él, sin ataduras ni restricciones.

En este proceso, la libertad se ha perdido momentáneamente para la izquierda, obligada a aceptar esta raíz desiderativa del concepto para (justamente) intentar disputar la hegemonía al neoliberalismo, pero con el riesgo aparejado de que, en la «batalla cultural», el votante olvide que la democracia y el Estado de Derecho son incompatibles con la libertad concebida de esta manera; que la democracia y el Estado de Derecho solo son inteligibles como procedimientos de autorrepresión individual y de selectiva represión colectiva. Asociada a la propiedad capitalista, como bien explica el jurista italiano Ferrajoli, y secuestrada subjetivamente por el mercado, la libertad republicana de otros tiempos se ha transformado por completo para devenir hoy un concepto muy poco democrático y, por lo tanto, muy funcional para la derecha. Frente a esa funcionalidad, la izquierda se ve en el dilema de tener que escoger, a la hora de hacer política electoral, entre ser puritanamente anti-libertaria y perder a las mayorías sociales, o explotar la fuerza emancipatoria del deseo en un terreno minado y, de algún modo, moldeado por la derecha neoliberal.

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Frente a la libertad, a la izquierda le quedaba y le queda la igualdad, pero el desprestigio creciente de la razón, en una sociedad desiderativa y miedosa que orienta su voto hacia el irracionalismo destropopulista, hace cada vez más difícil movilizar esa dimensión «universal» de la justicia entre las propias víctimas de la injusticia. Nos hemos vuelto todos mendigos, pero no de pan sino de cañas, de tablets y de segundas viviendas. «Tener razón» hoy significa perder el mundo. «Perder el mundo» significa cedérselo definitivamente al capitalismo.

Así que, desprestigiada la razón y secuestrada la libertad, la izquierda ha tratado en los últimos años de refugiarse en la «fraternidad» y sus vínculos emocionales, reivindicación históricamente indispensable dentro de una tradición izquierdista muy viril, muy táctica y muy ascética. Durante la última década, en efecto, se ha intentado abordar tanto la desigualdad como la libertad desde el feminismo y el ecologismo, enfatizando esta dimensión filiativa negada u olvidada para insistir en el discurso de los afectos y los cuidados. Pues bien, la implosión organizativa de Podemos y las rencillas internas del feminismo, bellacamente explotadas por la derecha, han minado también la credibilidad política de la fraternidad como potencialmente constitutiva de mundo común. Como para dar la razón a Arendt frente a Domenech (ay) la dimensión universal republicana de la emoción se reduce hoy al intercambio interclasista de flores y gatitos en internet mientras que su eficacia social se ha vuelto enteramente lenitiva y particular: es apenas el cemento identitario que asegura la estabilidad, fuera del mundo, de pequeñas comunidades aisladas y sufrientes.

Díaz Ayuso, presidenta de Ayusistán, habla como si no tuviera alma, en el sentido más literal del término: sus palabras parecen esparcidas en un cuerpo vacío, del que se levantan, como la hojarasca, cuando hay corriente. Pero esa indiferencia apenas porosa, tesoro natural que ella y sus asesores enriquecen cada día, y que tiene algo banalmente magnético, oculta un infalible instinto político. Todo esto que acabo de exponer lo sabe muy bien la dirigente del PP. El otro día lo demostró en otra de sus (así llamadas) «meteduras de pata», síntesis prodigiosas, en realidad, de lúcido empoderamiento despreciativo. Todos conocemos la ocurrencia: a la portavoz de Unidas Podemos en la Asamblea de Madrid, Alejandra Jacinto, que le había leído la carta de una niña de Cañada Real, Ayuso le respondió sin emoción alguna: «yo no gestiono sentimientos». A lo que añadió enseguida, con resignada mansedumbre descriptiva, este extraño anacoluto: «la cursilería que hacen ustedes».

Es importante apreciar la agudeza demoledora de Ayuso. En la carta de la niña la presidenta de Ayusistán no escuchaba una denuncia de desigualdad, a la que la razón política debía dar una respuesta, sino una pura expresión de sentimientos: el frío de la niña en una casa sin luz era un sentimiento, no un hecho, y la indignación de la diputada de izquierdas era, claro, puramente sentimental. En ese intercambio parlamentario no había, por tanto, nada propiamente político; no estaba en cuestión la justicia sino la «fraternidad», esa espuma irisada de orquídeas blancas y gatitos cuquis. De un plumazo, con dos balbucientes torpezas geniales, Ayuso sustituyó la política por la gestión, que es ahora (liquidadas la razón y los afectos, la igualdad y la fraternidad) pura gestión de deseos; es decir, privatización de la libertad a través del libre comercio y el libre consumo. La izquierda es comunista o cursi; o comunista y cursi, dos opciones, como sabemos, derrotadas en las últimas elecciones madrileñas.

Ayuso se ha mostrado, sí, cruelmente atinada: a la izquierda ya no le basta con tener razón ni con tener corazón. La «cursilería» tuvo quizás su momento, pero las mandíbulas de los electoralismos y el empalague de las redes lo han dejado atrás. Lo lamento, porque soy la persona más cursi del mundo, pero creo que hay que buscar otras vías para acercar la igualdad y la fraternidad, al borde como estamos del colapso ecológico, a votantes cínicos, de paladar estragado por la glucosa y sedientos de «libertad».

Cuidémonos mucho en silencio y sin alharacas de colores; seamos cursis hasta la extenuación en nuestros abrazos y nuestras utopías. Ahora bien, cuando se tiene el gobierno nacional -y se tendrá durante dos años más-, ¿no convendría que la izquierda tratase de introducir en España un poco de razón y de corazón por mediación de esos hechos democráticos que llamamos Leyes?