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Derechos para las prostitutas. ¿Para todas?

Beatriz Gimeno e Irene Zugasti. Publicado en Ctxt el 23-4-24

La institución prostitucional debe ser la única institución política de la que no cabe la posibilidad de hacer una crítica política ni discutir sobre su función social. Una parte de la izquierda se sigue negando a considerarla dentro del ámbito de la política, como algo incuestionable y sobre lo que no cabe debate. Esto sólo ocurre con la prostitución, de la que hay que aceptar, de partida, que está ahí sin más y que nuestra única intervención posible es aceptar lo que nos digan sobre ella algunas de las mujeres que se dedican a la misma. Ante cualquier otra aproximación ideológica se aplicarán argumentos deslegitimadores sorprendentes como que eso es “filosofía” o, peor aún, que la posición abolicionista busca imponer una moral, como si la justicia o la igualdad no fueran cuestiones morales, o como si no hiciéramos aproximaciones normativas, morales, basadas en la idea de una “vida buena”, de otras muchas instituciones, el matrimonio y la familia entre otras. Así que sí, claro que se puede –y debe– debatir la prostitución.

Imaginemos por un momento que al intentar hacer una crítica al matrimonio se nos dijera que la única aproximación política posible es dar voz a aquellas personas que quieren casarse o que no podemos criticar el matrimonio porque las vidas de muchas mujeres en el mundo dependen, precisamente, de que lo contraigan. Nuestra crítica a la prostitución es moral, pero es mucho más que eso. Pretende visibilizar el funcionamiento de una relación social que es un pilar del modo de dominación patriarcal. Renunciar a debatir en el nivel en el que se construye la superestructura viene a ser lo mismo que exigir que cuando hablamos de desigualdad salarial renunciemos a hablar de capitalismo. Se nos pide que renunciemos a examinar críticamente la manera en que la prostitución contribuye a reforzar, y reconstruye permanentemente, relaciones clasistas, racistas, coloniales y sexistas a cambio de acercarnos a casos particulares de aquellas, pocas, que tienen acceso a la palabra pública. Se nos pide que asumamos la idea de libertad negativa propia del capitalismo e ignoremos que la verdadera libertad requiere tanto de la libertad personal como de la colectiva. Las feministas anticapitalistas no podemos renunciar a iluminar las dimensiones culturales, simbólicas e ideológicas de la dominación masculina, o no podremos entenderla y combatirla.

Afirmar que las mujeres en prostitución necesitan trabajo, papeles y casa es una obviedad porque es lo que necesita y merece todo el mundo. Es lo que merecen las trabajadoras domésticas sin que eso nos impida a algunas plantear la necesidad de considerar la abolición de este trabajo, por ejemplo. El lema derechos para las prostitutas sugiere inmediatamente dos cosas: derechos para todas las mujeres, por supuesto, pero también la necesidad de asegurar el derecho a no ser prostituida, un derecho del que millones de mujeres están excluidas y del que seguirán estándolo mientras exista esta institución. La libertad personal consiste en poder elegir entre varias opciones, pero sin la libertad colectiva nos encontramos con que la gramática de dichas elecciones está escrita de antemano. Mientras exista el sistema prostitucional habrá millones de mujeres que no tengan más remedio que ingresar en él porque es un sistema que trabaja para reproducirse y preservarse y, por tanto, lo que hace en todo el mundo, de múltiples maneras, es asegurar que para millones de mujeres no haya opción, para lo que utiliza múltiples estrategias que cuentan con la complicidad de gobiernos y de los mercados.

Si queremos asegurar el derecho de millones de mujeres y niñas sin voz a no tener que entrar en la prostitución, lo que hay que hacer es acabar con ese espacio. ¿Y por qué es mejor que no exista la prostitución a que exista? Porque lo peor del sistema prostitucional no son sólo las condiciones en las que se ejerce en todo el mundo, sino que es un sistema, una institución, que necesita de la desigualdad sexual para existir, que la reconstruye y refuerza permanentemente, convirtiéndose así en una trinchera de la desigualdad. Nos afecta a todas las mujeres y afecta a la posibilidad de combatir el patriarcado.

Dice Nancy Fraser: “La prostitución codifica significados que son dañinos para las mujeres como clase”. Ya sabemos que los sistemas de dominación, en este caso el patriarcado, necesitan de una superestructura ideológica, instituciones culturales, prácticas sociales, modos de subjetivación… que son los que luego sustentan, recrean y reconstruyen la desigualdad material. Cuando Silvia  Federici afirma que el matrimonio es una institución cuya función es asegurar que cada hombre pueda tener una criada, se le olvida decir que la prostitución es la institución que asegura que cada hombre tenga una servidora sexual –o varias–, con la diferencia de que, gracias al feminismo, no todos los hombres acceden ya a una criada, mientras que todos los hombres siguen teniendo derecho a una servidora sexual.

Por eso mismo, la prostitución es, hoy, por encima de todo, un privilegio masculino, quizá uno de los más intocados, una guarida de la masculinidad tradicional, como afirma Beatriz Ranea. Una guarida que hay que inundar de feminismo y de igualdad para que deje de ser eso, guarida. Pero ello no pasa por normalizar la desigualdad que se despliega en el portal de al lado, en el piso de arriba, en el próximo desvío de una carretera nacional o en la puñetera calle. La prostitución no es una actividad simplemente feminizada, como hay muchas, sino una institución que, necesariamente, sitúa a hombres y mujeres en lugares opuestos del orden de género, del orden simbólico de la desigualdad, de la subjetividad. Todas las actividades feminizadas pueden imaginarse ocupadas por hombres. Costará más o menos, será más o menos difícil, pero bastará con pagar más y la valoración de dichas actividades irá cambiando. Aunque la prostitución masculina gay sea más o menos habitual ésta no adquiere el carácter de institución ni tiene relevancia en el sistema económico. Lo mismo podemos decir de la prostitución dedicada a mujeres más o menos ricas. En ninguno de los dos casos dicha actividad sirve para dividir a los hombres en putos y no putos, no apuntala el orden de género y, además, en general, no asume significados simbólicos de desigualdad, sino que existen muchos más matices. El privilegio no consiste en poder irse de putas sin más, sino en que todos los hombres del planeta puedan hacerlo; que todos los varones del mundo tengan acceso al cuerpo de mujeres por precio, todos ellos. Esto quiere decir que el sistema va a procurar, de múltiples maneras, que haya, literalmente, mujeres disponibles para todos los hombres. Independientemente de la clase, del dinero de que se disponga, independientemente de cualquier situación. Lo que les da acceso al privilegio es que son hombres, sólo eso. Considerarla reversible significaría que todas las mujeres del planeta, también las muy pobres, pudieran tener acceso a hombres que serían necesariamente más pobres que ellas. En ese caso el patriarcado colapsaría porque este consiste, entre otras cosas, pero de manera fundamental, en que, como dijo Engels, el hombre más pobre siempre tiene una persona más pobre, una mujer, que le confirma que él es más importante y que está en una posición de privilegio y poder respecto a ella. Si una mujer muy pobre tuviera a su disposición a hombres más pobres que ella misma, esto significaría el colapso del sistema de desigualdad sexual. La última de la fila tiene, necesariamente, que ser una mujer. Patriarcado y capitalismo se unen en la prostitución para apuntalar una particular –y al mismo tiempo, institucional y sistémica– relación social de dominación. Así, la prostitución distribuye mujeres a todos los varones del mundo. Un minero sudafricano puede irse de putas igual que un millonario. Es un pacto patriarcal interclasista y universal producto del contrato sexual primigenio. Si no rompemos ese pacto, esa estructura, ese contrato, la igualdad es imposible.

Por todo lo anterior, patriarcado y neoliberalismo son también constructores de subjetividades y racionalidades, y la prostitución como institución contribuye a forjar una particular subjetividad y racionalidad masculinas. ¿De verdad pensamos que el hecho de que todas las personas sepan que ser hombre determina la posibilidad, ilimitada y universal, de tener acceso sexual a las mujeres no incide en la propia subjetividad, en la consideración que se tenga de ellas, siempre puestas en la posición de mercancía, de objeto? A su vez, ellas no crecen con esa posibilidad en su horizonte, sino al contrario, ellas son las que siempre y en todo caso pueden convertirse en mercancía si las cosas no van bien. Por eso todas podemos ser putas, siempre. ¿Es esa una escuela de igualdad para los niños y niñas? ¿Cómo van los niños a considerar a las niñas sus iguales si vivimos en un sistema que garantiza que siempre y en todo caso una parte de ellas y de manera sistémica van a estar a su disposición sexual? Dice K. Barry: “Mientras los adolescentes van a aprender su poder sexual a través de la experiencia social de su impulso sexual, las adolescentes aprenden que el lugar del poder sexual es masculino”. ¿Es posible no ver ahí la generación de lo que Jonasdottir denominó “plusvalía de género”? Y más ahora, cuando el patriarcado se siente acosado por los recortes neoliberales y el feminismo y plantea nuevas formas de extraer esa plusvalía, sin la cual, inevitablemente, se vendría abajo.

Y no, no es –solo– “filosofía”: conocer la realidad de quienes trabajan con adolescentes refrenda las palabras de Barry. Al igual que acercarse a los trabajos de las que llevan años investigando la “manosfera”, o los espacios y comunidades de puteros, aleja de cualquier postura que sostenga que institucionalizar sus narrativas –es decir, convertir sus privilegios de disposición sexual en derechos, derechos para ellos, al fin y al cabo– va a desembocar en un horizonte de igualdad y emancipación femenina y feminista.

Por otra parte, la prostitución es hoy una megaindustria global basada en la dependencia norte-sur con ramificaciones en muchos sectores económicos y con capacidad, incluso, para modificar el PIB de algunos países o determinar su flujo turístico o sus políticas públicas para acomodarla. Curiosamente la prostitución es la única megaempresa en la que está mal visto criticar al dueño, al explotador, al capitalista; en esta actividad, el explotador desaparece misteriosamente, casi parece un benefactor. Sale del debate y quedamos unas frente a las otras. Podemos criticar al dueño de Mercadona o de Zara y sólo la derecha dirá que eso significa poner en peligro los miles de puestos de trabajo que se supone que crean, pero en cambio, desde algunos sectores, no se nos deja criticar a los dueños de la prostitución, con el argumento de que las perjudicamos a ellas. Estamos ante una de las industrias que proporcionan una mayor plusvalía a los dueños: oferta potencialmente ilimitada, demanda también ilimitada y costes de extracción y transformación cercanos a cero. Pero para que esto sea así, para obtener la necesaria materia prima –mujeres y niñas– (y garantizar el privilegio), es necesario mantenerlas sometidas, al menos a la mayor parte de ellas, en una posición de empobrecimiento material y desempoderamiento simbólico radicales. La prostitución requiere de la pobreza y del desempoderamiento femenino como condición de posibilidad y a ello se aplica todo el sistema patriarcal y económico. Y esto tiene consecuencias muy reales, y muy materiales, en las vidas de las mujeres y niñas. ¿Para qué va un país empobrecido a esforzarse en mandar a sus niñas al colegio o a la universidad si su PIB se incrementa al dedicarlas a la prostitución? ¿Para qué va a luchar por la igualdad si su población masculina, empobrecida y sometida por los recortes neoliberales y subjetivamente presionada por el feminismo, necesita una válvula de escape para no explotar? Al fin y al cabo, el sistema, cuando ha sometido a los trabajadores a condiciones inasumibles de explotación, lo que ha hecho siempre es ponerles cerca un prostíbulo, no un sindicato. Lo mismo, por cierto, ocurre en las guerras, tan en boga en estos tiempos: cerca de los cuarteles y las trincheras, hasta cuando no queda munición, quedan ellas, el descanso del guerrero. Así, las mujeres más pobres se convierten en la materia prima sacrificable de una megaindustria global cuyo fin sólo llegará cuando deje de haber demanda, es decir, puteros. Entonces quizá podremos comenzar a hablar de derechos para las mujeres más vulnerables.

La idea de que la despenalización desembocaría en un horizonte de autonomía, derechos laborales y entornos no violentos para las mujeres en situación de prostitución ignora –no sabemos si deliberada o indeliberadamente– el papel de los puteros y de los dueños de esta institución prostitucional, e ignora la violencia intrínseca a la institución misma.

Hace falta una ley abolicionista, sí. Esta tiene que dedicar ingentes recursos a las mujeres que quieran dejar la prostitución, y tiene que garantizar que las mujeres en situación irregular puedan acceder a un trabajo, y ello implica abordar la sacrosanta ley de extranjería, pero, sobre todo, tiene que dedicar enormes recursos a construir igualdad, a deslegitimar social y culturalmente a los puteros, a sacarlos a la luz y fuera del cómodo silencio que les mantiene fuera del debate. Tiene que educar a niños y niñas en la igualdad sexual, en el consentimiento, en el deseo consensuado, explicar a toda la sociedad que la igualdad de las mujeres es un principio básico de la democracia y en ella no cabe la protección a instituciones o prácticas que ayuden a reconstruir, de ningún modo, significados de desigualdad.

Beatriz Gimeno. Escritora, activista y diputada de Unidos Podemos en la Asamblea de Madrid.

Irene Zugasti. Politóloga y Periodista.

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