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Refundar la abundancia

Daniel Jiménez, publicado originalmente para Nueva Tribuna.

Posiblemente muchos se habrán acordado estos días de las declaraciones de Nicolas Sarkozy en septiembre de 2008, en plena crisis económica internacional, cuando el entonces presidente francés hizo un llamamiento para refundar el capitalismo sobre las bases de la ética del esfuerzo y del trabajo. Lo que vino después, ya lo conocemos: duros recortes sociales y laborales para la clase trabajadora, que no conoce otra manera de ganarse la vida que la del sacrificado esfuerzo, a menudo en unas condiciones laborales precarias; y el rescate de quienes habían “traicionado el capitalismo económico de mercado”, por usar palabras empleadas también por el propio mandatario.

Pero, más que un recuerdo, quizá se trate, por usar una expresión del país vecino, de un deja vu. No en vano, el discurso de Sarkozy rima en cierto modo con las recientes manifestaciones del actual inquilino del Elíseo, hablando del “fin de la abundancia”. Macron hoy, como Sarkozy en 2008, distan mucho de ser esas voces valientes que dicen la verdad sin medias tintas ni paternalismos, como defienden desde determinadas posiciones. Ambos saben que la verdad en política se construye esencialmente no desde la tribuna de oradores, sino desde las medidas que se ponen en marcha. También desde las que se guardan en un cajón, por mucho que fueran anunciadas con afectada solemnidad.

Es más que evidente que la crisis de 2008 fue pagada no por los especuladores que la provocaron, sino por la clase trabajadora a través de los ya mencionados recortes del gasto público y también de reformas laborales y legales lesivas para sus derechos y condiciones materiales de vida. Y también parece claro que esa abundancia que, según Macron, ya se ha acabado, nunca existió para millones de parados y de precarios, como apuntó de forma crítica Philippe Martínez, el secretario general de CGT, el principal sindicato francés.

Es cierto que las palabras de Macron hay que relacionarlas no solo con cuestiones sociales y económicas y que el problema de la crisis energética es esencial para entender su mensaje. Lo que nos está diciendo el presidente francés es que el planeta ha vivido por encima de sus posibilidades. Lo cual es totalmente cierto y seguirá siendo un grave problema, quizás “el problema” cuando termine, esperemos que pronto, la guerra de Ucrania. Pero el fondo del discurso del mandatario galo es, además, profundamente parcial e injusto. Porque no todas las personas han consumido los recursos de este planeta al mismo ritmo ni de la misma manera.

Como decía Galeano, confundimos nivel de vida con nivel de consumo

Como señaló en 2019 Phillip Alston, que por aquel entonces ocupaba el cargo de relator especial de la ONU sobre la pobreza extrema, “la mitad más pobre de la población mundial, 3.500 millones de personas, es responsable de solo el 10 por ciento de las emisiones de carbono, mientras que el 10 por ciento más rico es responsable de la mitad completa. Una persona en el 1 por ciento más rico usa 175 veces más carbono que una en el 10 por ciento inferior”.

Alston también señaló que “perversamente, los más ricos, que tienen la mayor capacidad de adaptación y son responsables de la gran mayoría de las emisiones de gases de efecto invernadero y se han beneficiado de ellos, serán los mejor situados para hacer frente al cambio climático, mientras que los más pobres, que son los que menos han contribuido a las emisiones y tienen la menor capacidad de reacción, serán los más perjudicados”.

Lo explicado por Alston dibuja un escenario desalentador de apartheid climático para las clases populares en todos los países del mundo. Son ellas quienes más están sufriendo el desmesurado incremento de la factura energética y del precio de los alimentos. Problemas que no se acabarán cuando termine la ominosa guerra de Ucrania, que no deja de ser uno de los muchos conflictos bélicos que han estallado o que estallarán en un contexto internacional de disputa por unos recursos energéticos y materiales cada vez más escasos, olas de calor, sequías, pérdidas de cosechas y hambrunas. Todo ello mientras un pequeño grupo de plutócratas se enriquece más que nunca. 

En consecuencia, nos encontramos ante un panorama tremendamente delicado que abona el terreno para el auge del ecofascismo. La propia Le Pen, que llegó a disputar a Macron la presidencia de Francia, lleva tiempo abogando por convertir su país en “la principal civilización ecológica del mundo”. Esto no es más que la introducción del ecofascismo en su discurso, en forma de apuesta por el proteccionismo para los productos franceses y de rechazo a la inmigración. 

Recordemos que el ecofascismo lo único que defiende es, al igual que el fascismo convencional, que unos pocos privilegiados puedan seguir disfrutando de buenos niveles de riqueza y consumo materiales, provocando al mismo tiempo que la inmensa mayoría de la sociedad -por supuesto compuesta no solo por migrantes, sino también por el conjunto de quienes forman parte de las clases populares, hayan nacido donde hayan nacido -no disponga de la posibilidad de acceder ni a los bienes más básicos.

Parafraseando tanto a Sarkozy como a Macron en la forma del mensaje, pero enmendándoles radicalmente en el fondo, debemos refundar la abundancia

Las palabras de Macron dan alas a este discurso ecofascista, que para arraigar necesita alimentarse del miedo, de la amenaza de carestía hasta del agua que bebemos por culpa de los de fuera, que son el chivo expiatorio de siempre. Le Pen dispone por tanto de todos los ingredientes necesarios para que este mensaje cale. Solo podría aguarle la fiesta un giro radical, que no esperamos, en las políticas de Macron. 

Hablamos aquí de Francia, pero también podríamos hablar de España, y de cualquier país en realidad. Los gobernantes deben entender, todos ellos, que esta crisis no debe ser pagada por las clases populares, ya bastante golpeadas por las sucesivas crisis, que han traído consigo una galopante desigualdad que parece no tener fin. Hay riesgo de colapso social si no entendemos que los sacrificios deben ser asumidos, por fin, por las élites supercontaminantes que viajan en jet privado. Nunca, en ningún caso, por quienes sobreviven en condiciones de absoluta precariedad. 

Sin embargo, este deseable viraje socialdemócrata, que es imprescindible en Francia, en toda Europa y a nivel global, resultará insuficiente por sí mismo para enderezar el rumbo. Básicamente porque debemos cambiar radicalmente nuestro modelo económico. No queda otra porque el planeta no da para más. Porque la era de los combustibles fósiles baratos se ha acabado. Porque cada vez sufriremos más episodios de sequías y de fenómenos climáticos adversos que afectaran a la producción mundial de alimentos. Porque hasta los minerales que son esenciales para esa transición a una economía ecológica a la que ya llegamos tarde también van a escasear.

Se trata de una tarea titánica, un desafío de alcance gigantesco tras décadas de inoculación masiva de cultura capitalista

Ya lo dijo claramente otro francés ilustre como es Serge Latouche, quizá el teórico más célebre del decrecimiento: “un crecimiento infinito no es posible en un planeta finito”. A nivel global consumimos cada año prácticamente el doble de recursos que la Tierra es capaz de producir en ese mismo período de tiempo. Por tanto, tenemos que decrecer. Sin medias tintas.

El problema es, como también explica Latouche, que el capitalismo no es solo un modo de producción y de consumo. También es una cultura, una manera de explicarnos el mundo y las relaciones sociales que ha colonizado nuestro imaginario colectivo. Es decir, es más fácil que nos imaginemos el fin del mundo que el fin del capitalismo, como también señalan otros muchos pensadores.

Sencillamente no somos capaces de idear otra manera de hacer las cosas. Como decía Galeano, confundimos nivel de vida con nivel de consumo. Da igual que esta concepción de la vida nos obligue a trabajar como mulas durante extenuantes jornadas laborales. O que nos fuerce a endeudarnos hasta niveles de riesgo muy elevados -vale citar la subida del Euríbor como ejemplo-. Parece que esta es la buena vida, al menos para gran parte de la población mundial.

Una concepción de la buena vida, de lo que entendemos por abundancia, en definitiva, que debemos cambiar sin ninguna duda. Parafraseando tanto a Sarkozy como a Macron en la forma del mensaje, pero enmendándoles radicalmente en el fondo, debemos refundar la abundancia para construir un nuevo imaginario colectivo que no identifique el bienestar con unos niveles de consumo materiales que van a ser inalcanzables en el futuro para casi cualquiera.

Se trata de una tarea titánica, un desafío de alcance gigantesco tras décadas de inoculación masiva de cultura capitalista. Pero si no somos capaces de lograrlo, tampoco podremos triunfar en el verdadero reto de nuestro tiempo: ser capaces de mantener una sociedad cohesionada que merezca ser considerada como tal. La otra opción es básicamente la ley de la selva. Un “sálvese quien pueda (pagárselo)” que nos aboca a un futuro muy oscuro para la mayoría. Por este motivo, no nos queda otra que recuperar el pensamiento utópico útil. Para caminar hacia un futuro que, al menos, deje de darnos miedo.