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¿Se ha reducido la brecha de presión fiscal con la UE?

Artículo publicado originalmente en Infolibre.es

Juan A. Gimeno

De acuerdo con los últimos datos de EUROSTAT (oficina estadística europea), la presión fiscal en España aumentó durante 2021 en casi 1,5 puntos porcentuales, hasta el 39%. Pese a esta subida, España sigue por debajo de la media de la Unión Europea (41,7%). Los círculos autodenominados liberales señalan, felices, que la diferencia se ha reducido a 2,7 puntos, con lo que los argumentos en favor de una mayor recaudación para España quedarían aparentemente debilitados.

Sin embargo, conviene enfriar esa felicidad. En primer lugar, porque tal evolución tiene bastante de ficticia. Como es sabido, la presión fiscal se define como el cociente (en tanto por ciento) entre los ingresos (impuestos y cotizaciones sociales) y el PIB. Es cierto que la recaudación tributaria se ha comportado extraordinariamente bien durante estos últimos ejercicios, más por un posible afloramiento de bases que por subidas normativas de impuestos o la inflación (que jugaron un papel menor en 2021).

Pero el dato más relevante es la evolución del denominador del cociente antedicho. Por un lado, el PIB español sufrió un retroceso mayor que otros países de nuestro entorno, especialmente por el peso del turismo y sectores relacionados en nuestra economía. Por ello, al bajar más el PIB, el índice de presión fiscal sube de forma automática pero poco significativa.

No parece que podamos reducir el gasto público cuando son tan evidentes las carencias que arrastramos en gasto social y las necesidades derivadas de las inaplazables transiciones energética y tecnológica

A esto hay que añadir las dudas que se han planteado sobre el deficiente cálculo de la recuperación del PIB por parte del INE. Cuando los propios datos fiscales (en los que se supone algún grado de ocultación) superan a las cifras estimadas por el INE, cabe suponer que el PIB está creciendo a mayor ritmo que las cifras oficiales. En otras palabras: para muchos analistas, el PIB real español es superior al que se está utilizando. De ser esto cierto, automáticamente la presión fiscal pasaría a ser menor.

En suma, la reducción de la diferencia con la media europea ha de tomarse con mucha prudencia y, probablemente, sea inferior a la aparente.

En segundo lugar, sea cual sea la diferencia de presión fiscal, ello no significa que podamos quedarnos satisfechos con los actuales niveles de recaudación.

La Hacienda española arrastra un déficit estructural que, unido a las excepcionales necesidades de gasto derivadas de la pandemia y las consecuencias de la guerra en Ucrania, han llevado nuestro nivel de endeudamiento a cifras récord. Aunque el déficit del conjunto de las administraciones públicas se situó en agosto tan solo en el 1,95% del PIB, esta cifra se explica probablemente, de nuevo, por el dudoso dato del PIB y los ingresos europeos extraordinarios.

En todo caso, la vuelta a la senda del equilibrio, por flexible que Bruselas permita que sea, exigirá un esfuerzo extraordinario para equilibrar los presupuestos anuales. Si no se quieren reducir las partidas de gasto, seguimos necesitando incrementar las cifras de recaudación tributaria.

No parece que podamos reducir el gasto público cuando son tan evidentes las carencias que arrastramos en gasto social y las necesidades derivadas de las inaplazables transiciones energética y tecnológica.

No olvidemos que la ciudadanía española compara sus niveles de prestaciones no con la media europea, sino con las principales economías comunitarias: por ejemplo, con Francia (presión fiscal del 47%), Alemania (42,4%) o Italia (43,6%). O sea, que la diferencia en la presión fiscal en relación con la que desearíamos tener a nivel de prestaciones y servicios públicos sigue estando claramente por debajo de lo deseable.

Este índice, como suele ser habitual, es un índice medio, que oculta las diferencias de presión que soportan los distintos colectivos de contribuyentes. El hecho de que las cargas tributarias no se distribuyan de forma equitativa supone que la presión fiscal efectiva sobre determinados colectivos o bases es más elevada que la media, mientras que en otros casos será mucho menor.

En el caso español, hay ejemplos muy claros de grupos beneficiados que implican una carga fiscal superior a la media para los perjudicados:

  • De defraudadores y evasores respecto a los contribuyentes honrados. Es evidente que cuanto más importante sea el peso de los primeros, más es la presión que soportan los segundos.
  • De las rentas del capital, en relación con las de trabajo. Mientras estas soportan una tarifa progresiva que puede superar el 50% en algunas comunidades autónomas, el tipo máximo de las rentas del ahorro es del 26%.
  • De las grandes empresas, en relación con las pymes. Gracias al juego de beneficios fiscales diversos y las habilidades contables transnacionales, las grandes empresas soportan un tipo efectivo sobre beneficios notoriamente menor al que soportan las pequeñas y medianas. Esto es especialmente sangrante en el caso de las compañías tecnológicas.
  • De las transacciones y el capital en el ámbito financiero, en relación con el resto. Con la amenaza de la movilidad internacional, los lobbies financieros y las grandes fortunas han conseguido un tratamiento fiscal cercano a la exención. Con la particularidad de que ese beneficio afecta, casi en exclusiva, a los contribuyentes con más capacidad de pago. No es de extrañar que los milmillonarios vayan acumulando cada vez más proporción de la riqueza del mundo.
  • Del patrimonio frente a renta y gasto. El mandato constitucional de contribuir a los gastos comunes en función de la capacidad de pago exigiría tomar en cuenta de forma equilibrada los tres grandes índices de la capacidad de pago: renta, gasto y patrimonio. Pero este último índice, el que recae precisamente sobre los contribuyentes en mejor situación económica, tiende hacia la exención en el pago de tributos. De nuevo, la presión mediática y política de los más poderosos consigue convertir los impuestos sobre los grandes patrimonios o sobre las grandes herencias en terribles enemigos de las clases medias y trabajadoras.

Por todo ello, estas últimas son las que realmente pagan impuestos frente a la escasísima progresividad que soportan, de hecho, los niveles más altos de renta y riqueza. Así, las rentas de trabajo están soportando una presión fiscal probablemente no muy diferente a la que soportan las homónimas en los demás países de la Unión Europea.

En definitiva, la polémica de subir o bajar impuestos es absolutamente ficticia. Los mayores ingresos públicos, que indiscutiblemente necesitamos, no pueden venir de subir impuestos a quienes ya pagan, sino de eliminar los privilegios de quienes evaden, de una u otra forma, la equidad necesaria para que nuestro sistema fiscal sea justo, progresivo y suficiente.

Por supuesto que también hay margen para la mejora de la gestión y la lucha contra el fraude. Pero ni esto ha de servir de excusa para no abordar las reformas tributarias necesarias, ni estas pueden olvidar que también hay que trabajar el lado del gasto.

En todo caso, es urgente reducir, de verdad, la brecha de presión fiscal con la media de la UE y, en el horizonte, con los países más avanzados de Europa.

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Juan A. Gimeno es miembro de la Plataforma por la Justicia Fiscal.