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La renta básica a debate.

David Calnitsky. Publicado en SinPermiso el 12-3-23

En relativamente poco tiempo, la renta básica universal (RBU) ha pasado de ser poco más que un glorioso experimento mental a una opción política concreta, y el debate en los medios de comunicación se ha multiplicado en consecuencia. El debate también se ha intensificado en la izquierda, adquiriendo un tenor a veces productivo, a veces enconado. Las razones de esto último son obvias, pero cuando ha sido productivo, el debate se ha desarrollado como una discusión entre quienes comparten una serie de compromisos morales, pero discrepan en cuestiones de estrategia o análisis. En el caso de la RBU, una medida política abstracta sin antecedentes de aplicación real, es natural ver un buen número de intuiciones diferentes, hipótesis transversales y preocupaciones de amplio alcance sobre las consecuencias no deseadas. De hecho, el debate en la izquierda puede basarse en última instancia en los resultados empíricos. ¿Mejorará realmente la RBU la vida de las personas? ¿Facilitará transformaciones más amplias y profundas? ¿O es sólo un espejismo neoliberal?

Este ensayo examina el debate en torno a la RBU que ha surgido en los últimos años, centrándose en las principales objeciones desde la izquierda. Para ello se analiza la gama de posibles efectos empíricos, desde el impacto sobre los salarios y la participación en la población activa hasta el género y la acción colectiva. El debate sobre estas cuestiones empíricas, hay que decirlo, está decididamente sin resolver. Como ocurre con cualquier gran transformación social, el impacto de ofrecer transferencias sustanciales en metálico a todas las personas podría generar resultados imposibles de prever. Afirmar lo contrario –esto es, que tengamos un conocimiento claro de todas las consecuencias- sería temerario. Hecha esta salvedad, hay que decir que, afortunadamente, sabemos algo sobre el impacto de la RBU y, basándonos en las pruebas disponibles, podemos afirmar algo significativo sobre sus consecuencias en múltiples esferas de la vida social.

El concepto de renta básica universal se refiere a un ingreso mensual en efectivo pagado a cada miembro de la sociedad sin tener en cuenta los ingresos de otras fuentes y sin condiciones[1]. No hay un nivel preciso de pago en la definición. Las propuestas del orden de 14.000 dólares por persona –una cifra que supera el umbral de pobreza oficial para personas solteras en EE.UU. (12.000 dólares) y que representa aproximadamente una cuarta parte del PIB estadounidense- suelen considerarse entre modestas y sustanciales. Las propuestas más generosas suelen rondar los 18.000 o 20.000 dólares anuales por persona. Tengo en mente la cifra de 14.000 dólares como el nivel mínimo de pago necesario para alcanzar los objetivos normativos que aquí se discuten; en concreto, esta suma se entiende como el umbral inferior que ofrece a la gente una posición de repliegue por encima de la pobreza, proporcionando a todo el mundo una medida de libertad del trabajo y, por tanto, de poder en el trabajo.

Para entender la renta básica es necesario considerar sus posibles consecuencias empíricas, así como aclarar la agenda normativa subyacente. En algunos casos, hay pruebas empíricas pragmáticas que cualquier visión normativa debe superar para que se haga realidad; en otros, los argumentos normativos pueden mantenerse independientemente de las consecuencias empíricas. Considerando todos los aspectos, incluidas algunas ambigüedades que se discuten más adelante, existe un poderoso argumento socialista a favor de la renta básica. Este ensayo muestra que el sistema, si fuera lo suficientemente generoso y universal, ayudaría a hacer realidad la visión moral que los socialistas deberían tener. Merece la pena volver a lo básico, por así decirlo, para dar algún sentido a este debate.

Los fines de la política social

Uno de los aspectos constitutivos de la política de izquierdas es que las políticas por las que se aboga no son meros fines en sí mismos, sino instrumentos para hacer realidad un amplio conjunto de compromisos normativos que vislumbran cómo debería ser el mundo. A veces la izquierda, erróneamente en mi opinión, elude estos elevados compromisos porque están muy alejados de la lucha política o porque la argumentación moral se considera el dominio de los liberales y los demócratas. Pero esta postura nunca ha sido convincente. Para evaluar las políticas y la política tenemos que comprometernos con una visión moral, aunque se caracterice vagamente como un futuro definido por el bienestar humano y la libertad real y sustantiva.

En lo que respecta al impacto de las políticas reales, es útil distinguir entre las reformas paliativas de las emancipadoras. Las reformas paliativas, como las políticas de bienestar tradicionales, son valiosas porque proporcionan beneficios materiales directos y mejoran la vida de las personas, lo que constituye un fin normativo en sí mismo. Si una visión política pierde de vista las reformas que mejoran la vida, será abandonada por los pobres y los trabajadores; verían, con razón, que esa visión es insensible a sus necesidades. Aun así, es difícil que los agentes políticos de izquierdas se entusiasmen demasiado con las reformas puramente paliativas. Aunque hacen que la vida de la gente sea menos dolorosa, esas políticas no ayudan, por definición, a movilizar a la gente ni a ampliar su poder. El concepto de reforma emancipadora, por otra parte, se refiere a una política social que puede mejorar una privación concreta, pero lo hace de un modo que nos acerca a una visión moral subyacente. Se trata de políticas que inclinan la balanza del poder y refuerzan la posición de los pobres y los trabajadores cuando se enfrentan contra jefes, cónyuges y otras personas poderosas en sus vidas.

La principal razón por la que la RBU debería formar parte de una visión normativa de izquierdas es porque facilita la salida de las relaciones de explotación y dominación –el poder de salida tiene una significación tanto paliativa como emancipadora, como demostraré. La objeción marxista fundamental a la estructura de los mercados de trabajo capitalistas es que son superficialmente libres, pero sustancialmente no-libres.

Desposeídos de los medios de producción, y por tanto de subsistencia, los trabajadores pueden elegir felizmente entre capitalistas, pero en última instancia se ven obligados a elegir uno. Esto es lo que Marx denominó «doble libertad»: nuestra libertad de ser explotados por el empresario que elijamos va unida a la libertad de permanecer hambrientos si no elegimos a ninguno. Para quienes se oponen a la naturaleza obligatoria del mercado laboral capitalista, la renta básica es atractiva porque garantiza que las personas no sólo tienen el derecho abstracto a la libertad, sino los recursos materiales para hacer de la libertad una realidad vivida. Proporciona a la gente el poder de decir no –a empleadores abusivos, al trabajo desagradable o a la dominación patriarcal en el hogar.

La gente suele hacer uso de ese poder. En el caso del experimento piloto canadiense “Mincome” de finales de los años 70, algunos participantes hicieron uso de hecho de su recién descubierta capacidad para renunciar. En la ciudad de Dauphin (Manitoba), la renta anual garantizada durante tres años provocó un descenso de 11 puntos porcentuales en la tasa de actividad[2]. En los cinco principales experimentos de ingresos anuales garantizados realizados en EE.UU. y Canadá, se observó una amplia gama de reducciones medias de la oferta de mano de obra para hombres y mujeres, desde un mínimo de casi cero en algunos casos hasta un máximo de alrededor del 30%[3]. La renta anual garantizada no es idéntica a la RBU: la primera se elimina gradualmente a partir de un determinado umbral de ingresos, lo que reduce su universalidad y, en cierta medida, su conveniencia. Sin embargo, incluso esta versión afecta a una amplia franja de la población: un nivel de garantía alto y una tasa de eliminación progresiva baja penetrará profundamente en la clase media. Además, hace que la opción de la retirada del trabajo asalariado esté disponible universalmente y permite una buena cantidad de inferencia sobre un modelo totalmente universalista. Como se expone más adelante, también he encontrado pruebas que sugieren que, en el caso de Mincome, los ingresos garantizados redujeron la violencia doméstica. Al proporcionar a las personas una posición de repliegue decente, una política de este tipo afecta a las relaciones de poder subyacentes y cambia las condiciones de fondo en las que tiene lugar la negociación, tanto en el trabajo como en el hogar.

Pero hay un aspecto más relevante sobre las reformas emancipadoras que hay que señalar aquí: como política social, la renta básica puede allanar el camino hacia transformaciones sociales más amplias. En concreto, la RBU puede ayudar a poner en marcha un proceso dinámico que capacite a las personas para luchar por construir una sociedad mejor. Lo consigue de dos maneras: el poder de salida, mencionado anteriormente, y la institucionalización de la solidaridad. El primero permite a los pobres y a los trabajadores una mejor base desde la que negociar, instigando logros más amplios y de mayor alcance; el segundo, al redibujar las fronteras sociales esculpidas por los estados de bienestar categóricos y reducir el atractivo de la «deserción» de la acción colectiva, mejora las probabilidades de que lo hagan colectivamente en lugar de individualmente. En el fondo, la visión de la renta básica es atractiva por su doble función de medida política paliativa y emancipadora.

En esta esperanzadora descripción, la renta básica articula tanto una alternativa económica como una teoría del cambio social. Sin embargo, existe la preocupación de que el cambio social no se produzca cuando a las personas se les dan opciones de salida, sino cuando las circunstancias las encierran en una interacción inevitable, cuando la falta de alternativas deja la colaboración y la lucha como única opción viable. Sin duda, a veces se argumenta que la izquierda no debería permitir a la gente una opción de salida; es decir, si aspiramos a construir poder y movilizar a la gente, deberíamos fomentar la «voz» por encima de la «salida»[4]. Como cuestión empírica, este argumento no puede descartarse.

De hecho, siempre existe la posibilidad de que dar a las personas la libertad y la capacidad de hacer lo que quieran signifique que hagan cosas que preferiríamos que no hicieran. Quizá la renta básica sea emancipadora para los individuos, pero nos fragmente inadvertidamente como colectividades. Después de todo, algunos podrían optar por retirarse por completo del mundo social.

Por el contrario, hay buenas razones para creer que es la posibilidad de salida la que facilita la voz. Si un flujo estable de dinero en efectivo te da el poder de amenazar con dejar un matrimonio o un trabajo –es decir, si tu amenaza de salida tiene credibilidad real – estás en mejor posición para decir lo que piensas. En lo que sigue intento exponer este argumento, si bien defiendo la renta básica como una reforma deseable aunque no supere esta prueba empírica. Dicho de otro modo, la renta básica puede proporcionar recursos para facilitar la acción colectiva, como se analizará más adelante, pero lo hace sin impedir vías de escape más solitarias o individuales. Esta posición debería considerarse perfectamente coherente con una ética socialista: deseamos nutrir la acción colectiva fomentando sus condiciones de posibilidad en un sentido positivo, no a través de la obstrucción activa de la acción colectiva ni dejando la acción colectiva como única vía para la supervivencia de los individuos.

Así, la renta básica refuerza tanto la libertad negativa de las personas frente a la coerción como su libertad positiva para hacer lo que quieran. Hay pocos en la izquierda que estén en desacuerdo con estos principios. ¿Queremos, por ejemplo, impedir que una trabajadora de Walmart deje su trabajo si así lo desea? Si estamos a favor de la autonomía humana básica, la respuesta es no. La respuesta debería ser no, incluso si mi argumento sobre la relación positiva entre renta básica y acción colectiva no resulte convincente, incluso si la acción colectiva sólo se alimenta cuando las personas están encerradas en relaciones conflictivas. Rapunzel podría sobrevivir mejor en su torre, pero eso apenas la convencería de su valor. Hay un sentido real en el que la oposición de la izquierda al principio subyacente de la renta básica implica abogar por un cierto grado de coerción. Esto podría ser filosóficamente defendible, pero no cuadra con el compromiso de disociar la doble libertad de Marx, ni con los profundos compromisos socialistas de ampliar el dominio de la autonomía humana. Volveremos a estas cuestiones filosóficas fundamentales después de hacer balance de una serie de cuestiones normativas y empíricas, y de abordar las principales críticas de la izquierda a la renta básica.

¿Neoliberal en la práctica?

Últimamente han proliferado las objeciones de la izquierda a la entrega incondicional de dinero a la gente, suscitadas qué duda cabe por los partidarios de la renta básica entre la derecha. Algunas de estas objeciones son muy pertinentes y han impulsado el debate en direcciones positivas; otras son menos persuasivas. Con la renta básica en la agenda política de varios países de todo el mundo, es necesario apreciar el contexto más amplio del debate.

La primera objeción, y la más importante, ha sido señalada recientemente por John Clarke, de la Coalición contra la Pobreza de Ontario, entre otros: dada la constelación de fuerzas y los compromisos políticos de muchos de los proponentes, lo más probable es que la renta básica, si se implanta, se haga bajo una apariencia neoliberal, repartiendo pagos exiguos y acompañada de severas medidas de austeridad[5]. De hecho, como toda política social, la renta básica podría aplicarse de forma neoliberal, y en las últimas cuatro décadas no han faltado propuestas regresivas de este tipo en Canadá y Estados Unidos.

Se trata de una preocupación legítima, y es en la aplicación de la política donde se resolverá, de un modo u otro, el problema de los extraños compañeros de viaje. La lista de partidarios de la derecha, desde Milton Friedman a Charles Murray, resulta a menudo inequívoca en su deseo de utilizar la renta básica como un cuchillo para destripar las costosas entrañas del Estado del bienestar. En diferentes grados, el reciente apoyo dentro de los círculos de la élite tecnochauvinista, desde Peter Thiel a Mark Zuckerberg, podría entenderse de forma similar. ¿Cómo podrían los marxistas formar una alianza apolítica con el niño mimado de Silicon Valley? Tal vez algunas élites vean la renta básica como un medio pragmático para evitar la radicalización de una población que ha visto pocas mejoras en su nivel de vida en los últimos años, pero otros ven un caballo de Troya diseñado para asaltar las ciudadelas de la Seguridad Social, la sanidad y la educación públicas.

Si la renta básica es poco más que una política neoliberal disfrazada, no hay duda: hay que oponerse a ella. Pero, ¿por qué no trabajar por una mejor versión de la renta básica? Hay visiones muy diferentes de lo que sería una renta básica, y una pequeña renta básica aplicada de forma libertaria para sustituir al Estado del bienestar no sólo es diferente de una versión generosa integrada en el actual Estado del bienestar, sino que está activamente arraigada en la visión filosófica opuesta. Mientras que la primera está diseñada para reducir la presión fiscal sobre los ricos y evitar políticas sociales supuestamente paternalistas, la segunda está diseñada para negar la coercitividad del mercado laboral capitalista y potenciar las fuerzas populares. Los cambios cuantitativos en la generosidad inducen cambios cualitativos en los resultados. Hay variedades cualitativamente diferentes de renta básica, y es perfectamente posible que en el contexto político contemporáneo se haga realidad una visión indeseable. Pero ninguna visión política, hay que decirlo, puede escapar a la incertidumbre inherente al paso de la teoría a la práctica.

Una comparación instructiva en este sentido es la reivindicación del trabajo garantizado. Si se aplicara una garantía de empleo en el contexto contemporáneo, es fácil imaginar una versión que esté lejos de ser liberadora, en la que los trabajos fueran agotadores y los descansos escasos. El politólogo Adam Przeworski se opuso a esta visión desagradable pero plausible de la garantía del empleo: «Hacer que la gente trabaje innecesariamente, sólo para que se les pueda pagar algo sin que otros se quejen y para que no se queden sin hacer nada, es sustituir una privación por otra»[6]. Esto no quiere decir que una visión progresista de la garantía del empleo sea inimaginable; al contrario, un plan viable de este tipo tiene un gran potencial y, si se aplicara con éxito, supondría una gran mejora de la actual configuración de las políticas sociales. Pero las fuerzas que podrían sabotear una renta básica operarían de forma similar en el caso de una garantía de empleo[7]. Existe, además, un ejemplo histórico bien conocido de una fea aplicación de la garantía de empleo; se llamaba “workhouse” o asilos para pobres. Durante siglos, el antiguo workhouse inglés vinculó los beneficios de la asistencia pública al trabajo y funcionó según el principio de «menor elegibilidad», una doctrina que garantizaba que las condiciones del workhouse fueran peores que las del exterior para disuadir de su uso. También hay que señalar que este sistema de ayuda a los pobres atrajo a partidarios muy sospechosos. Por ejemplo, Jeremy Bentham abogaba por el workhouse porque era un «molino para moler pícaros honestos y hombres ociosos industriosos»[8].

El problema, por tanto, es general. Como norma, la izquierda se opone a un seguro de desempleo exiguo y abraza un seguro de desempleo generoso. Una mala política sanitaria es mala, y una buena política sanitaria es buena. La estrategia de la izquierda siempre ha consistido en luchar para mejorar esas políticas, y cualquier modelo del mundo que sugiera que un seguro de desempleo decente o una buena atención sanitaria se consiguen mediante la lucha se aplicaría igualmente a la RBU. La crítica de la idea abstracta debería distinguirse de la crítica de su aplicación concreta; este tema de conversación debería ser de sobra conocido para los socialistas, al menos para aquellos lo suficientemente mayores como para recordar las desagradables aplicaciones de sus ideas más queridas. Como ocurre con todas las medidas de política social, la renta básica podría aplicarse de forma espantosa. ¿Debemos, por tanto, rechazar la idea por completo? Como argumento contra el impulso de relajar la naturaleza obligatoria de los mercados laborales capitalistas, esta línea de razonamiento es difícilmente sostenible.

Una crítica relacionada es que la renta básica es una política social tecnocrática e incruenta – muchos partidarios de la RBU imaginan que una vez se apruebe la legislación adecuada, el trabajo está hecho. Imaginan una política que se impone de forma ingeniosa, fuera del contexto de las luchas sociales, como si la política y el poder existieran en mundos separados. Pero aquí la crítica se dirige principalmente a esos defensores, no a la idea en sí. En efecto, si la renta básica se deja en manos de los tecnócratas, obtendremos un conjunto de políticas sociales tibias o incluso regresivas; una versión deseable y radical encontrará muchos opositores, en particular los empresarios, y requerirá una movilización popular masiva. Pero resulta extraño creer que este problema es exclusivo de la renta básica.

¿Neoliberal incluso en teoría?

Aparte de los temores de que los políticos de derechas apliquen su versión preferida de la renta básica, hay una serie de críticas incluso a una renta básica generosa y verdaderamente universal. Este ensayo evalúa una serie de argumentos empíricos relativos al género, el capitalismo y la acción colectiva, pero en esta sección me centraré en dos argumentos normativos a menudo esgrimidos: (1) que deberíamos ampliar la prestación pública de servicios clave antes de considerar el mantenimiento de los ingresos; y (2) que no deberíamos tener una renta básica porque tenemos la obligación de trabajar, contribuir a la comunidad y no vivir del trabajo productivo de los demás.

Para empezar, algunos sostienen que el dinero destinado a una RBU debería gastarse en la desmercantilización de servicios importantes como la vivienda, el cuidado de los niños, el transporte y otros. Esta objeción a la renta básica, formulada por primera vez por la economista Barbara Bergmann, es contundente, pero al final no resulta persuasiva[9].

La cuestión se plantea a veces de la siguiente manera: si tuviéramos un dólar más para gastar, ¿en qué deberíamos gastarlo primero? El argumento de los servicios por encima de los ingresos es quizás más poderoso en forma de hipótesis utilitarista. Utilizar un dólar marginal de ingresos fiscales adicionales para ampliar el transporte público existente o los sistemas sanitarios, o para proporcionar nuevos tipos de servicios públicos, podría mejorar la vida de las personas más que ofrecerles el equivalente en metálico[10].

Tal vez prolongaría más eficazmente la esperanza media de vida o mejoraría el bienestar subjetivo de las personas. Se trata de una pregunta empírica sin respuesta, pero de ser cierta sería difícil de ignorar. Enmarcar la cuestión en términos estrictamente economicistas, sin embargo, plantea una falsa dicotomía entre la desmercantilización de la fuerza de trabajo y la desmercantilización de los servicios, como si ambas no pudieran perseguirse al mismo tiempo. En una sociedad rica y productiva, deberíamos poder permitirnos tanto una renta básica como bienes públicos de calidad. Si las fuerzas populares fueran lo suficientemente poderosas como para avanzar en uno de estos aspectos, también podrían serlo en el otro.

Sin embargo, el cálculo sigue cometiendo dos errores. En primer lugar, ignora el objetivo de la libertad real como objetivo moral no instrumental. Por motivos de libertad –en particular, la libertad positiva de decidir las actividades que queremos realizar y cómo pasar nuestros días- merece la pena defender una estrategia que erosiona directa y enérgicamente la condición de fondo de los trabajadores de depender del mercado. Es decir, es bueno poder dejar el trabajo en Walmart sean cuales sean las consecuencias a largo plazo. En segundo lugar, el argumento de Bergmann ignora el proceso por el cual la reducción de la coerción del mercado laboral y la provisión de un auténtico sistema alternativo posicionan mejor a las personas para alcanzar objetivos más amplios.

Existe, por supuesto, cierto grado de simetría entre la opción de salida que ofrece la renta básica, por un lado, y un amplio conjunto de bienes y servicios proporcionados públicamente, por otro. Sin embargo, creo que la expansión de la libertad y el poder es más débil en el segundo caso. Como subrayan Offe y Wiesenthal en un conocido ensayo, las necesidades y preferencias de los pobres y de la clase trabajadora son profundamente heterogéneas: las necesidades de un joven que vive en un pequeño pueblo rural, las de una madre soltera en el centro de una gran ciudad y las de una pareja mayor de los suburbios son ineludiblemente diversas[11]. Por ello, el dinero, un bien altamente fungible, puede satisfacer mejor las diversas necesidades y preferencias subjetivas que incluso un conjunto bastante amplio de bienes y servicios específicos[12]. Esto significa que la renta básica reduciría más eficazmente los costes de ser despedido y crearía mejor una alternativa al mercado laboral para una amplia franja de la sociedad; al construir más eficazmente una posición de repliegue o un “colchón”, ampliaría mejor la influencia de los trabajadores en el trabajo.

Si tenemos que elegir entre ampliar la prestación pública de servicios y proporcionar una renta básica, y nos decantamos por la primera opción, deberíamos tener claro el significado de esta elección: implica que preferimos un sistema en el que las personas sigan siendo algo más dependientes del mercado laboral para sobrevivir, que preferimos conservar, con toda probabilidad, la doble libertad de Marx. Por el contrario, una renta básica insiste en que es importante desmercantilizar no sólo una serie de bienes y servicios, sino la propia fuerza de trabajo[13]. Una RBU afirma que eliminar la coerción del mercado laboral y abolir lo que el movimiento obrero llamó en su día «esclavitud asalariada» puede ser, en última instancia, más liberador que eliminar del mercado un amplio espectro de mercancías. Afirma que deberíamos tener la libertad positiva de emplear nuestro tiempo como queramos. En lugar de mejorar nuestra capacidad para ir a trabajar, la renta básica proporciona los medios para evitarlo si lo necesitamos.

La objeción de los servicios por encima de los ingresos tiene otra cara. John Clarke sostiene que, incluso en el mejor de los casos, dar dinero a la gente fomentará una sociedad consumista. La fuerza de trabajo puede desmercantilizarse, pero si todo lo demás debe comprarse, acabaremos pasando todo nuestro tiempo como «consumidores en una sociedad injusta»[14].

Merece la pena hacer dos observaciones en respuesta. En primer lugar, un mundo con un mercado abierto para la mayoría de los bienes, pero sin un mercado laboral capitalista obligatorio, podría ser, de hecho, una visión transitoria decente del socialismo de mercado. Las injusticias del capitalismo tienen mucho más que ver con el carácter coercitivo del mercado laboral que con la existencia de mercados de bienes de consumo. De hecho, el argumento anticonsumista identifica erróneamente las fuentes de la injusticia en el capitalismo. El mercado de bienes no es tan malo en sí mismo; el problema es más bien que la gente tenga un poder adquisitivo insuficiente para hacer que la demanda efectiva se corresponda con el deseo y la necesidad reales[15]. Una distribución más igualitaria del poder adquisitivo ayudaría a alinear con la realidad la fantasía neoclásica de que la demanda del mercado es igual a la necesidad[16].

En segundo lugar, parece perfectamente razonable esperar que una renta básica permita llevar una vida mucho menos consumista. Como se ha señalado anteriormente, el experimento de Dauphin generó un descenso no trivial de la participación en la población activa. Para algunas personas, la renta básica también podría significar dejar de trabajar por cuenta ajena, percibir unos ingresos más bajos y, por tanto, tener menos, no más, para gastar. A menudo se espera y se plantea la hipótesis de que las actividades socialmente valiosas se fomentarían si las necesidades básicas de las personas estuvieran garantizadas fuera del mercado laboral. Además, la virtud de la renta básica es su potencial para ampliar las actividades de ocio de la gente. Podemos recurrir a los datos de la parte urbana del experimento Mincome –un ensayo controlado aleatorio realizado en Winnipeg junto con la parte Dauphin del experimento- para analizar esta misma cuestión. Mincome indagó en las actividades cotidianas de los perceptores de renta básica en el conjunto de la población activa; en relación con los controles, la intervención dio lugar a un aumento de una serie de actividades socialmente valiosas, como el trabajo de cuidados y la educación. La intervención también provocó un aumento del porcentaje de hombres y mujeres que declararon que no trabajaban simplemente porque «no querían trabajar». En una sociedad libre, esta decisión debería estar disponible tanto para los pobres como para los ricos.

Aunque es posible que algunas personas dediquen más tiempo a ir de compras –por no hablar de hacer teatro experimental y patinar, la más infravalorada de todas las críticas a la renta básica-, también podrían dedicar el tiempo libre a los demás, dedicarse a proyectos sociales y políticos, a tareas asistenciales o a otras muchas actividades no relacionadas con el consumo.

Antes de seguir adelante, merece la pena señalar una segunda crítica normativa a la renta básica, que se extiende desde Rosa Luxemburgo hasta Jon Elster, y que está anclada en buena parte de la teoría política liberal y de izquierdas: que no tenemos derecho a vivir de los ingresos de otra persona[17]. Más bien, según este argumento, tenemos la obligación moral de contribuir a la comunidad y, por tanto, de trabajar. En parte, esto es lo que llevó a Tony Atkinson a proponer una «renta de participación» en lugar de la renta básica: la renta de participación proporcionaría un flujo de ingresos condicionado a la participación en alguna actividad socialmente valiosa, ya sea dentro o fuera del mercado laboral formal[18].

Aquí veo dos cuestiones que merece la pena contemplar. En primer lugar, desde el punto de vista de la libertad socialista, hay muchas razones para creer que, en lugar de igualar los niveles de trabajo y los ingresos, deberíamos ofrecer a la gente la posibilidad de elegir entre mayores ingresos y más ocio. Esto es coherente con lo que G. A. Cohen ha denominado la «igualdad socialista de oportunidades»[19]. En un mundo así, las desigualdades en los ingresos y el ocio no reflejan más que diferencias en los gustos personales por los ingresos y el trabajo, es decir, diferencias coherentes con la justicia socialista. Para Cohen, una sociedad en la que cada persona tiene aproximadamente los mismos paquetes de trabajo/salario es inferior a otra que permite elegir entre distintos paquetes de ingresos y ocio. La renta básica permite, en cierto modo, que los individuos puedan elegir entre un paquete de renta básica/ocio máximo o un paquete de renta alta/ocio mínimo. Volveré sobre esta cuestión del socialismo y la libertad en la conclusión.

En segundo lugar, el argumento normativo de que las personas no tienen derecho a vivir de los ingresos de otros –y por implicación que solo los que trabajan deben comer, que sólo los que realizan un trabajo productivo deben ser compensados- es inaceptablemente libertario en su teoría subyacente de la remuneración. La teoría ignora “el carácter no atribuible” de los productos a los insumos de producción: la producción es una actividad profundamente interdependiente y, particularmente en un mundo de rendimientos a escala no constantes, el proceso abstracto de vincular el esfuerzo productivo de una persona a su compensación final es siempre un ejercicio ambiguo. Esto significa que el propio concepto de ingresos adecuados de un individuo está mal definido. Pero lo que es aún más importante, el principio que sugiere que no debemos vivir del esfuerzo laboral de los demás concede demasiada importancia al trabajo productivo actual –es decir, al trabajo de los trabajadores vivos y no a toda la historia del trabajo- como fuerza motriz de la producción actual. Como ha argumentado Herbert Simon, los altos niveles de productividad individual en las sociedades ricas son, en su mayor parte, consecuencia de la suerte o azar de haber nacido en una sociedad rica[20]. Los altos ingresos y la alta productividad se atribuyen menos al esfuerzo laboral actual y más al esfuerzo laboral pasado, y todos los miembros de la sociedad deberían beneficiarse del trabajo de las generaciones anteriores y de la riqueza y el desarrollo generales de la sociedad. Para la generación actual, esto significa que, sin contribución propia, hemos sido dotados de tecnologías, infraestructuras, lengua y cultura altamente desarrolladas, lo que confiere a los ingresos actuales, en gran parte, un carácter moralmente arbitrario. Esta es, por tanto, una poderosa razón para redistribuir una buena cantidad de la misma entre las personas, trabajen o no.

Renta básica y capitalismo

Otro conjunto de críticas de la izquierda se refiere a las consecuencias imprevistas de la renta básica en el mercado laboral, el comportamiento de los empresarios y el capitalismo en general. Estos argumentos suelen enmarcarse en términos de los límites aparentes del capitalismo y las fuerzas económicas subterráneas que comprometen la transformación social progresiva. Por regla general, los argumentos del tipo «una renta básica decente es imposible en el capitalismo» deberían tratarse con la misma suspicacia que las afirmaciones sobre la incompatibilidad fundamental del capitalismo con un Estado del Bienestar decente. La historia ha demostrado que el capitalismo es un sistema muy flexible; lo que una vez se dijo que era imposible bajo el capitalismo, más tarde se dice que es una característica esencial de su legitimación. En tales argumentos es pro forma aludir a algún profundo e inamovible callejón sin salida económico (más que político), pero la idea de que una renta básica decente es imposible bajo el capitalismo se reduce a la afirmación de que la reforma real del capitalismo es imposible.

Sin embargo, una restricción de viabilidad muy real tiene que ver con la participación en el mercado laboral: si la renta básica saca a la mayor parte de la población activa del mercado laboral, la fuente última de ingresos del sistema se agotará. Sin embargo, como ya se ha señalado, las pruebas experimentales sugieren que los pagos de la renta básica que rondan la mitad de la renta familiar media inducen cierta retirada del mercado laboral, pero no niveles catastróficos. En mi opinión, este resultado es más o menos deseable: si no hubiera una reducción del trabajo no tendría cabida ni una expansión de la libertad ni la disminución del trabajo duro, pero una reducción extrema del trabajo a corto plazo correrría el riesgo de deshacer el programa. Contrariamente a lo que suele pensarse, la renta básica no debe entenderse en sí misma como una utopía postrabajo: de hecho, si casi todo el mundo dejara de trabajar, no habría ingresos para financiar el programa. La apuesta es que, aunque el trabajo sería una elección más que una necesidad económica, la gente seguiría encontrando el trabajo atractivo en su mayor parte, aunque menos; los trabajos mal remunerados pujarían al alza (lo que es en sí mismo un proceso que hace que el trabajo sea más atractivo, compensando parcialmente las salidas en otros lugares), y los lugares de trabajo caracterizados por las peores formas de dominación serían menos sostenibles.

Otra predicción de David Purdy es que los trabajadores que redujeran sus horas de trabajo o abandonasen el mercado laboral facilitarían la búsqueda de empleo a los trabajadores subempleados o desempleados[21]. Si se da el caso de que los empresarios necesitan reemplazar a los trabajadores que abandonan el mercado laboral –y hay que subrayar que no existen pruebas a favor o en contra de esta hipótesis debido a las limitaciones de los datos- este mecanismo particular predice no tanto un aumento o una disminución, sino más bien una redistribución del trabajo disponible. Hay razones, por tanto, para esperar aumentos de la participación en el mercado laboral en algunos casos, aunque el régimen genere descensos netos.

No obstante, a pesar de las pruebas en contra, puede darse el caso de que la renta básica sí expulse a la mayoría de los trabajadores del mercado laboral. O tal vez estos efectos perversos acabarían materializándose con una renta básica masiva. Si fuera así, el argumento de la no-sostenibilidad tendría fuerza, y significaría que hay algún nivel de renta básica por encima del cual la gente abandona en masa. Mi propia estimación es que, si existe tal nivel, es considerablemente más alto que las cifras planteadas anteriormente: ninguna de las pruebas de una amplia gama de niveles de prestaciones en los diversos experimentos se acerca a inducir un colapso en el mercado laboral. Debido a los beneficios de los ingresos añadidos, a la satisfacción inherente al trabajo y a su atractivo potencial creciente debido a las cambiantes relaciones de poder, me parece que una renta básica cada vez más generosa se enfrentará a otros problemas de sostenibilidad mucho antes de que algún éxodo masivo de mano de obra doblegue la economía.

Esto nos lleva a una segunda limitación de viabilidad: una renta básica decente podría ser imposible en el capitalismo debido a la fuga de capitales. En esta historia, los impuestos altos o los salarios altos llevarán a los capitalistas a desinvertir, socavando así los ingresos necesarios para financiar una renta básica cara. ¿Hasta qué punto son estrechos los límites de un Estado del Bienestar progresista en el contexto del capitalismo? ¿Provocaría la renta básica niveles debilitantes de fuga de capitales, agotando así la base fiscal necesaria para financiar el sistema?[22] Aunque es innegable que la RBU es cara, esta crítica es exagerada. Una forma de plantearse el problema es la siguiente: al más alto nivel de abstracción está claro que un país como Estados Unidos está lejos del umbral en el que los ingresos fiscales como porcentaje del PIB alcanzan su límite teórico dentro de una economía más o menos capitalista. Si el límite inferior de este límite superior teórico es el nivel danés de alrededor del 51%, Estados Unidos, con alrededor del 26%, puede permitirse duplicar su gasto. En términos de viabilidad abstracta, hay mucho margen para aumentar la parte de los recursos que dedicamos a fines públicos antes de que la teoría marxista del Estado empiece a insistir en un límite duro para la formulación de políticas de izquierda dentro de una economía más o menos capitalista[23]. Este contraargumento oscurece muchos detalles importantes –por ejemplo, los tipos de instrumentos fiscales utilizados pueden influir significativamente en la probabilidad de fuga de capitales- pero vale la pena recordar que la amenaza de fuga de capitales es a menudo sólo eso: una amenaza[24]. Si se les impone por la fuerza un mayor gasto social, hay buenas razones para creer que la mayoría de los capitalistas lo aceptarían, aunque a disgusto, en lugar de abandonar sus empresas.

Incluso si hay buenas razones para creer que la amenaza de una fuga de capitales paralizante es en sí misma lejana, todavía puede ser finalmente fatal en algún umbral. En este punto, sin embargo, es probable que las condiciones sociales y políticas también empiecen a cambiar. De hecho, a medida que crezca la renta básica –debido al aumento de las expectativas, a la creciente popularidad del programa y a una población cada vez más empoderada- habrá una mayor necesidad de encontrar nueva financiación gravando directamente el capital a través de una serie de mecanismos. Tal vez al principio se eviten los sistemas de financiación que gravan fuertemente el capital debido a la sensibilidad de la inversión, pero con el tiempo se convierte en una fuente de ingresos inevitable, lo que agrava la amenaza de fuga de capitales. Una solución que puede llegar a ser viable para los dirigentes políticos es –a trompicones y en sectores específicos- un programa de socialización de diversos medios de producción. El peligro inicial que supone la fuga de capitales puede convertirse así en una oportunidad. Esto ayudaría a resolver el problema económico subyacente de reducir la necesidad de beneficios del capital privado, al tiempo que serviría como nueva fuente de financiación. Por ejemplo, el modelo de socialismo de cupones de John Roemer es esencialmente un dividendo similar a la renta básica financiado por la propiedad universal de todos los activos de capital[25]. Esta historia es, por supuesto, altamente especulativa, pero como esbozo de la transición al socialismo parece una forma tan plausible como cualquier otra de superar el problema de la fuga de capitales. Es “la vía de la renta básica al socialismo”.

Para concluir esta sección, vale la pena señalar una última crítica económica más aguda de la renta básica, a saber, que la política no es más que un subsidio patronal. Una versión del argumento es la siguiente: hay un salario de subsistencia en el mundo que está determinado históricamente, pero más o menos fijo, y si se puede hacer que el Estado cubra parte de ese salario, los empresarios pagarán alegremente menos[26]. Aparte de descansar en un argumento insosteniblemente funcionalista sobre la fijación de salarios, la lógica interna está ausente. Los descensos salariales no se producen por arte de magia, sino que hay que imponerlos. Pero cuando los trabajadores tienen una opción de salida, una moneda de cambio, es probable que los salarios suban en lugar de bajar[27]. De hecho, en el caso de Mincome, podemos observar este mismo efecto: en relación con las empresas de las ciudades de control, la renta básica obligó a las empresas de Dauphin a subir las ofertas salariales para atraer mejor a los trabajadores que ahora tenían una alternativa decente[28].

El argumento va más allá. Incluso una renta básica pequeña pero incondicional no sería una subvención a los empresarios. Para aclararlo, tomemos un caso aparentemente similar: el Earned Income Tax Credit de EE.UU. es un subsidio al empleador, pero no debido a algún mecanismo funcionalista sobre los salarios de subsistencia; es un subsidio al empleador porque es una transferencia de ingresos que está condicionada al trabajo y, por lo tanto, aumenta la oferta de mano de obra, lo que tira de los salarios a la baja[29]. Por el contrario, una pequeña renta básica incondicional aumentaría, en cierta medida, el salario de reserva de la mano de obra, al igual que los cupones de alimentos aumentan, en cierta medida, el salario de reserva de la mano de obra y reducen las horas de trabajo, ya que permiten a la gente ser un poco más exigente[30]. Siempre que una política de renta básica no esté condicionada al trabajo, incluso una versión modesta añadida al actual Estado del Bienestar haría marginalmente más fácil decir “no” a los jefes porque ofrece una alternativa mínima.

Es importante poner fin a la postura de la subvención a los empresarios –un caso verdaderamente clásico de la tesis de la perversidad de Albert O. Hirschman- porque, en primer lugar, no hay pruebas que la respalden y, en segundo lugar, excluye la estrategia, por lo demás razonable, que considera una pequeña renta básica como una estación de paso hacia una más generosa.

Renta básica, acción colectiva y solidaridad

Si el argumento anterior sobre el crecimiento salarial es correcto, unido al apoyo público, una renta básica insuficiente pero incondicional presenta una vía viable hacia una más generosa. Si bien expongo este argumento más adelante, primero merece la pena exponer un argumento contra el impacto potencial de la renta básica en la solidaridad: la RBU no solo aumentará drásticamente la presión fiscal sobre algunos y redistribuirá una buena cantidad a otros, sino que lo hará de una manera que es inmediatamente reconocible socialmente como una transferencia; a diferencia de, por ejemplo, la asistencia sanitaria y la vivienda, la transferencia de dinero real de una parte a otra es llamativa. Como consecuencia, es fácil imaginar que un grupo vulnerable sea acusado públicamente de pereza y dependencia. ¿Es posible que los contribuyentes netos al programa se diferencien fuertemente de los receptores netos e incluso les guarden rencor?

En respuesta, es útil distinguir entre los distintos tipos de programas de transferencia de ingresos. Por ejemplo, a diferencia de un impuesto negativo sobre la renta, en el que algunas personas –las que están por debajo de un umbral determinado- cobran y otras no, la renta básica universal convierte a todos en perceptores. El cálculo del impacto neto de una RBU es mucho menos obvio que en el caso de un impuesto negativo sobre la renta, en el que o se reciben físicamente los pagos o no se reciben. El cálculo de la RBU requiere comparar la cantidad que recibes con la parte de tu contribución fiscal asignada al programa. Los ganadores y perdedores después de impuestos y transferencias son mucho menos visibles, incluso si los dos sistemas consiguen la misma distribución de la renta después de impuestos y transferencias. También cabe mencionar que las ayudas familiares –en Canadá, Francia y el Reino Unido- son (o eran) programas de transferencias monetarias casi universales y se encuentran entre las políticas sociales más populares de esos países. De hecho, hay muchas transferencias de efectivo que son sólidas y populares. Las que lo son, como analizo más adelante, tienden a evitar las distinciones entre los pobres «merecedores» y los «no merecedores» y, por lo tanto, escapan al ciclo de estigmatización y culpabilización de las víctimas al que son vulnerables tantos programas de asistencia social[31].

Por el contrario, las políticas asistenciales tradicionales adolecen de límites inherentes a la movilización política: solo afectan a un grupo pequeño, pobre y marginado, y encabezan sistemáticamente la lista de las políticas sociales más impopulares. Dado que las políticas sociales dirigidas a los más pobres afectan a tan pocas personas, organizar el aumento de las prestaciones es siempre una batalla cuesta arriba y requiere apoyarse desproporcionadamente en argumentos morales, más que materiales. Por la misma razón, estas políticas son especialmente vulnerables a la austeridad. Sin embargo, incluso una renta básica débil podría afectar a un amplio abanico de personas y contribuir a crear un grupo de apoyo sólido para su crecimiento y expansión continuos. A medida que se incorpora más gente a un programa, ocurren dos cosas. En primer lugar, mejora la calidad; y, en segundo lugar, se convierte en una “tercera vía política”. Los programas cuyos beneficios se extienden a diversos estratos sociales tienden a ser muy populares y pueden empezar a considerarse un derecho cívico, de modo que los beneficios se vuelvan irreversibles.

De hecho, este efecto de popularidad se desprende claramente de los comentarios cualitativos de los participantes en Mincome en Dauphin. Mincome contribuyó a difuminar las líneas habituales de demarcación entre los pobres merecedores y los no merecedores. Para muchos, la asistencia social se veía en términos moralistas; era señal de un carácter moral empañado y sistemáticamente demasiado humillante para que la mayoría considerara la posibilidad de afiliarse. Mincome, sin embargo, se consideraba un programa neutral y pragmático, y su amplia disponibilidad significaba que no se interpretaba como un sistema para “otras” personas. La gente adoptaba actitudes informales y positivas hacia Mincome y participaba porque simplemente “necesitaba dinero”, mientras que la gran mayoría despreciaba la asistencia social porque, entre otras cosas, era para “necesitados y vagos”. A menudo distinguían su propia recepción de Mincome –que se basaba simplemente en la necesidad de dinero en efectivo en una economía con precarias oportunidades de empleo- de las circunstancias de la recepción de asistencia social, que se debían a los fallos morales de los receptores. Incluso los beneficiarios de Mincome con una fuerte ética de autosuficiencia o actitudes negativas hacia la asistencia gubernamental se sentían capaces de cobrar los pagos de Mincome sin un sentimiento de contradicción[32].

Existe, por tanto, un argumento de peso para afirmar que el universalismo de la RBU facilitaría una solidaridad que, de otro modo, se vería obstaculizada en un Estado del Bienestar altamente fragmentado y categórico, marcado por profundas tensiones entre los trabajadores con salarios bajos, los desempleados y los beneficiarios de la asistencia social. Las experiencias vitales similares son fundamentales para facilitar la comunicación y la solidaridad (para Marx, era la similitud de la vida dentro de los muros de la fábrica lo que galvanizaba la solidaridad). Como mínimo, incluso si la RBU no fomenta activamente la solidaridad, romper la naturaleza categórica de las prestaciones sociales puede reducir las barreras a las alianzas entre grupos de pobres y trabajadores que, de otro modo, estarían separados.

Sin embargo, hay otros aspectos a tener en cuenta a la hora de reflexionar sobre el impacto de la renta básica en la acción colectiva y la solidaridad. De hecho, puede darse el caso de que el impacto general de la renta básica en la solidaridad sea algo indeterminado, con ciertas fuerzas que la facilitan y otras que van en contra de ella. Aunque hemos visto que es probable que el impacto sobre los salarios sea favorable, ¿qué podemos decir sobre la forma en que se consiguen esas ganancias salariales? Dicho de otro modo, si los aumentos salariales pueden conseguirse a través de estrategias individuales o colectivas, ¿qué papel podría desempeñar la RBU a este respecto? La cuestión básica de una opción de salida podría significar que los individuos utilicen sus nuevos poderes para negociar por su cuenta, no colectivamente. Además, podría permitirles salirse por completo. Después de todo, la renta básica aumenta el poder de negociación de los trabajadores con sus jefes, pero también aumenta su poder con respecto a sus sindicatos. Ofrecer a las personas alternativas a la dependencia económica de los empresarios también significa alternativas a la dependencia económica de las soluciones colectivas[33].

La visión optimista propone que la renta básica facilitaría en su mayor parte la acción colectiva. A veces se sugiere que una RBU podría funcionar como una “caja de resistencia inagotable”; de hecho, la Asociación Nacional de Fabricantes (NAM, por sus siglas en inglés) fue la primera en reconocerlo en su testimonio ante el Congreso sobre el Plan de Asistencia Familiar de Nixon, una renta garantizada que estuvo a punto de aprobarse en el Congreso en 1970. El grupo empresarial estaba dispuesto a apoyar el plan siempre que fuera una variante significativamente suavizada de la propuesta original, bastante radical y sin condiciones de trabajo. En las audiencias del Congreso, el NAM insistió en que solo apoyaría el programa “si el subsidio básico es un mínimo realista, y si el hecho de no tener en cuenta los ingresos proporciona un verdadero incentivo para trabajar y progresar, y si el requisito de trabajo es fuerte”. Por último, expresaron su preocupación por el vínculo entre la renta garantizada y la agitación laboral: “sugerimos que cualquier persona directamente implicada en un conflicto laboral no pueda optar a las prestaciones del plan de asistencia familiar”[34]. Esta preocupación por su parte parece perfectamente razonable.

En esta visión, una RBU contribuye a la acción colectiva porque proporciona los recursos positivos para facilitarla. Además, la política reduciría la tentación de «desertar» de la acción colectiva. Los trabajadores desesperados, individuos con pocas alternativas, estarían menos inclinados a “ser esquiroles” si tuvieran otra opción decente de supervivencia. Sin embargo, aunque la renta básica proporciona el sustento positivo para la acción colectiva, debilita las motivaciones negativas que la estimulan. Gran parte de la acción colectiva se produce porque los trabajadores no tienen otra alternativa que luchar conjuntamente con otros. La renta básica elimina la condición externa de inanición, la condición que fuerza la acción colectiva en la gente como único camino viable para avanzar. Por lo tanto, aunque socava el factor de empuje, refuerza el factor de atracción al proporcionar el apoyo material que hace que la acción colectiva tenga más probabilidades de producirse y triunfar.

Por supuesto, es perfectamente razonable imaginar que la renta básica podría empoderar a las personas como actores individuales y colectivos, facilitando las luchas tanto solitarias como colectivas contra los actores sociales poderosos. Desde la perspectiva de la libertad socialista, este enfoque de la acción colectiva me parece deseable. Por otra parte, los datos de las encuestas sobre las razones por las que la gente no estaba en la fuerza de trabajo durante el experimento Mincome revelan algunas pruebas que sugieren que la gente actuó individualmente y otras que sugieren una acción colectiva. Antes he señalado que los datos de las encuestas mostraban que se citaban el trabajo asistencial y la educación, pero la razón más fuerte para no trabajar estaba relacionada con la insatisfacción con el trabajo o las condiciones laborales. En los datos se pueden ver respuestas relacionadas tanto con las luchas en el lugar de trabajo como con la exclusión voluntaria; otra respuesta común, como ya se ha indicado, era simplemente que «no quería trabajar».

Pero, ¿y si, en contra de mis argumentos, el mantenimiento universalista de la renta acaba por obstaculizar la solidaridad? Si la renta básica potencia algunas de las razones positivas para la acción colectiva y socava algunas de las razones negativas, el efecto neto podría seguir siendo negativo. Puede resultar que la única manera de alimentar la solidaridad sea dejar a los trabajadores sin opción de salida, y sin alternativa a la acción colectiva. Quizá las personas libres (o más libres) no elijan estrategias solidarias y prefieran ir por libre. ¿Deberíamos decidir entonces que es preferible mantener una restricción externa de inanición para garantizar mejor la solidaridad del grupo? Incluso en este caso límite, sería extraño que la izquierda defendiera la dependencia económica de la clase capitalista. Ciertamente, la tradición de la libertad en el socialismo encontraría pocos argumentos para justificar un caso instrumental contra la autonomía actual en previsión de una mayor autonomía en un futuro lejano. La intuición que sugiere que los trabajadores no deberían tener una renta básica porque podrían comportarse de un modo que no nos gusta es la misma intuición que recomienda que el Jardín del Edén debería ser destruido si algún día fuera descubierto en la Tierra. Un lugar como el Edén, donde nuestras necesidades de subsistencia pueden satisfacerse arrancando fruta de los árboles, donde podemos llegar a fin de mes por nuestros propios medios, podría corromper nuestros impulsos de respeto al prójimo. Pero ese sería un mal argumento contra el Edén. La cuestión se concibe mejor como una apuesta socialista: esperamos y conjeturamos que las personas libres preferirían la acción cooperativa y colectiva, pero si no lo hacen, entonces no lo hacen. Este triste contrafactual es una razón insuficiente para limitar su libertad.

Renta básica y género

Entre las cuestiones abiertas relativas a las consecuencias empíricas de la renta básica, la cuestión del género se considera a veces la más ambigua. Antes de interrogar a la evidencia empírica sobre esta cuestión, merece la pena recordar la campaña marxista-feminista de los años setenta a favor de «salarios por el trabajo doméstico», un movimiento social (y una demanda) con mucha afinidad con la renta básica, como demuestra Kathi Weeks[35]. Los salarios por el trabajo doméstico eran en parte una demanda real de remuneración por una actividad económica valiosa, y en parte un intento de reconocer socialmente el trabajo de cuidados no remunerado realizado de forma desproporcionada por las mujeres. Pretendía hacer visible un trabajo que, de otro modo, sería invisible. La demanda en sí era sencilla: Las mujeres realizan un trabajo doméstico valioso y productivo, pero no remunerado, y deben ser remuneradas por ello[36]. Existe una «fábrica social» que es en gran medida invisible, pero que facilita la existencia misma de la fábrica industrial en la medida en que la primera produce parcialmente (o «reproduce») los insumos humanos para la segunda.

Sin embargo, incluso los principales defensores del movimiento dudaban a la hora de comprometerse con la exigencia normativa como política social concreta. Ellen Malos señaló que «no está claro si los defensores de los salarios para el trabajo doméstico quieren realmente lo que piden»[37]. Como reivindicación normativa seria, no fue un éxito. Pocas feministas podrían estar de acuerdo con un plan que es peligrosamente esencialista y, en el fondo, una política social categórica sólo disponible para las mujeres, o para las mujeres que realizan tareas domésticas. Tal y como estaba concebido, reforzaría una división del trabajo muy desigual entre hombres y mujeres; de hecho, las tareas domésticas masculinas se consideraban a veces trabajo de esquiroles en el entorno de la época. Además, la perspectiva considera que la asignación de las tareas domésticas a las mujeres es más o menos apropiada. La reivindicación de un salario por las tareas domésticas puede hacer visible el trabajo doméstico realizado por las mujeres y reconocerlo como socialmente valioso, pero también lo naturaliza y refuerza una división del trabajo basada en el género. Por estas razones, el movimiento en defensa del salario por el trabajo doméstico, tomado como un intento genuino de reorganizar la vida social y concebir un sistema justo de remuneración, resultaba indefendible.

En su visión general del debate, Weeks traza una línea recta desde los salarios para el trabajo doméstico hasta la renta básica, argumentando que esta última alcanza mejor los objetivos subyacentes de la primera. Weeks escribe que los partidarios del salario por trabajo doméstico buscaban una «medida de independencia»: un cierto nivel de autonomía –y el poder que se deriva de ella- era el objetivo subyacente, y el salario por trabajo doméstico era el medio para lograrlo. El problema era que se trataba de una política social categórica que realizaba mal su propia visión normativa central. Para Weeks, «precisamente porque no se dirige a sus posibles destinatarios como miembros generizados de las familias, la demanda por una renta básica es posiblemente más capaz de servir como perspectiva y provocación feminista»[38]. A diferencia de los salarios por las tareas domésticas, la renta básica viene sin las ataduras del trabajo doméstico real: por esa razón socava mejor la dependencia económica y realiza mejor los objetivos gemelos de autonomía y poder.

Desde un punto de vista marxista, una de las condiciones centrales que socavan la autonomía y facilitan la explotación en el mercado laboral es la doble libertad de la que se ha hablado anteriormente. Existe aquí un claro paralelismo con las condiciones históricas que subyacen a la subordinación de las mujeres a sus maridos. En un matrimonio tradicional, sin acceso a medios de subsistencia externos, las mujeres siguen dependiendo económicamente de los hombres. Como consecuencia, su poder tanto dentro como fuera del contexto del matrimonio, se ve limitado.

Si la doble libertad es un hecho estilizado del capitalismo, desde la óptica marxista-feminista, ¿qué ocurre entonces cuando una política social rompe la segunda mitad –la libertad de morirse de hambre- de esa máxima? La hipótesis marxista es que se transformarán las relaciones de poder entre trabajadores y empresarios. La problemática marxista-feminista correspondiente se centra en las formas en que la política social debilita o afianza la dependencia de las mujeres de sus maridos. La renta básica opera como una opción externa que puede modificar la dinámica interna de los matrimonios. Si tienes una opción de salida viable, tu poder dentro del matrimonio puede mejorar. Si no tiene opciones externas, es más probable que sigas siendo una pareja subordinada.

Estas cuestiones se debatieron en el contexto de los experimentos estadounidenses de renta garantizada. Los debates se desarrollaron en las páginas del American Journal of Sociology y se enmarcaron en un contexto muy limitado: ¿minaría la renta garantizada la «estabilidad matrimonial»? –pero las implicaciones para el poder y la autonomía de las mujeres acechaban en el trasfondo. Algunas pruebas parecían demostrar que las mujeres dejarían a sus maridos porque podrían arreglárselas sin ellos (lo que se denominó el «efecto independencia») y otras parecían demostrar que los ingresos adicionales mejorarían la estabilidad matrimonial (el «efecto renta»)[39]. El debate generó una inmensa controversia por motivos empíricos y metodológicos, pero un punto débil de igual importancia fue que las cuestiones centrales no estaban suficientemente teorizadas. En ningún momento los investigadores trataron de investigar las formas en que una opción externa repercutiría en las relaciones de poderinternas de los matrimonios.

Rara vez se reconocía que, si algunos matrimonios se disolvían, tal vez fueran matrimonios malos o abusivos, formados y sostenidos en el contexto de alternativas limitadas. Del mismo modo, si algunos matrimonios se estabilizaron –como otros constataron-, tal vez se debiera a que los ingresos garantizados aliviaron las tensiones económicas subyacentes. Sin embargo, hay otras hipótesis que no se tuvieron en cuenta. Más que hacer más probable la salida, la renta básica puede influir en el equilibrio de poder y en la toma de decisiones dentro de las relaciones al hacer creíble la amenaza de la salida. También podría significar que las relaciones propensas a grandes desigualdades de poder tuvieran menos probabilidades de formarse y solidificarse. Además, se puede plantear la hipótesis de que estos cambios en el poder posicional de las mujeres, su mayor capacidad para hacer realidad sus demandas, tienen efectos más amplios, incluida la posible reducción del riesgo de violencia. Este punto de vista desplaza la atención de la disolución del matrimonio a los cambios en las relaciones de poder en su interior, de la salida real a la amenaza de salida, y plantea otra hipótesis empírica: la renta básica podría aumentar el poder de negociación de las esposas frente a los maridos y reducir así el riesgo de violencia al hacer creíble la amenaza de salida. En el caso de Dauphin, encuentro algunas pruebas preliminares de una disminución de la violencia doméstica, y varios mecanismos –salidas reales del matrimonio de tal manera que la exposición a la violencia potencial disminuye, el cambio de las relaciones de poder debido a la disponibilidad de la amenaza de salida, y un menor riesgo de violencia debido a la reducción del estrés financiero- pueden haber desempeñado un papel.

Sin embargo, si el impacto sobre el poder y la autonomía es positivo en términos netos, ¿qué debemos pensar de las implicaciones potencialmente negativas para las mujeres? A menudo se argumenta que una renta básica universal reduciría desproporcionadamente la participación femenina en el mercado laboral y afianzaría una división del trabajo basada en el género. Esto podría tener implicaciones en la reducción del poder de las mujeres en las relaciones. De hecho, los datos experimentales de la década de 1970 muestran que las mujeres redujeron su oferta de trabajo mucho más que los hombres. ¿Tendría el mismo efecto desproporcionado un RBU aplicada en la actualidad?

Aunque todavía puede darse el caso de que las mujeres reduzcan su trabajo más que los hombres, es muy poco probable que el efecto sea tan desproporcionado como en los años setenta. Con una diferencia salarial entre hombres y mujeres mucho menor, muchas mujeres de hoy en día considerarán que los costes de oportunidad de la retirada del trabajo son demasiado elevados y, por tanto, decidirán, como la mayoría de los hombres, seguir trabajando. Aun así, sigue siendo posible que las mujeres vean un impacto algo mayor que los hombres en este frente, generando algunos resultados empíricos negativos, incluido el afianzamiento de una división del trabajo en función del género. Una respuesta sería afirmar que, si bien esto podría ser cierto, en conjunto –y especialmente teniendo en cuenta las pruebas sobre el poder, la autonomía y la violencia- una RBU tendría consecuencias netas igualitarias de género. Una segunda respuesta sería admitir que algunos resultados podrían ser negativos y que, como cualquier medida de política social con efectos negativos no deseados, debería contrarrestarse con otras políticas complementarias que refuercen una división del trabajo más igualitaria entre hombres y mujeres. Una tercera respuesta enfatizaría los límites de la vieja estrategia de sustituir la dominación de los maridos por la dominación de los jefes. Tal sustitución puede haber tenido alguna vez atractivo en determinadas circunstancias, pero es preferible debilitar la dependencia económica como tal. Sea cual sea la posición de cada uno sobre esta cuestión, lo que hay que preguntarse es si estas ambigüedades empíricas y teóricas deberían llevarnos a renegar de la libertad de renunciar. Una vez más: ¿queremos impedir que una trabajadora de una cadena de supermercados renuncie a su trabajo si así lo desea?

Renta básica y el proyecto socialista

Con las variantes derechistas de la renta básica sobre la mesa, es natural ver un aluvión de críticas por parte de la izquierda. No obstante, hay que reconocer que el concepto de RBU encaja con una visión normativa que tiene profundas raíces en la izquierda. Los objetivos fundamentales de la izquierda socialista se han fijado desde hace tiempo en la emancipación, la autorrealización y la satisfacción –e incluso la expansión- de las necesidades humanas. Como escribe Adam Przeworski, «el socialismo no fue un movimiento por el pleno empleo, sino por la abolición de la esclavitud asalariada… no fue un movimiento por la igualdad, sino por la libertad»[40]. Sólo cuando esos objetivos parecieron cerrados por las circunstancias políticas y económicas, estrechamos nuestros horizontes y nos conformamos con una alternativa productivista, caracterizada por más en lugar de por menos trabajo. Al considerar inviable a medio plazo erradicar la explotación y la alienación, los socialistas se propusieron universalizarlas.

El socialismo perdió algo en la reorientación de una visión definida por la abolición de la relación salarial a otra que nos sujeta a todos a ella. Una renta básica generosa definida por una auténtica opción de salida del mercado laboral tiene en última instancia una afinidad real con el proyecto socialista. La cuestión moral que se plantea es si deseamos o no conservar el carácter coercitivo y obligatorio del mercado de trabajo capitalista. Luchar por una opción de salida debería ser una prioridad porque, en primer lugar, da a la gente el poder de enfrentarse a sus jefes o a sus cónyuges –una opción de salida factible facilita la voz- y, en segundo lugar, porque da a la gente libertad real para poner en práctica sus planes de vida, sin el lastre de la compulsión de las relaciones económicas.

Ampliar la libertad real de las personas y erosionar la condición de fondo de la dependencia del mercado son características centrales de la renta básica y, en el mejor de los casos, objetivos secundarios de la estrategia basada en la creación de empleos y servicios. El objetivo es liberar a los trabajadores no sólo de un capitalista particular, sino también de la clase capitalista. Esta es la razón por la que una renta básica generosa y verdaderamente universal debería ser un pilar de cualquier programa socialista amplio. Dicho esto, el orden social a menudo se asegura a través de cierta medida de coerción, y las formas de organización social que se esfuerzan por reducir la coerción y ampliar la libertad de las personas siempre corren el riesgo de ser disfuncionales. Se trata de un peligro inherente al proyecto socialista. Del mismo modo, el riesgo de que la renta básica sea cooptada y se repliegue sobre sí misma es un problema al que se enfrenta cualquier propuesta política abstracta. Es un peligro inherente al paso de la teoría a la práctica, y se presenta siempre que una idea se aproxima a la realidad. Que eso ocurra o no depende en última instancia de nosotras.

Notas:

[1] Este ensayo también analiza la renta anual garantizada, una propuesta similar a la RBU en tanto que no hay requisitos de trabajo, y diferente en que está condicionada a los ingresos: a medida que aumentan los ingresos del mercado, la renta garantizada se reduce lentamente. Mientras que la RBU se paga a todos los miembros de la sociedad y luego se recauda parcialmente a través de los impuestos, la renta garantizada se paga a cualquier persona cuyos ingresos, por la razón que sea, caigan por debajo de cierto umbral. Creo que muchas, aunque no todas, de las virtudes de la RBU también están disponibles con la renta garantizada. Por ejemplo, como argumentaré más adelante, ambas políticas proporcionan la libertad de salir del mercado laboral, pero la RBU, como política verdaderamente universal, está mejor posicionada para reforzar la solidaridad social.

[2] Dado que a lo largo del artículo se habla de Mincome, merece la pena proporcionar algunos detalles básicos sobre el experimento tal y como funcionó en Dauphin. Durante los tres años que duró el experimento (1975-1977), todos los hogares de Dauphin dispusieron de una renta anual garantizada de 19.500 $ (dólares canadienses de 2014) para una familia de cuatro personas; en aquella época, este nivel de garantía representaba aproximadamente la mitad de la renta familiar media local. Los pagos se reducirían progresivamente a 50 céntimos por cada dólar ganado en el mercado. El sistema funcionaba de la siguiente manera: si no trabajabas, por la razón que fuera, tu paga sería de 19.500 $; si entrabas en el mercado laboral y ganabas, digamos, 6.000 $, tu paga sería de 16.500 $ (19.500 – 6.000 x 0,5), con lo que tu renta final sería de 22.500 $ (16.500 + 6.000). A diferencia de la asistencia social tradicional, nunca se empeora la situación por decidir trabajar. El efecto de la participación en el mercado laboral del experimento de Dauphin se obtiene restando la variación del periodo de referencia del grupo de control (es decir, los no participantes ubicados en otros lugares de Manitoba) de la variación del periodo de referencia del grupo de Dauphin.

[3] Véase David Calnitsky y Jonathan Latner, «Basic Income in a Small Town: Understanding the Elusive Effects on Work» Social Problems 64, no. 3 (2017), 1-25; y Karl Widerquist, «A Failure to Communicate: What (if anything) Can We Learn from the Negative Income Tax Experiments?» Journal of Socio-Economics 34, nº 1 (2005), 49-81.

[4] Véase, por ejemplo, David R. Howell, «Block and Manza on the Negative Income Tax», Politics & Society 25, no. 4 (1997), 533-540.

[5] John Clarke, “Looking the Basic Income Gift Horse in the Mouth,” Socialist Bullet 1241, April 1, 2016.

[6] Adam Przeworski, “The Feasibility of Universal Grants under Democratic Capitalism,” Theory and Society 15, no. 5 (1986), 695-707.

[7] El mundo tecnológico ha empezado a prestar atención a la garantía de empleo. Por ejemplo, la influyente start-up de Silicon Valley “Y Combinator” está llevando a cabo un proyecto piloto de renta básica, pero según su grupo de investigación, también están interesados en alternativas, incluida la garantía de empleo.

[8] Citado en Karl Polanyi, The Great Transformation (Boston: Beacon Press, 2001), 126.

[9] Barbara Bergmann, “A Swedish-Style Welfare State or Basic Income: Which Should Have Priority? Politics & Society 32 no. 1 (2004), 107-118.

[10] Los argumentos que expongo en esta sección dan por sentada la importancia de la prestación de servicios públicos en muchos ámbitos, de ahí el énfasis en un dólar «adicional» de gasto. La sanidad pública, por poner un ejemplo obvio, es muy eficiente, conlleva importantes externalidades positivas, se caracteriza por unas asimetrías de información omnipresentes y, por tanto, es un caso claro en el que la prestación de servicios públicos es preferible al dinero en efectivo.

[11] Claus Offe and Helmet Wiesenthal, “Two Logics of Collective Action: Theoretical Notes on Social Class and Organizational Form,” Political Power and Social Theory 1, no. 1 (1980), 67-115.

[12] Es difícil imaginar que un programa de desmercantilización pueda desmercantilizar todos los diversos bienes que la gente siente que necesita y a los que podría acceder con dinero –desde la marihuana a las clases de piano, desde los alimentos halal a las garantías de préstamos-, y por eso la RBU les daría más eficazmente la libertad de salir del mercado laboral si así lo decidieran. Además, cuanto más amplio sea el programa de desmercantilización –que vaya más allá de la educación, el transporte y la atención sanitaria y abarque toda una serie de artículos de consumo cotidiano-, más se acercará el sistema a una economía dirigida, más ineficiencias veremos y, por razones socialistas de mercado, menos éxito tendrá.

[13] En sentido estricto, la renta básica no desmercantilizaría totalmente la fuerza de trabajo en el sentido de abolir todos los mercados para los trabajadores. Del mismo modo, ofrecer viviendas públicas de alta calidad no equivale a abolir el mercado de la vivienda (la mayoría de las propuestas en este sentido siguen incluyendo la comprobación de ingresos). La desmercantilización debe considerarse como una variable continua, en la que ofrecer alternativas decentes al mercado se sitúa en algún punto entre la dependencia del mercado y la abolición total del intercambio de una mercancía concreta.

[14] John Clarke, “Basic Income: Progressive Dreams Meet Neoliberal Realities,” Socialist Bullet 1350, Jan. 2 2017.

[15] Además, no es en absoluto neoliberal sospechar que ningún sistema de planificación global podría producir y asignar con éxito cientos de millones de bienes de consumo únicos. Véase Alec Nove, The Economics of Feasible Socialism Revisited (Nueva York: Routledge, 2003). Esta es la razón por la que la mayoría de los modelos sensatos de socialismo incorporan algún tipo de mercado de consumo, o mecanismo similar al mercado de consumo: se toman en serio el hecho de que los seres humanos tienen una hostilidad ilimitada hacia las molestias, las colas y las reuniones interminables. Esto es cierto para el socialismo del cupón de Roemer, pero lo es incluso para el proyecto mucho más ambicioso de socialismo matemático matricial de Cottrell y Cockshott. Véase John Roemer, A Future for Socialism (Londres: Verso, 1994), y Allin Cottrell y W.P. Cockshott, Towards a New Socialism (Nottingham: Bertrand Russell Press, 1992).

[16] Para aclarar, hay dos mecanismos principales a través de los cuales la renta básica crea una distribución de la renta más igualitaria, uno directo y otro indirecto. En primer lugar, la redistribución surge del propio régimen fiscal y de transferencias. En la medida en que la renta básica se paga a través del impuesto sobre la renta, aunque todos son perceptores, la presión fiscal aumenta con la renta de mercado, y los que más ganan se convierten en contribuyentes netos. Cuanto más se base un sistema de pago en formas regresivas de imposición –como los impuestos sobre el consumo-, menos redistributivo será el sistema y más se convertirá en una forma de mancomunación de riesgos. En segundo lugar, y de forma más general, la redistribución surge indirectamente de los cambios en el poder de negociación que produce la renta básica, como se expone más adelante.

[17] Luxemburgo: «La obligación general de trabajar para todos los que puedan hacerlo, de la que están exentos los niños pequeños, los ancianos y los enfermos, es algo natural en una economía socialista.» Rosa Luxemburgo, «La socialización de la sociedad», diciembre de 1918 (énfasis original). Elster: «En contra de una noción de justicia ampliamente aceptada… es injusto que las personas sin discapacidad vivan del trabajo de los demás. La mayoría de los trabajadores verían, correctamente en mi opinión, la propuesta como una receta para la explotación de los laboriosos por los perezosos.» Jon Elster, «Comment on Van der Veen and Van Parijs», Theory and Society 15 nº 5 (1986), 719. David Schweickart también expone este argumento: «No tenemos un derecho moral a una renta básica. Tenemos la obligación moral de trabajar. Cuando consumimos, tomamos de la sociedad. La justicia exige que devolvamos algo a cambio». Citado en Michael W. Howard, «Basic Income, Liberal Neutrality, Socialism, and Work», en The Ethics and Economics of the Basic Income Guarantee, ed. Karl Widerquist et al. Karl Widerquist et al. (Londres: Routledge, 2005).

[18] A.B. Atkinson, “The Case for a Participation Income,” The Political Quarterly 67, no.1 (1996), 67-70.

[19] G.A. Cohen, Why Not Socialism? (Princeton University Press, 2009).

[20] Herbert Simon, “UBI and the Flat Tax,” in What’s Wrong with a Free Lunch?, ed. Philippe Van Parijs et al. (Boston: Beacon Press, 2001), 34-38.

[21] David Purdy, Social Power and the Labour Market: A Radical Approach to Labour Economics (Londres: Palgrave Macmillan, 1988). El convincente, peculiar y poco conocido libro de Purdy merece un público más amplio.

[22] Para un intento de argumentar en este sentido, véase Erik Olin Wright, «Why Something like Socialism Is Necessary for the Transition to Something like Communism», Theory and Society 15 no. 5 (1986), 657-672.

[23] A grandes rasgos, utilizo la expresión «teoría marxista del Estado» para identificar la siguiente cadena causal: un mayor gasto social implica una mayor carga, en última instancia, sobre la rentabilidad; si la rentabilidad se ve perjudicada, los capitalistas pueden huir o declararse en huelga; si huyen o se declaran en huelga, los ingresos del Estado se agotarán, lo que socavará cualquier política social que pudiera haberse logrado; si esas políticas se ven socavadas, el gobierno que las promovió será abandonado por las mismas personas que en su día las apoyaron. Mi punto no es negar este mecanismo, sino afirmar que no existe razón para verlo en términos hidráulicos; tampoco hay buenas pruebas para argumentar que conocemos dónde se encuentran los límites últimos de la incursión democrática en la rentabilidad capitalista. Además, incluso si este mecanismo está en funcionamiento, podría entenderse mejor como una “contratendencia” que como una tendencia. Durante la mayor parte de los últimos cien años, incluso los últimos cuarenta, el gasto social como porcentaje del PIB en la OCDE ha tendido a aumentar, no a disminuir. Véase data.oecd.org, Social Expenditure aggregate data, y Peter Lindert, Growing Public: Social Spending and Economic Growth since the Eighteenth Century, Vol. 1 (Cambridge University Press, 2004).

[24] Es probable que la combinación particular de impuestos sea relevante para la cuestión de la fuga de capitales, ya que los impuestos sobre el valor añadido, los impuestos sobre la propiedad y los impuestos sobre la renta serán menos vulnerables que, por ejemplo, los impuestos de sociedades.

[25] Roemer, A Future for Socialism. Sobre las oportunidades que abre la fuga de capitales para la socialización de los medios de producción, véase Wright, «Why Something like Socialism is Necessary”.

[26] Obsérvese que este argumento puede extenderse fácilmente a cualquier aspecto del Estado del bienestar que mejore el nivel de vida de las personas. Puede funcionar, por ejemplo, como argumento contra los cupones de alimentos.

[27] Este punto está relacionado con otra crítica a la RBU, a saber, que la política invocará el espectro de la inflación. Si nos preocupa la inflación, esta crítica es válida para prácticamente cualquier política económica de izquierdas cuyo objetivo subyacente sea el endurecimiento de los mercados laborales. Sin embargo, lo más importante es que la renta básica no se consigue mediante la expansión monetaria, sino que es redistributiva. Toma un euro de un lugar de la distribución de la renta y lo traslada a otro lugar más bajo.

[28] Los datos de las encuestas enviadas a todas las empresas de Dauphin y a todas las empresas de siete ciudades de control muestran que la mediana de los salarios por hora en las ofertas de empleo y la mediana de los salarios por hora en todas las nuevas contrataciones aumentaron entre el período de referencia y el período de estudio en Dauphin, pero cambiaron poco en las ciudades de control. Véase David Calnitsky, «The Employer Response to the Guaranteed Annual Income», 2017, documento de trabajo.

[29] Austin Nichols and Jesse Rothstein, The Earned Income Tax Credit (EITC), no. w21211 (National Bureau of Economic Research, 2015).

[30] Hilary Hoynes y Diane Whitmore Schanzenbach. «Work Incentives and the Food Stamp Program», Journal of Public Economics 96, nº 1 (2012), 151-162. De hecho, esta es la razón por la que la incondicionalidad del trabajo es una característica de la renta básica aún más importante que la cuantía.

[31] Véase Michael B. Katz, The Undeserving Poor: America’s Enduring Confrontation with Poverty (Oxford University Press, 2013) y Walter Korpi y Joachim Palme, «The Paradox of Redistribution and Strategies of Equality», American Sociological Review, 63, no. 5 (1998), 661-687. Tal vez se pueda insistir aún más, siguiendo la cita de Elster: «es injusto que las personas sin discapacidad vivan del trabajo de los demás. La mayoría de los trabajadores verían, correctamente en mi opinión, la propuesta como una receta para la explotación de los laboriosos por parte de los perezosos». Aunque esta cita pueda contener algo de verdad, será menos cierto que en el sistema de bienestar tradicional, donde las actividades y fuentes de ingresos de las personas son fácilmente discernibles. En un mundo con renta básica, las fronteras entre las personas que no trabajan porque no encuentran empleo, porque se han comprometido con otras actividades productivas o porque quieren relajarse en casa, se difuminan. Además, aunque en cierta medida los resultados dependan de las actividades reales de los perceptores –los logros educativos, la formación para el empleo y el trabajo asistencial no son como el puro ocio-, el vínculo entre los esfuerzos cotidianos de las personas y su dependencia de la RBU será algo opaco. Por último, este mecanismo diferirá en función de la fuente de financiación del sistema; en este sentido, los impuestos sobre la renta son diferentes de los impuestos sobre el consumo, los impuestos sobre el capital y los impuestos sobre los alquileres.

[32] Las encuestas citadas se conservan en la Biblioteca y Archivos de Canadá, Winnipeg, MB; fondos del Departamento de Sanidad, RG-29; y subfondos de la Subdirección de Política, Planificación e Información, número de acceso 2004-01167-X, Archivos operativos del Proyecto de Renta Básica Anual de Manitoba (Mincome).

[33] Aunque la renta básica mejora los salarios, ésta es una de las razones fundamentales por las que la respuesta de los sindicatos ha sido tibia. No obstante, cabe señalar que la posición sindical ha cambiado con los años: en 1970, los sindicatos canadienses estaban abrumadoramente a favor de la política. La Federación Sindical de Ontario y el Consejo Sindical Canadiense produjeron carteles y anuncios radiofónicos en defensa de la política. Un anuncio radiofónico afirmaba con confianza: «Una renta anual garantizada para todos los canadienses… Eso es lo que la Federación del Trabajo de Ontario dice que necesitamos hoy. … No podemos permitirnos durante mucho tiempo que más del 20% de nuestra población viva en la pobreza mientras el resto de nosotros disfrutamos de todas las cosas buenas de la vida. Por eso les instamos a que apoyen nuestra campaña a favor de una renta anual garantizada para todos los canadienses.» Biblioteca y Archivos de Canadá, Ottawa: Renta Anual Garantizada. Archivos generales (R5699-67-3-E). Microfilm reels H-725 (1969, 1971). Sin embargo, los trabajadores canadienses cambiaron de tono tras la experiencia con determinados planes neoliberales diseñados para aniquilar el Estado del bienestar, como el Plan de Seguridad de Renta Universal de la Comisión MacDonald de 1984, quizá el caso paradigmático de la historia de la renta básica como caballo de Troya neoliberal. Así pues, la experiencia histórica particular es en parte lo que explica la desigual respuesta sindical. Además, cabe señalar que los sindicatos podrían oponerse a la renta básica por la sencilla razón de que los aumentos generales de impuestos podrían dejar a sus miembros como perdedores netos. La financiación de una renta básica costosa requerirá recaudar ingresos de las clases medias, no sólo de la élite, y si los ingresos de los trabajadores más acomodados son lo suficientemente altos, el aumento de impuestos al que se enfrentan podría anular los beneficios que reciben.

[34] Congreso de los EE.UU., 1970. Ley de Asistencia Familiar de 1970: Hearings, Ninety-First Congress, Second Session on H.R. 16311. Comité de Finanzas del Senado. U.S. Government Printing Office (1928).

[35] Kathi Weeks, The Problem with Work: Feminism, Marxism, Antiwork Politics, and Postwork Imaginaries (Durham: Duke University Press, 2011). Existe una versión en castellano: El problema del trabajo. Feminismo, marxismo, políticas contra el trabajo e imaginarios más allá del trabajo (Traficantes de Sueños, 2020).

[36] Conceptualmente, el análisis se basaba en el debate sobre el trabajo doméstico: o el trabajo doméstico producía directamente plusvalía, o no lo hacía, pero era «necesario». Aparte de la cuestión no resuelta de si el trabajo doméstico era realmente necesario (o necesariamente igualitario desde el punto de vista del género), la configuración teórica presentaba desafíos. Si se aceptaba que el trabajo doméstico contribuye al valor de la fuerza de trabajo, había que violar un axioma marxista clave: que en equilibrio la fuerza de trabajo se vende a su valor. Para muchos participantes en el debate, esto era ir demasiado lejos. Sin embargo, si se negaba que el trabajo doméstico produjera «valor», pero se aceptaba que, no obstante, debía ser remunerado, se estaba peligrosamente cerca de la visión neoclásica del mundo. Después de todo, si el trabajo doméstico debe ser remunerado, ¿sobre qué base debe ser remunerado? Debería remunerarse no porque contribuyera, como lo haría el trabajo «productivo», a cualquier valor de cambio, sino porque producía valores de uso, o utilidad.

[37] Ellen Malos, “The Politics of Household Labour in the 1990s: Old Debates, New Contexts,” in The Politics of Housework (Cheltenham: New Clarion, 1995), 21.

[38] Weeks, The Problem with Work, 149.

[39] Véase, por ejemplo, Michael Hannan y Nancy Brandon Tuma, y Lyle P. Groeneveld, «Income and Marital Events: Evidence from an Income-Maintenance Experiment,» American Journal of Sociology 82, no, 6 (1977), 1186-1211, y Glen Cain y Douglas Wissoker, «A Reanalyis of Marital Stability in the Seattle-Denver Income-Maintenance Experiment,» American Journal of Sociology 95, no. 5 (1990), 1235-69.

[40] Adam Przeworski, Capitalism and Social Democracy (Cambridge University Press, 1985), 243.

David Calnitsky es profesor en el Departamento de Sociología en lau Western University