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Brasil: la democracia al borde del caos y los peligros del desorden jurídico

Boaventura de Sousa Santos – Público.es

Cuando, hace casi treinta años, empecé los estudios sobre el sistema judicial en diferentes países, la administración de justicia era la dimensión institucional del Estado con menos visibilidad pública. La gran excepción era Estados Unidos debido al papel crucial del Tribunal Supremo en la definición de las políticas públicas más decisivas. Siendo el único órgano de soberanía no electo, con un carácter reactivo (no pudiendo, en general, movilizarse por propia iniciativa) y dependiendo de otras instituciones del Estado para hacer cumplir sus decisiones (servicios penitenciarios, administración pública), los tribunales tenían una función relativamente modesta en la vida orgánica de la separación de poderes instaurada por el liberalismo político moderno, y tanto es así que la función judicial se consideraba apolítica. A ello también contribuía el hecho de que los tribunales sólo atendían conflictos individuales y no colectivos y estaban diseñados para no interferir en las élites y las clases dirigentes, protegidas por inmunidades y otros privilegios. Poco se sabía sobre cómo funcionaba el sistema judicial, las características de los ciudadanos que recurrían a él y con qué objetivos.

Todo ha cambiado desde entonces hasta nuestros días debido, entre otros factores, a la crisis de representación política que afectó a los órganos de la soberanía electos, a una mayor conciencia de los derechos por parte de los ciudadanos y al hecho de que las élites políticas, desafiadas por algunos impasses políticos sobre temas controvertidos, han comenzado a ver el recurso selectivo a los tribunales como una forma de descargar el peso político de ciertas decisiones. También fue importante el hecho de que el neoconstitucionalismo emergente de la Segunda Guerra Mundial otorgara un peso muy fuerte al control de constitucionalidad por parte de los tribunales constitucionales. Esta innovación tuvo dos lecturas opuestas. Según una de ellas, se trataba de someter la legislación ordinaria a un control que impidiese su fácil instrumentalización por fuerzas políticas interesadas en hacer tabula rasa de los preceptos constitucionales, como sucedió, de manera extrema, en los regímenes dictatoriales nazis y fascistas. Según la otra lectura, el control de constitucionalidad era el instrumento del que se servían las clases políticas dominantes para defenderse de posibles amenazas a sus intereses resultantes de las vicisitudes de la política democrática y de la “tiranía de la mayoría”. Sea como sea, por todas estas razones surgió un nuevo tipo de activismo judicial que se conoció como judicialización de la política y que inevitablemente condujo a la politización de la justicia.

La gran visibilidad pública de los tribunales en las últimas décadas resultó, en buena medida, de los casos judiciales que involucraron a miembros de las élites políticas y económicas. El gran punto de inflexión fue el conjunto de procesos criminales que alcanzó a casi toda la clase política y a gran parte de la élite económica de Italia conocido como operación Manos Limpias. Iniciada en Milán en abril de 1992, consistió en investigaciones y detenciones de ministros, dirigentes partidarios, miembros del Parlamento (en un momento dado estaban siendo investigados alrededor de un tercio de los diputados), empresarios, funcionarios públicos, periodistas, miembros de los servicios secretos acusados de delitos de soborno, corrupción, abuso de poder, fraude, quiebra fraudulenta, contabilidad falsa y financiación política ilegal. Dos años más tarde, 633 personas habían sido detenidas en Nápoles, 623 en Milán y 444 en Roma. Por haber alcanzado a toda la clase política con responsabilidades de gobierno en el pasado reciente, el proceso Manos Limpias sacudió los cimientos del régimen político italiano y estuvo en el origen de la emergencia, años más tarde, del “fenómeno” Berlusconi. Con los años, por estas y otras razones, los tribunales han adquirido gran notoriedad pública en muchos países. El caso más reciente, y quizá el más dramático de todos los que conozco, es la operación Lava Jato en Brasil.

Iniciada en marzo de 2014, esta operación judicial y policial de lucha contra la corrupción, en la que están involucrados más de un centenar de políticos, empresarios y administradores, ha venido convirtiéndose poco a poco en el centro de la vida política brasileña. Al entrar en su 24ª fase, con la implicación del expresidente Lula da Silva y la forma en que fue ejecutada, está provocando una crisis política de dimensiones similares a la que precedió el golpe de Estado que en 1964 instauró una odiosa dictadura militar que duraría hasta 1985. El sistema judicial, que tiene a su cargo la defensa y garantía del orden jurídico, se transforma en un peligroso factor de desorden jurídico. Medidas judiciales flagrantemente ilegales e inconstitucionales, la selectividad grosera del celo persecutorio, la promiscuidad aberrante con los medios de comunicación al servicio de las élites políticas conservadores, el hiperactivismo judicial aparentemente anárquico, traducido, por ejemplo, en 27 medidas cautelares que buscan el mismo acto político (impedir la nominación ministerial de Lula da Silva), todo esto conforma una situación de caos judicial que resalta la inseguridad jurídica, profundiza la polarización social y política y pone la propia democracia brasileña al borde del caos.

Con el orden jurídico transformado en desorden jurídico, con la democracia secuestrada por el órgano soberano que no es elegido, la vida política y social se convierte en un potencial campo de despojos a merced de aventureros y buitres políticos. Llegados hasta aquí, se imponen varias preguntas. ¿Cómo se ha llegado a este punto? ¿Quién se aprovecha de esta situación? ¿Qué debe hacerse para salvar la democracia brasileña y las instituciones que la sostienen, incluyendo en particular a los tribunales? ¿Cómo atacar esta hidra de muchas cabezas de modo que a cada cabeza cortada no crezcan más cabezas? Trato de identificar en este texto algunas pistas de respuesta.

 ¿Cómo hemos llegado a este punto?

¿Por qué razón la operación Lava Jato está sobrepasando todos los límites de la polémica que normalmente suscita cualquier caso destacado de activismo judicial? Téngase en cuenta que a menudo se ha invocado la similitud con el proceso de Manos Limpias en Italia para justificar la notoriedad y agitación públicas causadas por el activismo judicial. Sin embargo, las similitudes son más aparentes que reales. Hay, por el contrario, dos diferencias decisivas entre ambas operaciones. Por un lado, los magistrados italianos mantuvieron un escrupuloso respeto por el proceso penal y, a lo sumo, se limitaron a aplicar normas estratégicamente olvidadas por un sistema judicial conformista y connivente con los privilegios de las elites políticas dominantes en la vida política italiana de posguerra. Por otro, procuraron investigar con el mismo celo los delitos de dirigentes políticos de diferentes partidos políticos con responsabilidades gubernamentales. Asumieron una posición políticamente neutral precisamente para defender el sistema judicial de los ataques que sin duda recibiría por parte de los afectados de sus investigaciones y acusaciones. Todo esto está en las antípodas del triste espectáculo que un sector del sistema judicial brasileño está dando al mundo. El impacto del activismo de los magistrados italianos llegó a ser designado como República de los Jueces. En el caso del activismo del sector judicial “lavajatista”, podemos hablar, como mucho, de República judicial bananera. ¿Por qué? Por el impulso externo que con toda evidencia está detrás de esta instancia específica de activismo judicial brasileño y que estuvo en gran medida ausente en el caso italiano. Este impulso dicta la selectividad flagrante de celo investigador y acusador. A pesar de estar involucrados responsables de varios partidos, la operación Lava Jato, con la complicidad de los medios de comunicación, se ha esmerado en la implicación de líderes del PT con el objetivo, hoy indisimulable, de suscitar el asesinato político de la presidenta Dilma Rousseff y del expresidente Lula da Silva.

Por la importancia del impulso externo y la selectividad de la acción judicial que tiende a provocar, la operación Lava Jato tiene más similitudes con otra operación judicial llevada cabo en Alemania, durante la República de Weimar, tras el fracaso de la revolución alemana de 1918. A partir de ese año, y en un contexto de violencia política proveniente tanto de la extrema izquierda como de la extrema derecha, los tribunales alemanes revelaron una dualidad chocante de criterios: castigar severamente la violencia de la extrema izquierda y tratar con gran benevolencia la violencia de la extrema derecha, la misma que años más tarde llevaría a Hitler al poder.

En el caso brasileño, el impulso externo son las élites económicas y las fuerzas políticas a su servicio que no se conforman con la pérdida de las elecciones en 2014 y que, en un contexto global de crisis de acumulación del capital, se sintieron fuertemente amenazadas por cuatro años más sin controlar la parte de los recursos del país directamente vinculada al Estado en el que siempre se basó su poder. Esta amenaza ha llegado al paroxismo con la perspectiva de que Lula da Silva, considerado el mejor presidente de Brasil desde 1988 y que dejó el gobierno con un índice de aprobación del 80%, se postule como candidato presidencial en 2018. A partir de ese momento, la democracia brasileña dejó de ser funcional para este bloque político conservador y comenzó la desestabilización política.

La señal más evidente de la pulsión antidemocrática fue el movimiento por el impeachment [proceso de destitución] de la presidenta Dilma pocos meses después de su toma de posesión, algo si no insólito, al menos muy poco común en la historia democrática de las últimas tres décadas. Bloqueados en su lucha por el poder a través de la regla democrática de las mayorías (la “tiranía de las mayorías”), trataron de poner a su servicio el órgano de soberanía menos dependiente del juego democrático y específicamente diseñado para proteger a las minorías, es decir, los tribunales. La operación Lava Jato, en sí misma extremamente meritoria, fue el instrumento utilizado. Contando con la cultura jurídica conservadora dominante en el sistema judicial, en las facultades de derecho y en el país en general, y con un arma mediática de alta potencia y precisión, el bloque conservador ha hecho todo lo posible para desvirtuar la operación Lava Jato, desviándola de sus objetivos judiciales, en sí mismos fundamentales para la profundización democrática, y convirtiéndola en una operación de exterminio político. Esta alteración consistió en mantener la fachada institucional de la operación Lava Jato, pero adulterando profundamente la estructura funcional que la animaba mediante la sobreposición de la lógica política a la lógica judicial. En tanto la lógica judicial se asienta en la coherencia entre medios y fines dictada por las reglas procesales y las garantías constitucionales, la lógica política, cuando es animada por la pulsión antidemocrática, subordina los fines a los medios y define su eficacia por el grado de esa subordinación.

En todo este proceso, tres grandes factores juegan a favor de los designios del bloque conservador. El primero resultó de la dramática descaracterización del PT como partido democrático de izquierda. Una vez en el poder, el PT decidió gobernar a la antigua usanza (es decir, oligárquica) para fines nuevos e innovadores. Ignorante de la lección de la República de Weimar, creyó que las “irregularidades” que cometiese serían tratadas con la misma benevolencia con que eran tradicionalmente tratadas las irregularidades de las élites y clases políticas conservadoras que habían dominado el país desde la independencia. Ignorante también de la lección marxista que decía haber asumido, no fue capaz de ver que el capital solo confía en los suyos para gobernar y que nunca es grato con quien, no siendo suyo, le hace favores. Aprovechando un contexto internacional de excepcional valorización de los productos primarios, provocado por el desarrollo de China, incentivó a los ricos a enriquecerse como condición para disponer de los recursos necesarios para llevar a cabo las extraordinarias políticas de redistribución social que hicieron de Brasil un país sustancialmente menos injusto al liberar a más de 45 millones de brasileños del yugo endémico de la pobreza. Terminado el contexto internacional favorable, solo una política de acuerdo “a la nueva moda” podría dar sustento a la redistribución social, o sea, una política que, entre muchas otras vertientes, se asentase en la reforma política para neutralizar la promiscuidad entre el poder político y el poder económico, en la reforma  fiscal para que tributen los ricos a fin de financiar la redistribución social después del fin del boom de las commodities, y en la reforma de los medios de comunicación, no para censurar sino para garantizar la diversidad de la opinión publicada. Era, sin embargo, demasiado tarde para tanta cosa que solo podría haber sido hecha a su tiempo y fuera del contexto de crisis.

El segundo factor, relacionado con éste, es la crisis económica global y el férreo control que tiene sobre ella quien la causa, el capital financiero, entregado a su vorágine autodestructiva, destruyendo riqueza bajo el pretexto de crear riqueza,  transformando el dinero de medio de intercambio en mercancía por excelencia del negocio de la especulación. La hipertrofia de los mercados financieros no permite el crecimiento económico y, por el contrario, exige políticas de austeridad mediante las cuales los pobres son conferidos al deber de ayudar a los ricos a mantener su riqueza y, si es posible, a ser más ricos. En estas condiciones, las precarias clases medias creadas en el período anterior quedan al borde del abismo de la pobreza abrupta. Intoxicadas por los media conservadores, convierten fácilmente a los gobiernos responsables de lo que son hoy en responsables de lo que les puede suceder mañana. Esto es tanto más probable en cuanto que su viaje desde la senzala hacia los patios exteriores de la Casa Grande fue realizado con el billete del consumo y no con el de la ciudadanía [1].

El tercer factor a favor del bloque conservador es el hecho de que el imperialismo norteamericano está de regreso en el continente después de sus aventuras en Oriente Medio. Hace cincuenta años, los intereses imperialistas no conocían otro medio sino las dictaduras militares para alinear a los países del continente con sus intereses. Hoy disponen de otros medios que consisten básicamente en financiar proyectos de desarrollo local y organizaciones no gubernamentales en las que la defensa de la democracia es la fachada para atacar de forma agresiva y provocadora a los gobiernos progresistas (“fuera el comunismo”, “fuera el marxismo”, “fuera Paulo Freire”, “no somos Venezuela”, etcétera). En tiempos en que la dictadura puede ser dispensada si la democracia sirve a los intereses económicos dominantes, y en que los militares, todavía traumatizados por las experiencias anteriores, parecen no estar disponibles para nuevas aventuras autoritarias, estas formas de desestabilización son consideradas más eficaces porque permiten sustituir gobiernos progresistas por gobiernos conservadores manteniendo la fachada democrática. Los financiamientos que hoy circulan abundantemente en Brasil provienen de una multiplicidad de fondos (la nueva naturaleza de un imperialismo más difuso), desde las tradicionales organizaciones vinculadas a la CIA hasta los hermanos Koch, que en los Estados Unidos financian la política más conservadora y tienen intereses sobre todo en el sector del petróleo, y las organizaciones evangélicas norteamericanas.

¿Cómo salvar la democracia brasileña?

La primera y más urgente tarea es salvar el órgano judicial brasileño del abismo en que está entrando. Para eso, el sector íntegro del sistema judicial, que ciertamente es mayoritario, debe asumir la tarea de reponer el orden, la serenidad y la contención en el interior del sistema. El principio orientador es simple de formular: la independencia de los tribunales en el Estado de derecho busca permitir a los tribunales cumplir con su cuota de responsabilidad en la consolidación del orden y la convivencia democráticas. Para ello no pueden poner su independencia al servicio de intereses corporativos, ni de intereses políticos sectoriales, por muy poderosos que sean. El principio es fácil de formular pero muy difícil de aplicar. La responsabilidad mayor en su aplicación reside ahora en dos instancias. El STF (Supremo Tribunal Federal) debe asumir su papel de máximo garante del orden jurídico y poner término a la anarquía jurídica que se está instaurando. Muchas decisiones importantes recaerán sobre el STF en los próximos tiempos y ellas deben ser acatadas por todos, cualquiera sea su tenor. El STF es en este momento la única institución que puede trabar la dinámica de estado de excepción que está instalada. Por su parte, el CNJ (Consejo Nacional de Justicia), al que compete el poder disciplinario sobre los magistrados, debe instaurar de inmediato procesos disciplinarios por reiterada prevaricación y abuso procesal, no solo al juez Sérgio Moro sino también a todos los otros que siguieron el mismo tipo de actuación. Sin medidas disciplinarias ejemplares, el órgano judicial brasileño corre el riesgo de perder todo el peso institucional que cimentó en las últimas décadas, un peso que, como sabemos, no fue siquiera usado para favorecer fuerzas o políticas de izquierda. Solo fue conquistado manteniendo la coherencia y la isonomía entre medios y fines.

Si esta primera tarea fuese realizada con éxito, la separación de poderes estará garantizada y el proceso político democrático seguirá su curso. El gobierno de Dilma decidió acoger a Lula da Silva entre sus ministros. Está en su derecho de hacerlo y no compete a ninguna institución, y mucho menos al órgano judicial, impedirlo. No se trata de huir de la justicia por parte de un político que nunca huyó de la lucha, dado que será juzgado (si ese fuera el caso) por quien siempre lo juzgaría en última instancia: el STF. Sería una aberración jurídica aplicar en este caso la teoría del “juez natural de la causa”. Puede, eso sí, discordarse del acierto de la decisión política tomada. Lula da Silva y Dilma Rousseff saben que hacen una jugada arriesgada. Tanto más arriesgada si la presencia de Lula no significa un cambio de rumbo que arrebate a las fuerzas conservadoras el control sobre el grado y el ritmo de desgaste que ejercen sobre el gobierno. En el fondo, solo elecciones presidenciales anticipadas permitirían reponer la normalidad. Si la decisión de Lula-Dilma saliera mal, la carrera de ambos habrá llegado a su fin, un fin indigno y particularmente indigno para un político que tanta dignidad devolvió a tantos millones de brasileños. Además, el PT necesitará muchos años hasta volver a ganar credibilidad entre la mayoría de la población brasileña, y para eso tendrá que pasar por un proceso de profunda transformación. Si todo sale bien, el nuevo gobierno tendrá que cambiar urgentemente de política para no frustrar la confianza de los millones de brasileños que están saliendo a las calles contra los golpistas. Si el gobierno brasileño quiere ser ayudado por tantos manifestantes, tiene que ayudarlos a tener razones para  ayudarlo. Es decir, sea en la oposición, sea en el gobierno, el PT está condenado a reinventarse. Y sabemos que en el gobierno esta tarea será mucho más difícil.

La tercera tarea es todavía más compleja porque en los próximos tiempos la democracia brasileña tendrá que ser defendida tanto en las instituciones como en las calles. Como en las calles no se hace formulación política, las instituciones tendrán la prioridad debida incluso en tiempos de pulsión autoritaria y de excepción antidemocrática  Las maniobras de desestabilización van a continuar y serán tanto más agresivas cuanto más visible sea la debilidad del gobierno y de las fuerzas que lo apoyan. Habrá infiltración de provocadores tanto en las organizaciones y movimientos populares como en las protestas pacíficas que realicen. La vigilancia tendrá que ser total ya que este tipo de provocación está hoy siendo utilizado en muchos contextos para criminalizar la protesta social, fortalecer la represión estatal y crear estados de excepción, utilizando para ello la fachada de normalidad democrática. De algún modo, como ha sostenido Tarso Genro, el estado de excepción ya está instalado, por lo que la bandera “No habrá golpe” tiene que ser entendida como denuncia del golpe político-judicial que ya está en curso, un golpe de nuevo tipo que es necesario neutralizar.

Finalmente, la democracia brasileña puede beneficiarse de la experiencia reciente de algunos países vecinos. El modo en que las políticas progresistas fueron realizadas en el continente no permitió dislocar hacia la izquierda el centro político a partir del cual se definen las posiciones de izquierda y de derecha. Por eso, cuando los gobiernos progresistas son derrotados, la derecha llega al poder poseída por una virulencia inaudita orientada a destruir en poco tiempo todo lo que fue construido a favor de las clases populares en el período anterior. La derecha viene entonces con un ánimo revanchista destinado a cortar de raíz la posibilidad de que vuelva a surgir un gobierno progresista en el futuro. Y logra la complicidad del capital financiero internacional para inculcar en las clases populares y en los excluidos la idea de que la austeridad no es una política con la que se puedan enfrentar, sino un destino al que se deben acomodar. El gobierno de Macri en Argentina es un caso ejemplar al respecto.

La guerra no está perdida, pero tampoco se ganará si solamente se acumulan batallas perdidas, lo que sucederá si se insiste en los errores del pasado.

Notas

[1] Casa-Grande e Senzala (1933), traducido al castellano como Los maestros y los esclavos, es una obra del antropólogo Gilberto Freyre que trata sobre la formación de la moderna sociedad brasileña bajo el régimen del monocultivo colonial de la caña de azúcar. La Casa Grande alude al lugar donde vivían los señores explotadores de esclavos que cultivaban el azúcar y la senzala se refiere a las habitaciones de los esclavos negros [N. del T.].

 Traducción de Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez