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La renta básica y los presupuestos de los ganadores.

David Casassas. Publicado en SinPermiso el 29/1/23

Estos días, en nuestro país, se están diciendo muchas cosas sobre prioridades de gasto y modelos de país. A propósito de las negociaciones de los presupuestos, se alzan voces de muchos tipos, a menudo contrarias, muchas de ellas de lo más sensato, que ponen de manifiesto que la pregunta de fondo es trágicamente sencilla y, al mismo tiempo, bien difícil de concretar sin violentar inercias: ¿cómo hacer unos presupuestos que trasciendan la lógica de los tacticismos de vuelo corto -la “insensatez del hiperrealismo”, lo llamaba Antoni Domènech- y que inequívocamente ofrezcan a las grandes mayorías sociales oxígeno y, a ser posible, herramientas apropiadas para echar a andar y escoger una vida propia? Cuando hay demasiado miedo a la hora de decir o hacer aquello que realmente puede dignificar las vidas de la inmensa mayoría -porque “puede generar conflicto”, porque “va contra el sentido común instalado entre ciertos sectores de votantes”, porque “hay otras prioridades, como limitar-nos a asistir a los pobres de solemnidad”, etc.-, corremos el riesgo, incluso, de dejar de pensar aquello que realmente puede dignificar las vidas de la inmensa mayoría. Y esto equivale a una muerte cerebral de terribles consecuencias sociales y políticas.

Quienes defendemos la propuesta de la renta básica tenemos cierta tendencia, quizás hasta el punto de convertirnos en verdaderos pelmas, a insistir en que la renta básica no es la panacea, la respuesta única y unívoca al interrogante anterior. No construyamos fetiches ni creamos que estamos en Lourdes. Por favor. Quienes defendemos la propuesta de la renta básica no queremos pasar por vendedores de humo, fundamentalmente porque no lo somos. Pero la renta básica tiene un formato -su universalidad y su incondicionalidad, esencialmente, como la de la sanidad o la educación públicas- que nos ayuda a entrever con especial nitidez las posibles formas de combatir, hoy, las dinámicas desposeedoras del capitalismo, tan viejas y a la vez tan cotidianas, para, a partir de aquí, imaginar los tipos de vida -en plural, pues los humanos somos de lo más singular- que la garantía política del derecho a la existencia podría permitir poner en circulación.

Y esto no es un asunto menor, especialmente en un contexto histórico -sí, es bien curioso hablar de “contextos históricos” que hace 40 o 50 años que duran- que obliga a los espacios dichos emancipadores o progresistas -o como se tenga que decir- a ofrecer algo útil para que individuos y grupos puedan nutrir esperanzas bien fundamentadas sobre la posibilidad de levantar una vida propia.

¿De qué contexto histórico estamos hablando? Resumámoslo en tres puntos. En primer lugar, la renta básica, como la sanidad o la educación públicas, ayuda a rehacer una seguridad socioeconómica que ha quedado hecha añicos por el paso del rodillo de la lógica neoliberal. Por un lado, tenemos unos mercados de trabajo que apenas acogen -paros estructurales impensables hace décadas-; que, cuando lo hacen, distan de garantizar la salida de la pobreza -bolsas inmensas de “trabajadores i trabajadoras pobres”-; y, finalmente, que sitúan a quienes se adentran en ellos en la incertidumbre y la transitoriedad. Por otro lado, contamos con unas políticas públicas convertidas en “piezas y pedazos” de programas de alta condicionalidad que se han de mendigar como quien implora ser exculpado de una sentencia, y ya sabemos que la condicionalidad en la política pública arrastra la trampa de la pobreza, la estigmatización social de las personas perceptoras y costosos y desincentivadores mecanismos administrativos -así lo estamos viendo con el Ingreso Mínimo Vital y con la Renda Garantida de Ciutadania-. En cambio, la renta básica, por su incondicionalidad, en tanto que derecho de ciudadanía, entra en juego de entrada, “al inicio” de la interacción social -en los mercados de trabajo, en los hogares, etc.- y, por este motivo, otorga un poder de negociación que nos permite rechazar lo que nos hiere, del mismo modo que nos anima a atrevernos a tirar para adelante proyectos vividos como propios. Frente a la cultura del miedo y del odio, que se va extendiendo con la resaca de la marea neoliberal -y, a menudo, socioliberal-, conviene afirmar la lógica de la seguridad y del deseo, del deseo no ilusorio, del deseo de afirmar que esta vida es nuestra y que no queremos dejar de vivirla. No repitamos errores históricos: la extrema derecha no se detiene limitándonos a asegurar que “no pasarán” y a observar horrorizados el espectáculo -ciertas izquierdas así lo hicieron en la década de 1920 y 1930-; la extrema derecha se detiene garantizando recursos de manera tal, que se pueda extender la creencia razonable de que podemos, todos y todas, reapropiarnos de nuestras vidas.

En segundo lugar, la renta básica, como la sanidad o la educación públicas, nos faculta para pensar y desplegar proyectos emancipadores o progresistas -o como se tenga que decir- cuya lógica vaya más allá del crecimiento material sin límites ni contemplaciones. Porque hoy sabemos ya de sobras -de hecho, se trata de una evidencia con la que nos topamos a todas horas- que vivimos en un mundo hecho de recursos escasos y que la sensatez -¡y el goce!- de proyectos individuales y colectivos definidos con mesura y conciencia de la necesidad de ubicarlos en entornos reproducibles es la única vía posible para la universalización de aquello que los clásicos llamaban una “vida buena”. Pero un momento: sortear los peligros de la crisis eco-social, convertirlos, incluso, en una oportunidad para conquistar niveles superiores de sentido y autonomía es algo imposible si no somos capaces de salir de la rueda de hámster en la que a menudo nos encontramos, si no conseguimos herramientas para trabar el motor de la maquinaria productivista que, como el “molino de Satán” de Karl Polanyi, todo lo tritura y lo engulle: recursos, personas, capacidades creadoras. La renta básica, precisamente por el poder de negociación que confiere, abre las puertas a una “dimisión” generalizada de formas de producción y de vida que nos están llevando al colapso y que, dotados de un buen conjunto de recursos incondicionales, podríamos substituir por prácticas y proyectos compatibles con la perdurabilidad de una vida humana en condiciones de dignidad en nuestro planeta.

Todo ello, en tercer lugar, en un momento en el que nuevos imaginarios sobre el sentido del trabajo -y de la vida, si se me permite- emergen con fuerza; en un momento en el que ha quedado patente para la inmensa mayoría que solo dignifica el trabajo que verdaderamente dignifica -me permito aquí esta formidable tautología-, que las famosas “vidas dignas de ser vividas” que se reivindican, por ejemplo, desde los ecofeminismos solo pueden sostenerse desde una mirada crítica hacia el mundo del trabajo, el cual sabemos ya de sobras que puede convertirse en un pozo sin fondo de explotación, alienación y desesperación anómica. ¿Pueden dispositivos como la renta básica -y también la sanidad o la educación públicas, entre muchos otros- permitirnos plantarnos y afirmar que hay líneas rojas que no han de ser cruzadas, que las decisiones sobre qué trabajos, en plural, queremos para nuestras vidas -y cómo, y cuándo, y cuánto, y por qué- nos deberían corresponder a nosotros, a todas y todos nosotros?

A mi modo de ver, corresponde a los espacios políticos dichos emancipadores o progresistas -o como se tenga que decir- la tarea de lograr, mediante herramientas como la renta básica, que la suerte cambie de bando o, quizás mejor, que la (buena o mala) suerte y los azares sociales se diluyan y sean substituidos por los principios de certeza y de esperanza. Y, a partir de aquí, corresponde a estos espacios políticos el hacer el recuento de quién pierde y quién gana. Y atención: los ganadores y los perdedores de la introducción de una renta básica no ganan o pierden solo como resultado de un cálculo fiscal -¿cuánto te toca pagar para que podamos financiar la renta básica que tú también recibes?-. No: el balance de ganancias y pérdidas se encuentra estrechamente ligado al análisis, nuevamente, de los flujos de poder de negociación que están en juego.

Sin ambages. ¿Quién sale ganando? Gente trabajadora que pueda negociar mejores condiciones en la práctica de su actividad -mejores remuneraciones, usos del tiempo más razonables, etc.-; gente dispuesta a salir del mercado de trabajo para nutrir y hacer crecer el mundo de la economía social y solidaria, de la autogestión, de las redes de apoyo mutuo, del cooperativismo; gente que anhele tirar adelante un proyecto empresarial propio, pequeño, mediano o del tipo que sea, y que, hoy, se encuentre cotidianamente dándose de bruces contra una realidad que se empecina en mostrar que la esfera económica a menudo parece más un coto privado de caza que un espacio abierto donde pueda circular el aire; gente, en definitiva, que pueda experimentar aquello de H.G. Wells de “la liberación de energía humana” que arrastra una verdadera “federación de seres humanos” alrededor de la garantía de “medios de existencia suficientes para todo el mundo”. En esta misma dirección -afirmaba Erik Olin Wright-, interesa pensar y evaluar las posibles “justificaciones dinámicas” de la renta básica, que van más allá del recuento de gente pobre y socialmente excluida que dejaría de serlo -cosa, por otro lado, bien poco baladí- y que apuntan al caudal de vida social y económica efectivamente libre que medidas universales e incondicionales como la renta básica podrían desatar.

En todos estos sentidos, los ganadores de la introducción de la renta básica son, también, todas aquellas personas empeñadas en evitar, aquí y por doquier, el auge de la extrema derecha, y que se empeñan en hacerlo a través de políticas públicas valientes y decididas que se dirijan al núcleo de los padecimientos que experimentan las grandes mayorías sociales -incertezas y precariedades de todo tipo-, unas políticas públicas que, en definitiva, ambicionen ir más allá del acto de asistir a ciertos puñado de víctimas de un naufragio que, hoy, se da por inevitable, casi por natural. No hay política más temeraria, más irresponsable -pensemos, nuevamente, en las décadas de 1920 y 1930- que la que pasa por permitir que el naufragio social que vivimos día tras día perdure en el tiempo.

¿Y quién sale perdiendo? Si la renta básica es una medida conflictiva, es porque aquellos que hoy tienen el poder (de negociación) para contratar bajo condiciones indignas a, por ejemplo, camareras de hotel, a repartidores a domicilio, a empaquetadores de los productos transportados por los repartidores y a operarios de puertos y aeropuertos y de grandes cadenas de montaje se convertirían en actores sociales que verían cómo esta fuerza negociadora les quedaría fuertemente erosionada. El “capitalismo de amiguetes”, tan propenso al monopolio y a los monocultivos asentados en la desposesión generalizada, podría verse peligrosamente tocado.

Corresponde, pues, a los espacios políticos dicho emancipadores o progresistas -o como se tenga que decir- la tarea de decidir -por ejemplo, cuando llega el momento de aprobar o dejar de aprobar unos presupuestos que puedan permitir evaluar las supuestas virtudes de la renta básica- si quieren trabajar al servicio de los potenciales ganadores o si lo quieren hacer, por acción o por omisión, en favor de los posibles perdedores, los cuales, en este momento, siguen siendo los pocos ganadores de toda la vida.

David Casassas es miembro del comité de redacción de Sin Permiso

Fuente: https://catalunyaplural.cat/es/la-renta-basica-y-los-presupuestos-de-los-ganadores/