Skip to content

José Manuel Naredo: «Más que bajo una tiranía de los mercados, vivimos bajo una tiranía corporativa»

Andrés Villena

Las etapas de crisis vienen muchas veces acompañadas por fenómenos inflacionarios. Pero no solo de los precios de los bienes y los servicios, sino también de las palabras y los términos que se emplean para tratar de designar lo que puede estar sucediendo. La escasa costumbre de pararnos a pensar nos lleva con frecuencia a participar en un torrente discursivo en el que el decrecimiento se mezcla con la crisis de valores, el capitalismo neoliberal se enfrenta maniqueamente con la intervención pública, y el crecimiento sostenible y el medio ambiente aparentan no albergar contradicción alguna.

Una reflexión atenta revela que estas nociones señalan, en realidad, situaciones borrosas, confusas y difusas, propias de una crítica que se encuentra en un estado de agotamiento. Para ello se ha publicado recientemente La crítica agotada. Claves para un cambio de civilización (Editorial Siglo XXI). En este ensayo, el economista y estadístico José Manuel Naredo, uno de los principales pioneros de la economía ecológica en España, desmonta toda una red de conceptos que contribuyen a reforzar una ideología dominante que la izquierda y los movimientos sociales continúan arrastrando colina arriba, en una repetición y actualización del pesado mito de Sísifo.

Leer La crítica agotada es también una oportunidad para romper con los esquemas tradicionales del análisis económico, pero también del político y social. Naredo reivindica una ciencia que esté en contacto con la realidad y que combine distintas perspectivas, como la ecológica o la física, con una economía que lleva décadas estancada por su inmovilismo monetario. Un afán verdaderamente científico, un marcado espíritu literario y un carácter actual, con la constante mención de acontecimientos recientes, marcan esta obra, profundamente relacionada con otros trabajos previos, como La economía en evolución, Raíces económicas del deterioro ecológico y social o Taxonomía del lucro, publicados por la misma editorial.

Uno de los elementos centrales de su obra son los ‘no conceptos’. Una serie de términos de significado ciertamente confuso. Algunos de estos son dictadura de los mercados, neoliberalismo, decrecimiento, desarrollo sostenible e incluso democracia. En un periodo en el que se necesita más que nunca una respuesta, estos significantes de contenido tan impreciso y contradictorio nos llevan a abrazar inconscientemente las ideas dominantes.

Se trata de una paradoja: cuando es más evidente que estamos en una crisis de civilización, más difícil parece reconducirla hacia horizontes ecológicos y sociales más saludables. Una reflexión sobre las causas de esta situación, de este impasse ideológico, nos lleva a esos ‘no conceptos’. Con el empleo de estos se consigue solo marear la perdiz sin obtener resultados; gracias a ello, los movimientos sociales parecen atrapados en el mito de Sísifo: tras un enorme esfuerzo militante, comprueban cómo la piedra que han subido a la montaña se les desprende una y otra vez, sucesivamente.

A principios de los años setenta parecía mucho más plausible el cambio de civilización, y eso se ha ido diluyendo por una serie de causas, entre la que destaca precisamente un impasse político que encierra un impasse ideológico. Por ejemplo, cuando analizo las publicaciones del movimiento ecologista en el pasado, puedo comprobar que los primeros documentos, como el Diccionario del desarrollo, publicado en 1992, son mucho más radicales que los posteriores, sobre todo a la hora de desmontar esa red de conceptos que apoyan la ideología dominante. Y a partir de ahí ha habido mucho movimiento en este ámbito, pero los temas básicos han quedado difuminados.

Acertar con los conceptos, con las principales ideas, es una de las sugerencias de este libro. Esto ocurre con el denominado neoliberalismo: sabemos que Margaret Thatcher y Ronald Reagan llevaron a cabo políticas conservadoras en los años ochenta. Pero no conocemos tan bien la trascendencia de la ruptura del sistema monetario, que se había producido solo una década antes. ¿Por qué?

En agosto de 1971 EEUU retiró unilateralmente el respaldo en oro del dólar. Aquel era el último cordón umbilical que unía el dinero al mundo físico. Se trata de un momento clave. Entonces surgieron numerosas propuestas de sistemas monetarios internacionales, pero todo acabó difuminándose.
Por aquel entonces, el economista Michael Hudson calificó de ‘neoimperialista’ aquella decisión adoptada. Estados Unidos podía comprarse todo lo que fabricaran los otros países, como productos agrarios o industriales, gracias a la emisión de unos papelitos o incluso meros apuntes contables. Y aquella huida hacia delante ha llevado a la producción de un auténtico agujero financiero, a la multiplicación de los pasivos estadounidenses, que, además, son no exigibles, desvinculados del oro. De todo esto no se habla. Tampoco de que el principal propietario de deuda pública estadounidense sea la Reserva Federal, el banco central de los EEUU. Algo totalmente heterodoxo y que se encuentra en las antípodas del liberalismo.

Es una intervención estatal muy clara.

Y que deja en pañales al keynesianismo. Denominar neoliberales estas prácticas no tiene sentido.
Las dicotomías más repetidas, como la de liberalismo-mercado-privado, frente a un intervencionismo estatal-público, no reflejan demasiado bien lo que pasa verdaderamente. El expresidente Mariano Rajoy bromeaba con que él había subido los impuestos y nacionalizado la banca en su primer mandato.
Todo el grueso de las privatizaciones en España se produjo con Felipe González. Atribuir los problemas a un neoliberalismo maligno no casa con la realidad. Es notable el ejemplo del discurso ideológico del partido de Jesús Gil y Gil, el Grupo Independiente Liberal (GIL), cuyas siglas coincidían, además, con las tres letras de su apellido. Aquello era de traca: una formación súper caciquil e intervencionista. Con este ejemplo se puede observar el marasmo que se genera, que lleva a que la gente no pueda creerse nada. Y que, con todo ello, las reglas del juego no se lleguen ni siquiera a discutir.

Lo que ha ocurrido en estos años previos, más que relacionado con el liberalismo, lo está con la promoción de una mayor libertad de explotación. ¿Puede haber mayor intervencionismo que cambiar un artículo de la Constitución española para garantizar que los acreedores puedan cobrar prioritariamente los intereses de la deuda pública? Estas son formas muy fuertes de intervencionismo. La confusión se manifiesta también cuando determinadas posiciones proponen establecer la denominada tasa Tobin para gravar las transacciones financieras… Sin llegar a discutir sobre cambiar el sistema monetario internacional.

¿Tampoco acertamos si denunciamos la tiranía de los mercados?

Creo que más que la tiranía de los mercados, deberíamos llamar a las cosas por su nombre: vivimos bajo una tiranía corporativa, que es lo que ha ganado peso con el tiempo y ha sometido a los Estados. Se regula lo que se quiere regular, no es que haya desregulación: a lo mejor se desregula para que haya una mayor libertad de explotación, pero, al mismo tiempo, se amarran otras cosas. Se regula lo que se quiere. El mercado libre ni existe ni puede existir; siempre transcurre dentro de un marco institucional y cultural en el que se decide lo que se puede intercambiar, cómo, y en qué condiciones.

Entonces, ¿la teoría o el teorema de la mano invisible de Adam Smith, tantas veces repetido, está sacado de contexto? En el texto, usted afirma que si se estudia a Smith directamente se puede demostrar que este emplea la metáfora muy pocas veces y la mayoría de manera irónica o como recurso literario.

En el libro apunto a una traducción de Adam Smith en la que hay una matización muy importante que incluso ha sido borrada en las nuevas ediciones, de modo que parece que afirme que la mano invisible siempre endereza las cosas. Hay muchos autores, como Smith, que en realidad tienen una visión mucho más amplia que la que se ha extendido posteriormente; lo único que se saca a relucir de estos son ciertas cosas acordes con la ideología económica dominante. El resto se silencia. Unos, para que sea acorde con ellos, pero otros, para descalificar una obra que tiene numerosos elementos interesantes, diversos y matizados.

Claro. Unos utilizan a Adam Smith como el que presuponía el egoísmo humano y con ello la mano invisible, cosa que en realidad no es cierta, y los críticos hacen algo parecido pero para demonizarlo. Eso pasa también con la Escuela de Salamanca y con sus reflexiones sobre el precio justo. Los promotores de esta escuela discutieron sobre lo que debía ser lícito o no con los intercambios, e incluso se dedicaron a clasificar y jerarquizar las distintas formas de lucro existente. Y los ultraliberales, los economistas de la Escuela Austriaca, han preferido verlos como los pioneros de la tendencia ideológica que ellos defienden.

Cuando se lee a estos teóricos directamente, se puede comprobar que condenaban el monopolio y analizaban la realidad desde una perspectiva de justicia social, de igualdad. Y que lo primero que hacían era condenar la avaricia y el empeño de sacar tajada de todo. Y asumían también que vivían en una sociedad jerárquica, totalmente distinta de esa sociedad de hombres libres e iguales que promueve supuestamente la utopía liberal. Estudiaban la sociedad tal y como esta era. Por todo ello, está tan traído por los pelos concluir con que son los pioneros del liberalismo; más bien lo serían de la preocupación por la justicia social.

Parece que nos domina un relato mítico, religioso, que nos aleja progresivamente de lo que pasa en realidad. La metáfora de la producción, o la eterna idea del crecimiento como el indicador de lo que va bien o va mal, sería otro ejemplo. Pero también una idea en principio inocente, la del medio ambiente. ¿La producción sería lo importante y la naturaleza es ese ambiente que la rodea?

Sí, eso encaja perfectamente con la noción, también dominante, de sistema económico, caracterizado por el reduccionismo monetario. Todo lo demás, todo lo externo al sistema, son externalidades. Ahí encaja la noción del medio ambiente. Por un lado va la especie humana, y por otro lado, va todo lo demás. Cuando lo suyo es que si queremos avanzar, tenemos que aceptar que la especie humana forma parte de la biosfera y, a partir de ahí, estudiar cómo se produce la integración entre el ser humano y el territorio, el planeta, las características climáticas, la diversidad biológica, el agua, la geología, la topografía… Y dejar de designar todos estos aspectos fundamentales a partir del ser humano y una producción que es un cajón de sastre en el que entra todo, también, por ejemplo, la construcción del aeropuerto de Castellón.

Algo similar ocurre cuando hablamos de lucha contra el cambio climático. Supone un desplazamiento de las causas a los efectos… No se habla de las cosas sustanciales que lo producen. Por eso me acuerdo siempre de un chiste del dibujante El Roto, que en una viñeta decía algo así como que “la lucha contra el cambio climático induce mucho a hablar del tiempo”. Hablas del tiempo, pero no hablas de las causas, que sería lo que habría que corregir. En los libros antiguos de ecología había un triángulo en el que figuraban el suelo, la vegetación y el clima y se afirmaba que solo se podía intervenir sobre los dos primeros elementos. Ahora se pretende intervenir sobre el clima y se corre un tupido velo sobre el resto. Cuando existen enormes posibilidades: se puede hacer un seguimiento de lo que ocurre en el territorio gracias a las fotos aéreas y a los sistemas de información geográfica. Con todo ello se podría ver cómo evoluciona el patrimonio inmobiliario, etc.

Hay mucho que hacer una vez se elimina el velo ideológico, entonces. ¿Qué perspectiva sugiere para abordar una situación tan compleja?

La última parte del libro es la propositiva. En esta se describe un paradigma ecointegrador que sustituiría al actual. Consiste en integrar el conocimiento, frente al enfoque analítico parcelario predominante y tributario de la Ilustración; este último ha oficiado un divorcio entre las ideas de economía y ecología, o entre individuo y sociedad, o entre especie humana y naturaleza. Frente a esa idea de oposición debería emerger una perspectiva de integración, de simbiosis.

Afirma también que la economía actual, si tenemos en cuenta lo que recomienda y todo lo que deja fuera, sería la menos económica posible. ¿Tiene sentido dejarla en manos de los economistas mayoritarios?

Yo promuevo una economía abierta e interdisciplinar en la que participen y concurran profesionales de distintos campos, que pasan a ser muy importantes cuando se trasciende el reduccionismo monetario. Hay campos fundamentales como, por ejemplo, la termodinámica, que requiere ser tenida en cuenta. Se trata, en resumen, de pasar de ‘el sistema económico’, gobernado por el reduccionismo monetario y la metáfora absoluta de la producción, a una economía de sistemas, entre los que está, por supuesto, el monetario, pero también la física, la energía, el metabolismo, el territorio… Todo esto conlleva pasar a un paradigma más participativo en diferentes sentidos. Al abrir el análisis, deja de existir ese equilibrio mítico que la economía corriente siempre describe. Ya no hablaríamos de un óptimo, sino de varios escenarios más o menos razonables por los que habría que decidirse. Hasta ahora, dichos escenarios los ha decidido el poder sin más. Por ello, también sería más participativo socialmente, con una mayor concurrencia de la gente en la toma de las decisiones.

Es preciso trascender la idolatría del PIB hacia una taxonomía de las formas de lucro para crear un marco institucional que sea capaz de penalizar lo que es ilícito y promover lo lícito. Hay que analizar profundamente el lucro, no solo lo que forma parte del Producto Interior Bruto.

No solo es relevante lo que hay dentro de este, sino también lo que hay fuera. En mi anterior libro, Taxonomía del lucro, termino con un apéndice satírico, en el que proponemos la celebración del I Máster de Economía de la Corrupción Óptima. El problema es que la realidad llega a veces más lejos que la ficción, como en el caso de los comisionistas del Ayuntamiento de Madrid.