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Bye bye, England!

El nacionalismo inglés cumple su sueño de sacar al Reino Unido de la UE pero no sabe a dónde va

Walter Oppenheimer
ctxt

Aprovechando la ola de populismo que está invadiendo el planeta Tierra, el nacionalismo inglés ha conseguido por fin su rancio objetivo de sacar al Reino Unido de la Unión Europea. Ya esta aquí, el brexit ya está aquí. Y es un camino sin retorno, o de retorno casi imposible. El problema es que los británicos todavía no saben muy bien a dónde van.

La cuestión es, ¿por qué se han ido? ¿Y para qué? Las respuestas más habituales son una macedonia de razonamientos en la que acaba predominando más el sentimiento que la razón práctica. Más el “por qué” que el “para qué”.

En el referéndum de 2016, el brexit ganó gracias a  la coalición entre dos fuerzas no necesariamente antagónicas pero tampoco aliadas tradicionales: el nacionalismo inglés y el descontento de las clases trabajadoras y las clases medias tras la crisis financiera. Los primeros nunca han dejado de dar la tabarra contra Europa: llevan medio siglo predicando contra la construcción europea, dominan la prensa popular y la mayor parte de la restante y nunca han tenido escrúpulos para mentir sobre lo que hace y lo que no hace la Unión Europea. Boris Johnson está en primera fila a la hora de tergiversar la realidad. Ya lo hacía cuando era corresponsal del Daily Telegraph en Bruelas hace 30 años y lo ha seguido haciendo como político. Aún ahora sigue diciendo que el acuerdo de transición con la UE no implica controles fronterizos entre Irlanda del Norte y el resto de Gran Bretaña.

Boris Johnson cree que está llevando a sus compatriotas al paraíso. Quizás, aunque él no lo dice de forma explícita, está pensando en un  paraíso fiscal

Los segundos, los que se sienten despojados por la crisis financiera y por la globalización, han acabado encontrando en la Unión Europea en general y en la llegada de inmigrantes continentales en particular al gran pagano de sus desgracias. Es igual el hecho de que en realidad llegan más inmigrantes de países terceros que de la UE; es igual que estos últimos vengan porque la economía los necesita; es igual que todas las estadísticas demuestren que los inmigrantes aportan al Estado mucho más de lo que obtienen de él. Todo eso es igual. El caso es que se sienten maltratados (con razón: la riqueza no se distribuye de forma equitativa) y han decidido que la culpa es de Europa (sin razón: ese problema ni lo ha creado la UE ni va a desaparecer con el brexit).

Muy bien. Ya están fuera. Y ahora, ¿qué? ¿A dónde va el Reino Unido?

Boris Johnson cree que está llevando a sus compatriotas al paraíso. Quizás, aunque él no lo dice de forma explícita, está pensando en un  paraíso fiscal. Porque la plena autonomía fiscal es quizás el logro más importante del brexit. El problema es que, como la casi totalidad de poderes que el país ha recuperado o va a recuperar tras abandonar la Unión Europea, es de difícil aplicación en la práctica. ¿Van a aceptar los británicos ponerse aún más en manos de la economía financiera tras la crisis de 2008 y con la globalización señalada como la gran causante del brexit? ¿Van los demás a permitir la creación de un paraíso fiscal de ese tamaño al otro lado del canal de la Mancha? ¿Va la Comisión Europea a aceptar que Londres practique el dumping fiscal en forma de ayudas de Estado a las empresas británicas en crisis? Difícil de creer. El brexit parece cada vez más un desahogo. Un gesto. Un envolverse en la bandera y gritar viva la patria. Pero de patriotismo no se vive.

Sin embargo, Johnson tiene la sartén política por el mango. Al menos, la sartén de la política interior, la que le ha dado cinco años por delante con una holgada mayoría absoluta. Y, tan importante como eso, con un férreo control de su grupo parlamentario gracias a la más antidemocrática de sus decisiones políticas: supeditar la condición de candidato conservador en las pasadas elecciones a un juramento de fidelidad a su modelo de brexit. Ha purgado así cualquier atisbo de disensión parlamentaria desde su partido durante las delicadas negociaciones de un tratado comercial con la Unión Europea. Y ha acabado con la mejor cualidad del parlamento británico: la capacidad de sus diputados de criticar a su propio Gobierno, algo que rara vez se ve en otros parlamentos.

A efectos prácticos, el Reino Unido está más unido que nunca en torno a su primer ministro y en defensa del brexit duro entre los más duros. En realidad es un país roto y con un primer ministro que aún no se sabe si juega de farol o realmente cree que Gran Bretaña será más rica, más poderosa y más influyente cuanto más lejos esté de Europa.

El Gobierno conservador ha dado dos señales muy claras sobre el camino que parece querer seguir.

Una: ha prohibido por ley que se puedan prorrogar las negociaciones comerciales con la UE, exigiendo así que haya acuerdo antes del final de 2020 o que no haya ningún acuerdo. Eso, claro, se puede cambiar, pero hay problemas graves de calendario: en teoría, cualquier prórroga debería ser acordada antes del final de junio. Y es muy difícil que, para entonces, estén las cosas lo suficientemente maduras como para esperar una bajada de pantalones de tal calado. Esa es la apuesta: hacer creer que no habrá bajada de pantalones y que Bruselas ha de ser flexible para evitar el caos. Un reto quizás un poco demasiado burdo para que pueda ser creíble.

La segunda señal es aparentemente más banal pero, quizás, mucho más relevante: el responsable del Tesoro, Sajid Javid, ha advertido a la industria británica de que no habrá alineamiento regulatorio entre el Reino Unido y la UE. Parece un aburrido tecnicismo pero es un asunto clave para el acceso de los productos británicos al mercado único europeo, y viceversa. Ese alineamiento es el conjunto de reglas que permiten que un producto sea homologado para venderse en la UE. Si Reino Unido renuncia a ese alineamiento y pone en marcha sus propias normas de homologación, los fabricantes británicos deberán homologarse en casa para vender en casa y volver a homologarse fuera para vender fuera. Y lo mismo los fabricantes europeos que quieran vender en las islas. La sueca Volvo ya ha dicho que, si eso es así, no venderá sus automóviles en Reino Unido. Puede parecer bueno para los fabricantes británicos (desde luego, no para sus ciudadanos, que verán mermada la oferta a la hora de elegir coche), pero es pésimo: porque no viven de sus ventas en Reino Unido, sino de sus exportaciones, sobre todo a la UE. Son ellos los que necesitarán doble homologación para seguir exportando a Europa. Y en el sector del automóvil (que es solo un ejemplo entre muchos) no solo se trata de coches acabados, se trata también de componentes y del trasiego transfronterizo de las cadenas de montaje. Es un paso hacia la autarquía, aquella palabra tan franquista. Y tan parecida a fracaso.

Aunque muchas empresas están trasladando parte de su actividad y de sus empleados a territorio comunitario, la posición de Londres como gran plaza financiera mundial no parece correr peligro

Esos dos avisos hacen pensar que, si no son faroles, Boris Johnson quiere que haya un acuerdo comercial de mínimos, que reduzca o elimine las barreras tarifarias y arancelarias para las manufacturas pero manteniendo las barreras comerciales derivadas del alineamiento regulatorio. Los servicios se quedarían fuera de ese tratado, al menos de momento.

Esa es, aparentemente, una mala noticia para los servicios financieros, pero la City parece bastante tranquila. La idea de una mayor desregulación no le asusta, más bien lo contrario. Y si hay un territorio en el que los británicos están mejor situados que los continentales, es el financiero. Aunque muchas empresas están trasladando parte de su actividad y de sus empleados a territorio comunitario, la posición de Londres como gran plaza financiera mundial no parece correr peligro, con o sin brexit.

No se puede decir lo mismo de otros sectores. La pesca, económicamente trivial pero políticamente muy relevante, puede ser un buen termómetro de lo que será el Reino Unido fuera de la UE. En teoría, los británicos son (bueno, lo serán al final del periodo transitorio) dueños y señores de sus aguas. Tras decenios culpando a Bruselas de todos los males que ocurren en aguas británicas, ahora pueden reservárselas para ellos. Pero, ¿es eso realista? Una vez más, las apariencias engañan. Por dos razones: porque los británicos también pescan en aguas comunitarias y porque la mayoría de sus capturas son exportadas a la UE. Si Londres no acepta compartir sus aguas, las exportaciones británicas se encarecerán y sus pescadores no podrán pescar en aguas comunitarias. Hay tres opciones: que Johnson se agarre al simbolismo de la pesca para anotar un gol político, que la sacrifique en el mercadeo negociador (como sacrificó a los unionistas de Irlanda del Norte durante las negociaciones del acuerdo de salida) o que todo quede en un punto medio.

Algo así puede ocurrir con todo lo demás que queda por negociar, desde los derechos de los ciudadanos continentales en Reino Unido y de los británicos en el continente a cuestiones como la colaboración policial, la defensa, el transporte aéreo, los productos agrícolas, la convalidación de los títulos universitarios… Todo está por hacer.

Lo que no sabemos es si Boris Johnson intentará perder lo menos posible (lo mejor que puede conseguir en cada sector es seguir como está) o va a continuar predicando el optimismo crónico y pretendiendo que el Reino Unido tiene el mundo a sus pies. También seguimos sin saber qué cadenas impedían hasta ahora a los británicos comerse el mundo como dice Johnson que se lo van a comer. En todo caso, Bye bye, England!