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Brasil: el laboratorio interseccional del neoliberalismo

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Éric Fassin

El gobierno de Bolsonaro es un ejemplo del momento neofascista y de la deriva autoritaria que conjuga el capitalismo salvaje con el sexismo y la homofobia

 

<p>Pena de Brasil</p>
Pena de Brasil

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El Brasil de Bolsonaro no es una excepción en el mundo. Tampoco se le puede reducir a una aberración cultural. Al contrario, se trata de algo ejemplar en la medida en la que ilustra una deriva populista que afecta a otros países en otras regiones del mundo, como la Turquía de Erdoğan, la Hungría de Orbán, o las Filipinas de Duterte. Podríamos hablar incluso, junto con el filósofo brasileño Vladimir Safatle, de un “laboratorio mundial en el que se prueban las nuevas configuraciones del neoliberalismo autoritario, que reduce la democracia liberal a una simple apariencia”.

También se puede establecer un paralelismo con el Chile de Pinochet, que ya sirvió de laboratorio neoliberal tras el golpe de Estado de 1973. En ambos casos, se trata de anular a un partido de izquierdas que recibe el apoyo de las clases populares (esto es lo que sucedió de nuevo en las elecciones brasileñas de 2018, como demostraron los sondeos realizados a pie de urna). Estas clases populares se beneficiaron de hecho de su política: según el Banco Mundial, entre 2004 y 2014, la Bolsa Familia sacó a 28 millones de brasileños de la pobreza. Y en ambos casos, se trata de lo mismo, de dar cabida a los Chicago Boys: el giro neoliberal tardío de Jair Bolsonaro, resumido en el anuncio previo a la campaña presidencial de confiar la economía a Paulo Guedes, sería entonces la condición de posibilidad de su llegada al poder.

Forma y estilo políticos

De cualquier modo, deben señalarse las diferencias, no menos significativas, entre la dictadura de Pinochet y el régimen de Bolsonaro, que se inscribe dentro de lo que he denominado “el momento neofascista del neoliberalismo”. Estas diferencias están principalmente relacionadas con la forma y el estilo de la política. En primer lugar, para eliminar del poder al Partido de los Trabajadores, hizo falta un doble golpe de Estado: parlamentario, con la destitución de Dilma Rousseff en 2016; y luego judicial, al prohibir a Lula Da Silva, favorito en los sondeos desde la cárcel, que concurriera a la elección presidencial de 2018.

Esto difiere bastante de los golpes de Estado a los que asistimos en Chile en 1973, o incluso en Brasil en 1964: los tanques ya no salen a las calles. Cuando tuvo lugar la crisis griega, y la etiqueta #ThisIsACoup [#EstoEsUnGolpe] denunciaba el diktat que la Europa financiera le imponía al gobierno de Syriza, una fórmula explicaba la lógica subyacente: “banks, not tanks” [bancos, no tanques]. Lo mismo sucede en Brasil, aunque Bolsonaro, capitán del ejército, reivindica sin reparos el legado de la dictadura militar, hasta la tortura y los asesinatos, como bien ha destacado la historiadora francesa Maud Chirio. En 2016, resumí esta nueva fórmula de la siguiente manera: “Des votes et non des bottes” [votos y no botas]. Dos años después, contra Lula, fueron jueces y no verdugos…

Es un doble golpe de Estado institucional, “escopeta de doble cañón”, al que he propuesto denominar “golpe de Estado democrático”: contra la democracia, pero con formas democráticas. La apariencia de democracia es importante. Por un lado, consiguió engañar a los observadores, como atestigua un vergonzoso editorial de Le Monde en 2016: “Brésil : ceci n’est pas un coup d’État” [Brasil: no es un golpe de Estado]; por otro, significa que los neofascistas actuales revierten las antiguas retóricas. Al igual que en Francia se adueñan del léxico de la resistencia contra los “colaboracionistas”, tanto en Brasil como en otros lugares pueden no solo no denunciar la democracia, sino incluso afirmar que  se adhieren a la misma, en nombre del pueblo.

Los dictadores de los setenta eran serios, incluso lúgubres. El aspecto dominante en la actualidad es la imagen de payaso

En segundo lugar, se observa una diferencia, no solo de forma, sino también de estilo político. Los dictadores de los setenta eran serios, incluso lúgubres. Su seriedad sombría parecía anunciar los escuadrones de la muerte… El aspecto dominante en la actualidad es la imagen de payaso. Se diría que el bufón y el rey no son más que uno solo. Como espejo desfigurado de la dignidad de Rousseff o de Lula, Bolsonaro recuerda, por su estilo grotesco, a Donald Trump, a Matteo Salvini o a Boris Johnson. Esta nueva estética populista refleja el menosprecio hacia el pueblo, como si este estuviera abocado a la vulgaridad. Pero sobre todo, es un gesto político. De hecho, por un lado existe una política del repudio: el presidente de Brasil no ha dudado en tuitear, para desacreditar el carnaval, imágenes en las que aparecía la performance queer de un hombre orinando sobre otro; pero, por otro, se trata de un repudio hacia la política democrática: este vídeo se hacía eco de un documento que acusaba a Trump de haber pagado a prostitutas en Moscú para hacer lluvias doradas en una cama en la que habrían dormido Barack Obama y su esposa…

La política del repudio y el repudio hacia la política se confunden. Hace pensar en el ensayo sobre el “ridículo político” que publicó en 2017 Márcia Tiburi. Esta filósofa brasileña analizaba la berlusconización del discurso político que se basa, por retomar su neologismo, en la “ridiculización”. Ya no se trata tanto de mentir (fake news), sino de decir cualquier cosa: “hablar mierda” (traduciendo así el “bullshit” del filósofo estadounidense Harry Frankfurt, o, en portugués, “falar merda”). Las derivas escatológicas de un Trump o de un Bolsonaro no son más que la confirmación literal de esta hipótesis.

En este sentido, el presidente de Estados Unidos califica a los Estados africanos, o incluso a Haití, fuentes de inmigración, como “países de mierda” (“shithole countries”), mientras que el presidente brasileño, en el momento de proponer un “control de los nacimientos” no menos racista, sugiere también, a modo de medida ecológica, “hacer caca un día sí y otro no”… Las dos lógicas convergen, con un lenguaje repudiable para repudiar el lenguaje. En conjunto, las dos suponen un odio por la política democrática, que se manifiesta también en el travestismo democrático de los actuales golpes de Estado.

El resentimiento político

Las diferencias entre los laboratorios brasileño y chileno, entre nuestro momento neofascista y las dictaduras de los setenta, no se detienen en la forma y el estilo. También afectan al fondo, es decir, al contenido del discurso y a las políticas que lo acompañan. Naturalmente, las problemáticas de clase siguen siendo fundamentales: la deriva autoritaria es una reacción contra las movilizaciones políticas de las clases populares y contra las transformaciones sociales que conllevan.

En el caso de Brasil, se vio claramente en 2013, cuando una reforma extendió a las trabajadoras domésticas el derecho laboral común, limitó sus horarios y les garantizó el pago de horas extraordinarias y tarifas nocturnas. Las clases medias que vivieron ese progreso como un desclasamiento tuvieron un papel decisivo en las movilizaciones sociales contra el Partido de los Trabajadores. Cabe decir lo mismo del avión, que ya no está reservado a la burguesía, y se abre a las clases populares. La democratización aparece como una amenaza para los privilegios de clase. Esto recuerda la indignación que provocó el programa social de Salvador Allende en Chile. Pareciera como si las medidas a favor de las clases populares vinieran a perjudicar, por comparación, a las clases medias.

Los populistas de derechas defienden al pueblo contra una élite a la que acusan de proteger a un tercer grupo formado por inmigrantes, musulmanes y militantes negros

En mi ensayo sobre el resentimiento populista en la época del neoliberalismo, intenté analizar esta política de extrema derecha, que se basa en el miedo a perder privilegios. Porque no se trata solamente, como sucede con los populistas de izquierda, de antielitismo. El periodista John B. Judis acierta de pleno al señalar que “los populistas de derechas defienden al pueblo contra una élite a la que acusan de proteger a un tercer grupo formado por inmigrantes, musulmanes y militantes negros. El populismo de izquierda es binario. El populismo de derecha es ternario. Mira hacia arriba, pero también hacia abajo, en la dirección de un grupo excluido”.

Estas dos iras despiertan afectos diferentes: es muy importante distinguir entre la indignación que la izquierda puede esperar suscitar ante la injusticia y el resentimiento que moviliza con éxito la extrema derecha. El primero es un sentimiento de protesta contra la injusticia, se sufra en primera persona o no. El segundo es la reacción de aquel que teme, solo por sí mismo o por los suyos, no recibir lo que le corresponde. El resentimiento es una “pasión triste”, por hablar como Spinoza, cuyo verdadero motor es la idea de que existen otras personas que disfrutan en mi lugar y que, por tanto, me impiden disfrutar. Lo cierto es que esta rabia impotente se vuelve en sí misma un disfrute. En otras palabras, se trata de una reacción, no frente a las desigualdades, sino frente al avance de la igualdad.

Es necesario, por tanto, desprenderse de una lectura compasiva, e incluso condescendiente, que confunde a las clases populares y al populismo: los electores de Le Pen o de Trump, y más aún los de Bolsonaro, no son “perdedores” de la globalización que merecen compasión. En realidad, sea cual sea su éxito o fracaso, ya sean ricos o pobres, estos neofascistas insisten una y otra vez en el hecho de que otras personas, que ellos consideran que no lo merecen, están en mejor situación. Así se entiende su rabia contra las minorías y las mujeres, pero también contra los “que reciben ayudas”: el populismo de derechas no detesta más a nadie que a los “undeserving poor”, esos pobres que no se merecen más que lo que tienen. O más bien, que ni siquiera se merecen eso; y también a los bobo [pijjipis] de izquierdas, esos licenciados que tienen la arrogancia de no darse cuenta de que el capital cultural que les sirve para sentirse afortunados no tiene mayor valor que el que le otorgan ellos mismos…

Caer en el gusto por la miseria no solo es reducir innecesariamente a las clases populares al voto populista y, de forma simétrica, el voto populista a las clases populares. Es también rechazar verlas como verdaderos sujetos políticos (en lo malo, a veces, pero también en lo bueno). Considerarlas como simples víctimas es negarles toda capacidad de reacción (agencia).

Valores neoliberales

Hoy día, el resentimiento neoliberal no concierne únicamente a las relaciones de clase, sino que afecta también a las políticas identitarias. En Brasil, como en muchos otros países, desde Estados Unidos hasta Rusia, y desde Hungría hasta Italia, estamos viendo desarrollarse no solo movimientos sociales reaccionarios –como en Francia– que prolongan la cruzada lanzada por el Vaticano, sino también auténticas campañas gubernamentales antigénero y, por tanto, políticas de Estado, en Europa, pero también en América Latina y otros lugares.

Observamos además que, como respuesta, los “populistas de derechas”, que prefiero calificar de neofascistas, hacen campaña con el sexismo y la homofobia. ¿Acaso Trump no demostró que las revelaciones más chocantes sobre su sexismo (la grabación en la que se jactaba de “coger a las mujeres por el coño”; pussy grabbing en inglés), lejos de debilitarlo, fortalecieron el apoyo que le granjeaba su electorado? De igual manera, Bolsonaro no ha sufrido en absoluto ninguna consecuencia negativa por sus declaraciones sexistas y homófobas, sino que estas movilizan todavía más a su electorado de lo que chocan a los detestados “bobos”. La campaña de rumores descabellados sobre el “kit gay” en las escuelas, que se hacía eco de otras similares en Francia entre 2010 y 2014, demuestra muy bien que se trata de una estrategia política deliberada.

El antiintelectualismo permite orientar el odio populista a las élites únicamente hacia las élites culturales

¿Qué relación tiene con el neoliberalismo? Se podría formular la hipótesis de que el antiintelectualismo que motiva los ataques contra la (supuesta) “teoría de género” y la defensa del “sentido común” (como el nombre del movimiento católico que lucha contra el matrimonio para las parejas del mismo sexo en Francia) cobra todo su sentido en un mundo neoliberal. Se podría pensar, por ejemplo, en los ataques violentos contra la filósofa Judith Butler, cuya efigie quemaron en São Paulo en 2017. En efecto, este antiintelectualismo permite orientar el odio populista a las élites únicamente hacia las élites culturales, como si el auténtico privilegio, lejos de ser económico, fuera sobre todo cultural.

Dicho de otro modo, en el mismo momento en que el capital cultural está perdiendo importancia relativa frente al capital económico, esta es una retórica que permite sustituir el primero por el segundo. Las amenazas que se ciernen en la actualidad sobre las libertades académicas, y más aún sobre la filosofía y las ciencias sociales, confirman que el neoliberalismo se adapta muy bien a un antiintelectualismo que la toma con el pensamiento crítico.

Se podría incluso ir más lejos: en realidad, la reacción sexual desempeña hoy día un papel crucial en el mecanismo neoliberal. Que Paulo Guedes haya experimentado la necesidad de redoblar los insultos sexistas de Jair Bolsonaro contra Brigitte Macron ofrece una muestra valiosísima: la política sexual y la política económica van en la actualidad de la mano. Es la tesis del importante libro de Melinda Cooper sobre la relación entre la corriente neoliberal y el nuevo conservadurismo moral: los “valores familiares” (por retomar el título) son tan económicos como culturales. Reflexionar sobre el capitalismo neoliberal nos invita a superar la distinción entre políticas redistributivas y políticas de reconocimiento (por retomar el léxico de Nancy Fraser).

En lugar de oponerse, como piensa a menudo la izquierda, la moral y el mercado hacen buenas migas en este nuevo régimen político. Esto supone privatizar el orden social (y sexual) que descansa con mayor frecuencia, más que en el Estado, en la responsabilidad individual y familiar. Esta obra acaba además de inspirar a la politóloga Wendy Brown para imaginar “el auge de las políticas antidemocráticas en Occidente”, una revisión de los análisis anteriores que elaboró sobre la “pesadilla estadounidense”, o sea, la alianza antinatural de los partidarios del neoliberalismo y los defensores de la reacción moral: ¿no asistimos con eso, al contrario, al origen mismo de este proyecto de revisión del capitalismo, como atestigua la obra de Friedrich Hayek?

La cólera del hombre blanco

En Brasil, se podría hablar entonces de un laboratorio sexual del neoliberalismo. Si la destitución de Dilma Roussef es un primer signo al respecto, no sorprenderá por tanto que el sexismo haya representado también un papel protagonista: “chao, querida!”, coreaban sus adversarios. Faltaría además añadir que se trata también de un laboratorio racial. El racismo tuvo un papel decisivo en la candidatura de Trump: cuando cuestionó la nacionalidad de Barack Obama, primer presidente negro del que exigía ver el acta de nacimiento, se convirtió en una figura política. Esta postura se confirmó posteriormente con los ataques que realizó contra los mexicanos violadores, con la Muslim ban que cerraba las puertas a los refugiados provenientes de los países musulmanes y con el apoyo que brindó a los supremacistas blancos.

Lo mismo sucede con Bolsonaro. Basta con citar una sola de sus frases, extraída de una entrevista: “El racismo es algo raro en Brasil”. Su negación absoluta de las discriminaciones raciales, de las desigualdades económicas que se derivan de ella, y también de las violencias racistas, en particular a manos de la policía militar, es más esclarecedora que todas sus otras provocaciones. Además, el presidente añadió: “Dicen que soy homófobo, racista, fascista, xenófobo, pero he ganado las elecciones”. De hecho, el mapa electoral lo demuestra con claridad, el voto a Bolsonaro es más fuerte en el sur y más débil en el noroeste: el primero es blanco y el segundo no. Y no hablemos ni siquiera del trato a los pueblos indígenas del Amazonas…

Clase, sexo y raza: el laboratorio neoliberal es, en sentido estricto, interseccional. Es evidente en el caso de numerosos populistas autoritarios, comenzando por Trump y Bolsonaro. De hecho, el asesinato de Marielle Franco, mujer negra, lesbiana militante procedente de las favelas y luchadora contra las discriminaciones y las desigualdades, que retrospectivamente se puede considerar como el presagio de la elección que tuvo lugar seis meses después, es el símbolo trágico: el neofascismo pone la interseccionalidad en práctica, aunque invierte su aspiración emancipadora. ¿No le convendría a la izquierda extraer lecciones al respecto? La otra cara de esta lógica interseccional, dirigida contra las minorías, es “la revancha del hombre blanco”, por retomar el título de la investigadora Marie-Cécile Naves. También en ese caso, desde Trump hasta Bolsonaro (aunque sirve asimismo para la familia Le Pen en Francia y muchos otros “populistas de derechas”), se trata sin duda de una política del resentimiento.

Mediante la magia del resentimiento, los que dominan se consideran dominados, y los primeros pueden creerse los últimos

Todo esto ocurre, de hecho, como si estas políticas neofascistas erigieran la figura del hombre blanco mayoritario de clase media como la auténtica víctima, en lugar de las falsas víctimas minoritarias. Se trata de fomentar el sentimiento de que hay otros disfrutando indebidamente de ese estatus victimista deseable, con el pretexto de su pobreza, pero también del racismo, del sexismo o de la homofobia que sufren ellos y ellas. En resumen, supone invertir la jerarquía del privilegio: mediante la magia del resentimiento, los que dominan se consideran dominados, y los primeros pueden creerse los últimos…

Se entiende entonces la eficacia de esta política neofascista de los valores morales, culturales e identitarios, que rige el mecanismo neoliberal actual: para movilizar contra la igualdad en una época de desigualdades, recurre a los afectos inscritos en el cuerpo con un discurso no solo de clase, sino también de sexo y de raza. Su fortaleza radica en el hecho de avivar el resentimiento populista al alimentar, en todas las clases, ya sean populares o no, el temor a perder privilegios, grandes o pequeños, en comparación con otros, proletarios o minoritarios, que ya no aceptarían permanecer en su lugar, necesariamente inferior.

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Éric Fassin es sociólogo y profesor de la Universidad Paris 8.