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Paolo Cacciari, publicado originalmente en Espacio Público.

También en Italia el lema “transición ecológica” ha entrado en el lenguaje público corriente después del lanzamiento en 2019 del Green Deal de la Comisión Europea y, gracias a los generosos fondos “en deuda” de la Next Generation Ue (una especie de neokeneysianismo verde), el gobierno decaído del banquero Mario Draghi había bautizado un ministerio en su nombre. Veremos si el nuevo gobierno de las derechas lo querrá mantener. Los dos primeros tramos del Plano Nacional denominado ‘Rilancio e Resilienza’ (Relanzamiento y Resiliencia) ya han sido asignados por la UE (24,9 de prefinanciación, más 21 mil millones destinados a lograr 55 “objetivos”). En realidad, se trata de un mosaico desigual de inversiones en obras y servicios destinados sólo parcialmente al medio natural. E incluso estas últimas son muy discutibles, como por ejemplo las mega-obras para la alta velocidad de los trenes.

Como se ha escrito muy bien en las intervenciones que me preceden en esta columna, la “transición ecológica” podría ser declinada en muchas maneras diferentes. En modo débil, como mitigación de los síntomas de la crisis ecológica y adaptación de la vida de las personas en condiciones peores, o en modo fuerte, como transformación profunda del sistema socioeconómico para alcanzar una strong sustainability.

La elección de los gobiernos italianos hasta el momento fue – escasamente – la primera. Para utilizar las palabras del ministro saliente de la Transición Ecológica (Roberto Cingolani), el objetivo es “encontrar un compromiso entre las diferentes instancias” del crecimiento económico y de la sostenibilidad ambiental a través de soluciones tecnológicas, incluso aquellas más de ciencia ficción, como “la energía nuclear de la nueva generación” y la “captura” de dióxido di carbono, su licuación y el almacenamiento en yacimientos de hidrocarburos en desuso en el mar Adriático. ¡La Riviera de Emilia-Romagna ofrecerá a los turistas un baño en agua espumosa!

Las cancillerías de los Estados en conflicto también combaten la guerra en Ucrania mediante sanciones económicas. El gas ruso se ha convertido así en un arma no convencional utilizada por ambos bandos y no está claro quién lo está aprovechando más. Efectivamente, media Europa se encontró sin (casi) su principal fuente de energía, el metano. Y esto ha dejado en segundos planos los objetivos de la descarbonización energética (Paris 2015, Glasgow 2021). Una bendición para los “inactivistas” (según la definición dada por el climatólogo estadounidense Michael Mann, en The New Climate War, 2021, a los que presionan para dejar las cosas como están) al servicio de los potentes lobbies del carbón y del nuclear. Prueba de ello es la escandalosa inclusión de la energía nuclear y el gas en la normativa europea sobre la «taxonomía» (clasificación) de las inversiones consideradas ambientalmente sostenibles y, por tanto, financiables. En Italia, los intereses fósiles están bien representados con la empresa ENI, controlada por el Estado.

Pero hay una forma aún más insidiosa y fraudulenta de entender la transición ecológica a través de la lógica y los instrumentos del mercado. Cuando decimos «mercantilización de la naturaleza», no estamos utilizando una metáfora, ni un refrán cualquiera, sino un proyecto real de transformación de los bienes y servicios que nos proporciona la naturaleza en activos financieros. El procedimiento es el siguiente: i) se identifican los recursos naturales (bosques, fuentes de agua, biodiversidad, etc.); ii) se estima el valor comercial «intrínseco» de las existencias de «capital natural» y de los relativos flujos de ingresos generados por los «servicios de los ecosistemas», incluido su valor «figurativo» como capacidad de absorción de Co2 o de conservación de la biodiversidad y de los distintos ciclos vitales regenerativos; iii) se obtienen los derechos de explotación y gestión de forma privada (concesiones, adquisiciones, fundaciones patrimoniales, etc.); iv) se crean sociedades de activos especializadas en la categoría Natural Asset Companies (NAC) y la cotizan en la Bolsa en la categoría Intrinsic Exchange Group del New York Exchange; (v) se incluyen sus títulos en vehículos financieros primarios y derivados y lo venden a inversores privados e institucionales, incluidos los fondos soberanos estatales. La operación quedó así concluida. La naturaleza se incorpora a las finanzas. Llegando al colmo de la hipocresía, en nombre de la defensa mediante la valorización del patrimonio natural, se privatiza y se introduce en el mercado.

En realidad, esta misma operación ya se está llevando a cabo desde hace tiempo con el CO2 en la bolsa de Londres, donde opera un fondo Exchange Traded Commodies especializado en la colocación de valores llamado Spark Change CO2. En la práctica, los intermediarios financieros se apropian de las autorizaciones públicas de emisión de gases que alteran el clima obtenidas por las empresas (a través de los ETS, sistemas de compra y venta de emisiones adquiridos en subastas o a través de intercambios entre empresas) y las revenden confiscadas (titulizadas) en títulos con sus correspondientes rendimientos. Tanto el aire como el agua (en la bolsa de Chicago) y cualquier otra mercancía en creación han sido capturados por el régimen del capital. “Todo lo vivo”, escribió en este debate Joana Bregolat, “es susceptible de devenir una oportunidad de dónde obtener ingresos en forma de intereses y rentas”. Un verdadero «golpe de genio», como lo llamó John Bellamy Foster, capaz de relanzar un nuevo ciclo de expansión de las ganancias y de acumulación capitalista en un territorio casi ilimitado con un valor potencial estimado de 4 billones (4.000 billones) capaz de generar un flujo de 125 billones al año, más que todo el valor del PIB mundial.

Este es el tipo de «transición» que propugna el «capitalismo verde» («Reset Capitalism» defendido en Davos), cuyos resultados, me temo, sólo agravarán el colapso ecológico. Pero hay otra forma de pensar en la sostenibilidad en términos de una transformación radical del sistema socioeconómico vigente. Una transformación profunda, completa, integral, que implica también la forma de ser y de pensar de uno mismo en su relación con los demás y con la naturaleza. Una «conversión ecológica» -como la definió Alex Langer, uno de los fundadores del Partido Verde en los años 80- también en un sentido cultural y espiritual. Un «cambio de mentalidad», como ya escribió Víctor Viñuales.

La ecología es una idea ética, una forma de pensar en relación con todos los demás seres y cosas que existen en la Tierra, un horizonte de sentido y un sistema de valores. Es difícil imaginar que se consiga reestructurar los fundamentos económicos y el comportamiento humano sin que haya una conciencia contextual y una puesta en común de valores morales diferentes a los dominantes en la actualidad. No es fácil sustituir la codicia, el individualismo y la competencia por la colaboración, la empatía y el amor. Una verdadera transición ecológica debe pasar por el cambio de los modos de producción y de los modelos de relaciones sociales, de las relaciones con los vivos.

No se trata de «sanar el planeta» (no hay nada malo en él), sino de sanar la malicia humana que lo está destruyendo. Se trata de disminuir drásticamente la huella ecológica, empezando por quien la tiene más grande. Se trata de dejar los combustibles fósiles bajo tierra (Leave it in the ground!) y dejar al menos la mitad de la superficie terrestre a la libre expansión de los bosques y los ríos (Half-Earth: Our Planet’s Fight for Life, como propuso el biólogo británico Edward Osborne Wilson en 2016). Se trata de plantar un billón de árboles -como sugiere el botánico Stefano Mancuso- la mitad de los que se han perdido en los dos últimos siglos. Se trata de alejarse del antropocentrismo occidental y acercarse a alguna forma de ecocentrismo o biohumanismo o ecosocialismo.

En concreto, las políticas de una verdadera transición ecológica deberían basarse en las técnicas de Natur Base Solution: la reforestación, la generación distribuida de energía a partir de fuentes renovables, la agroecología, los edificios pasivos, las cadenas de producción cortas y trazables de los bienes de consumo, la movilidad suave, las ciudades de vecindad y los barrios del tamaño de un pueblo, las casas de salud y la medicina comunitaria, la educación de los padres, el bienestar de proximidad… por un lado, y por otro: la lucha contra los residuos, la prohibición de la obsolescencia programada, la desmilitarización.

Así contextualizada, la transición ecológica es el espacio del conflicto social actual para realizar una nueva sociedad, liberada del condicionamiento heterónomo del capital, que abre la nueva era del ecoceno.


Notas:
Paolo Cacciari, Decrecimento o barbarie. Para una solida nonviolenta del capitalismo, Icaria, 2008