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La izquierda debe adherirse a la reestructuración fiscal

Guy Standing, publicado originalmente para Sin Permiso.

A lo largo del siglo pasado, los socialdemócratas apoyaron un modelo de sociedad en el que los impuestos sobre la renta y el consumo elevados y progresivos se han justificado como medio para reducir la desigualdad y la pobreza, al tiempo que se sufragaba un conjunto cada vez mayor de prestaciones estatales y servicios públicos. Esta receta resultó válida a lo largo de muchas décadas, asegurando victorias electorales regulares.    

Sin embargo, desde la década de 1990, esto ha dejado de ser así. Puede que la derecha política no haya ganado el debate intelectual o moral. Pero su receta de bajos impuestos sobre la renta y el consumo ha gozado de un atractivo popular cada vez mayor, drenando el apoyo a la izquierda de aquellos que ganan con los recortes de impuestos, aunque sigan apoyando los servicios y prestaciones públicas.

No sirve de nada que la izquierda se lamente de que esa época haya pasado. Debe reinventar la política fiscal. Para ello, ha de reconocer de una vez por todas que el sistema de distribución de la renta de las décadas socialdemócratas del siglo XX se ha descompuesto irremediablemente. Tanto si el crecimiento económico es alto como si es bajo, la mayor parte de los ingresos adicionales van a parar a los propietarios de bienes -financieros, físicos e intelectuales-, mientras que son cada vez menos los que dependen del trabajo. Esto se aplica tanto a los países en los que los sindicatos son fuertes como a aquellos en los que están paralizados. Es la era del capitalismo rentista.

Además, en una economía globalizada dominada por las finanzas, es fácil que los receptores de altos ingresos eviten los impuestos sobre la renta, recurriendo incluso a los paraísos fiscales. En toda Europa, la riqueza depositada en los paraísos fiscales representa alrededor del 10% del producto interior bruto; en el Reino Unido, alrededor del 20%. Los ricos apenas pagan impuesto sobre la renta, sea cual sea el tipo fiscal.

Sin embargo, la izquierda ha sido débil a la hora de responder a los recortes de los impuestos sobre la renta, el consumo y las sociedades. Así lo demostró simbólicamente el Partido Laborista británico en su reacción al regresivo -aunque efímero- «mini-presupuesto» introducido por el breve gobierno de Liz Truss el pasado 23 de septiembre. El presupuesto preveía bajar el tipo básico del impuesto sobre la renta a sólo el 19%, más allá de una desgravación libre de impuestos de 12.570 libras. Inmediatamente, los laboristas anunciaron que no revertirían el recorte. Aceptaron un tipo impositivo bajo que haría aún más problemática la financiación de los servicios públicos, a pesar de que los sondeos de opinión mostraban que la mayoría de los británicos prefería impuestos más altos para aumentar el gasto en sanidad, educación y prestaciones sociales.

Hacer populares los impuestos

La cuestión más general para la izquierda en toda Europa es cómo hacer que la fiscalidad sea popular, progresiva y funcional. La respuesta debería basarse en superar el truco populista de la derecha: que gravar los ingresos resulta «desincentivador» y es un reflejo de la «envidia» de los perdedores de la sociedad hacia los empresarios dinámicos y la mano de obra «que trabaja duro».

La izquierda debería optar por una política eco-fiscal, diseñada para desmantelar el capitalismo rentista. Tendría que aceptar que está obsoleto el impuesto sobre la renta de alta progresividad. Habría de dejar claro que los impuestos sobre la renta y el consumo se destinan principalmente a los servicios públicos y a las infraestructuras, incluyendo el transporte, la defensa, la vivienda, las escuelas y otras necesidades sociales. Más allá de eso, el objetivo debería consistir en reestructurar la política fiscal como medio de justicia común.

Puede parecer esotérico, pero deberíamos empezar por revivir la idea de los bienes comunes: los recursos y bienes que nos pertenecen a todos, como gente del común. Entre los bienes comunes se cuentan la tierra, el aire, el agua, los minerales, el mar, el fondo marino y las costas, así como los bienes comunes que nos legaron generaciones anteriores. Sin embargo, todas las formas de bienes comunes han sido tomadas o erosionadas de modo ilegítimo mediante el cercamiento, el expolio, la privatización y la financiarización. La izquierda debería exigir que se compense a la gente del común por ese pillaje.

Tierra, riqueza, carbono

Debería comenzar esto por un impuesto progresivo sobre el valor de la tierra (IVT), aplicado a las explotaciones que superen el tamaño típico de un jardín, para evitar que se le apode «impuesto a los jardines» y, por lo tanto, aparezca como algo políticamente complicado. El impuesto progresivo sobre el valor de la tierra se justifica además por el hecho de que en Europa el valor de la tierra se ha disparado como parte de los activos no financieros, en parte debido a la globalización y a la especulación de las finanzas mundiales. La tierra representa ahora más de un tercio de la riqueza no financiera; en el Reino Unido, esta proporción ha pasado del 39% en 1995 al 56% en la actualidad.  

Tendría que venir después un impuesto sobre la riqueza, que excluya la tierra si existe ya un IVT. En los países europeos, la riqueza se grava mucho menos que la renta. Sin embargo, la desigualdad de la riqueza ha aumentado en relación con la desigualdad de los ingresos y la mayoría de la riqueza es heredada, es decir, por definición, no ganada. Hasta un impuesto del 1% sobre la riqueza recaudaría enormes ingresos y sería más difícil de evitar que el impuesto sobre la renta.

Siguiendo el ejemplo de Suecia, debería existir también una elevada tasa sobre el carbono, que gravara las emisiones de carbono que causan el cambio climático y acidifican los océanos. De acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, sólo una quinta parte de las emisiones mundiales están cubiertas. Una tasa sobre el carbono transformaría la atmósfera en un bien común regulado. Y sabemos que los ricos son los causantes de la mayor parte de la contaminación, mientras que los grupos de bajos ingresos soportan principalmente los costes, incluso en lo que toca a los perjuicios a la salud. 

Por sí misma, una tasa sobre el carbono resulta potencialmente regresiva, en el sentido de que el pago de las emisiones representaría una parte mayor de los ingresos de una persona pobre. Sólo se convertiría en progresiva si todos los ingresos se reciclaran por igual a todos los del común. La manera de garantizarlo es canalizar los ingresos hacia un «fondo de capital de los comunes», sobre el que todos los residentes legales tendrían derecho a dividendos iguales.

Explotación de los bienes comunes

A continuación, la política fiscal debería centrarse en los ingresos por rentas obtenidos por la explotación de los bienes comunes. Hay que saludar a Noruega, que acaba de anunciar una renta del suelo sobre la acuicultura industrial (cría de salmón) y la energía hidroeléctrica. Dado que las grandes empresas de acuicultura sólo pagan el 40% de los costes asociados a su producción, y el resto corre a cargo de las comunidades locales y los ecosistemas circundantes, la tasa del 40% propuesta podría copiarse en otros países europeos en los que la piscicultura está en auge. El principio podría extenderse a la pesca marítima, la explotación de los fondos marinos y los parques eólicos en alta mar.  

También debería existir un impuesto sobre los datos digitales. Las grandes empresas tecnológicas ganan miles de millones de dólares con la información que les proporcionamos, gratuitamente, cada vez que nosotros (o nuestros aparatos) estamos en línea. Están obteniendo ingresos por el alquiler de los bienes comunes de la información. Esos ingresos deben ser compartidos, lo que justifica una tasa sobre sus ingresos publicitarios, que se añadiría al fondo de bienes comunes propuesto.

La izquierda debería aprovechar las contradicciones ideológicas de la derecha. Esta justifica el capitalismo del «valor del accionista» alegando que los accionistas («principales») presionan a los directivos («agentes») para que persigan un crecimiento a largo plazo. Esto tenía cierto atractivo hace décadas, cuando el tiempo medio de tenencia de una acción era de siete años, pero hoy es de menos de seis meses y va en descenso.  Una tasa sobre las transacciones financieras desalentaría el comercio especulativo e incentivaría lo que la derecha dice querer. Y sería progresivo.

Del mismo modo, una tasa sobre la concentración del mercado sería una forma de medida antimonopolio. La derecha dice que se opone al monopolio por ser contrario al «libre mercado». Sin embargo, se ha comprobado que la monopolización del poder de mercado ha multiplicado por seis el margen medio de los precios sobre los costes de producción de 70.000 empresas en todo el mundo entre 1980 y 2016. Para luchar contra esta concentración, debería imponerse una tasa sobre los beneficios de las empresas que controlan más del 20% de su mercado.

Subvenciones regresivas         

La otra dimensión de la política fiscal -las subvenciones del Estado- recibe muy poca atención en el pensamiento económico progresista, aunque en realidad se trata principalmente de impuestos negativos regresivos. Una política fiscal progresista se encargaría de eliminar las numerosas subvenciones selectivas que los gobiernos conceden a los intereses especiales. He identificado 1.190 en el Reino Unido. Si la derecha afirma creer en el «libre mercado», apoyar su distorsión mediante subvenciones resulta hipócrita.

Un ejemplo atroz es de la pesca, donde las enormes, perjudiciales y regresivas subvenciones, principalmente para el combustible, han permitido la «pesca de larga distancia» por parte de las pesquerías industriales que han destruido poblaciones de peces en todo el mundo. La Organización Mundial del Comercio pregonó un acuerdo alcanzado a mediados de 2022, pero lo único que hizo fue prohibir algunas subvenciones a la pesca «ilegal», eliminando del texto final la referencia a las «subvenciones perjudiciales». A escala mundial, se gastan 35.000 millones de dólares en este tipo de subvenciones cada año.

El recurso a las subvenciones durante la pandemia fue una oportunidad para que la izquierda fuera coherente, aplicando una «prueba de resistencia» progresiva: que sólo debe apoyarse una política fiscal si no aumenta la desigualdad. Los planes de permisos laborales fracasaron miserablemente en esa prueba. Pero la mayoría de los partidos de izquierda los apoyaron de modo vehemente, al igual que los sindicatos. Era previsible desde el inicio que intensificarían la desigualdad -dando mucho más a los asalariados que a los precarios- y que serían objeto de un fraude masivo. Además, han apoyado a numerosas empresas «zombis».

Enormes beneficios

En general, los políticos progresistas han apoyado los rescates de empresas consideradas «demasiado grandes como para caer». En efecto, los ciudadanos pagan por la socialización de las pérdidas de los inversores. Peor aún, la izquierda no se ha opuesto a la globalización del régimen de derechos de propiedad intelectual de los Estados Unidos, que permite a las empresas obtener beneficios en régimen de monopolio durante 20 años a través de las patentes, y durante mucho más tiempo en el caso de los derechos de autor y los diseños industriales, aun cuando las patentes son resultado de investigación y desarrollo financiados con fondos públicos, en los que el riesgo lo sobrelleva el interés público. Esto se puso de manifiesto de forma vergonzosa con los enormes beneficios obtenidos con las vacunas Covid-19. Como mínimo, el interés público debería tener una participación en cualquier producto patentado, si se utiliza dinero público para subvencionar la I+D.          

Los progresistas deberían oponerse también a las subvenciones implícitas al capital. En virtud de las cláusulas de resolución de disputas entre inversores y estados de los acuerdos comerciales, las multinacionales pueden demandar a los gobiernos si, en su opinión, esas acciones amenazan su rentabilidad. Así pues, tal como ha sicedido, si un gobierno aplica medidas contra la contaminación puede verse sujeto a una demanda de cientos de millones de dólares. Esto debería eliminarse, para ahorrar ingresos y aumentar el espacio fiscal.      

Del mismo modo, debería abandonarse el Tratado de la Carta de la Energía (TCE). Se remonta a la década de los noventa e irónicamente se elaboró para ayudar a los países ex soviéticos protegiendo a los inversores en sus industrias del petróleo, el gas y el carbón, obligando a los gobiernos a compensar a las empresas si las reformas afectan a sus beneficios potenciales. Hoy en día, cinco empresas energéticas lo están utilizando para demandar a los gobiernos europeos por casi 4.000 millones de euros a causa de las restricciones a los proyectos de combustibles fósiles. Si ganan, los europeos verán cómo se desvían sus impuestos para pagarles, al tiempo que desincentivan aún más a las empresas de energía en sus esfuerzos por descarbonizarse.

En resumen, los progresistas de toda Europa deberían reubicar la política fiscal para desmantelar el capitalismo rentista, contribuir a la reactivación ecológica y reducir las desigualdades.