Artículo publicado originalmente en Rebelión
Por Atilio A. Boron
En 1944
Gunnar Myrdal, un sueco que había recibido el Premio Nobel de economía,
escribió un libro titulado “El dilema norteamericano” para desentrañar las
raíces del llamado “problema negro” en Estados Unidos. Su investigación
demostró que los afroamericanos eran percibidos y tratados por los blancos
-salvo un sector que no compartía esa creencia- como una “raza inferior” a la
cual se le negaba el disfrute de los derechos supuestamente garantizados por la
Constitución. Por eso los afroamericanos quedaban en situación estructural de
desventaja con los blancos: bajos ingresos, menor educación y mayor desempleo
construyeron la trama profunda de un círculo vicioso heredado de la larga
historia de la esclavitud y cuyas sombras se proyectan hasta el presente.
Myrdal concluyó su estudio diciendo que Estados Unidos tenía un problema, pero
era de otro color: blanco. Una población denostada, agredida y discriminada,
que incluso después de un siglo de abolida la esclavitud debía luchar contra la
cultura del esclavismo que sobrevivió largamente a la terminación de esa
institución.
El Informe de la Oficina del Censo de EEUU del año 2019
confirma la validez de aquel lejano diagnóstico de Myrdal al demostrar que si
el ingreso medio de los hogares estadounidenses era de $ 63.179 y el de
los hogares “blancos” $ 70.642 el de los afroamericanos se derrumbaba hasta los
$ 41.361 y el de los “hispanos” caía pero estacionándose en $ 51.450. Los
blancos son el 64 % del país, pero el 30 % de la población carcelaria; los negros
suman el 33 % de los convictos siendo el 12 % de la población. El 72 % de los
jóvenes blancos que terminan la secundaria ingresan ese mismo años a una
institución terciaria, cosa que sólo hace el 44 % de los afrodescendientes. Las
recurrentes revueltas de esa etnia oprimida atestiguan el fracaso de las
tímidas medidas adoptadas para integrarla, como la tan discutida “acción
afirmativa.” La pandemia del Covid-19 agravó la situación, poniendo de
manifiesto la escandalosa discriminación existente: la tasa de mortalidad
general por ese virus es de 322 por millón de habitantes y baja a 227 para los
blancos, pero sube bruscamente entre los negros a 546 por millón. Y la
depresión económica que la pandemia potenció exponencialmente tiene entre sus
primeras víctimas a los afrodescendientes. Son ellos quienes figuran
mayoritariamente entre los inscriptos para obtener el módico y temporario
seguro de desempleo que ofrece el gobierno federal. Y además son el grupo
étnico mayoritario que está en la primera línea del combate a la pandemia.
Esta explosiva combinación de circunstancias sólo necesitaba
un chispazo para incendiar la pradera. El asesinato de George Floyd a manos de
la policía de Minneapolis filmado minuto a minuto y viralizado en instantes
aportó ese ingrediente con los resultados ya conocidos. La criminal estupidez
de un Trump desquiciado por más de cien mil muertos a causa de su negacionismo
y por el abismo económico que se abrió a sus pies a cinco meses de la elección
presidencial hicieron el resto. En un tuit amenazó a los manifestantes con
“meter bala” si proseguían los disturbios, igual que los esclavócratas sureños
del siglo diecinueve. Signos inequívocos de un fin de ciclo, con violencia
desatada, saqueos y toques de queda desafiados en las principales ciudades.
Cualquier pretensión de “volver a la normalidad” que produjo tanta barbarie es
una melancólica ilusión.