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La gestión insostenible del agua pasa factura

Fotografía de portada: El embalse de Barrios de Luna (León) durante la sequía de 2017. / Pablo Tejedor Garcia (Wikimedia Commons)

Artículo original publicado en ctxt.es por Julia Martínez Fernández

Parece un lugar común decir que el agua es básica para la vida, que es escasa y que debemos hacer un buen uso de ella. Es una de esas afirmaciones que concitan amplios consensos a condición de que no concretemos de qué vida hablamos, por qué es escasa y que significa usarla bien. Cuando hablamos, por ejemplo, de que toda persona por el hecho de serlo tiene que tener garantizado el acceso al agua como derecho humano, que el agua es también para otros seres vivos, que parte de la escasez del agua es construida y que uso eficiente no es sinónimo de buen uso, afloran visiones y perspectivas muy diferentes acerca de cuáles son los principales problemas, sus causas y sus soluciones.

Empecemos por una obviedad: ninguna situación compleja tiene una solución sencilla y la del agua y sus usos resulta especialmente compleja por su naturaleza múltiple: constituyente de cualquier ser vivo pero también recurso para las actividades productivas; derecho humano y, a la vez, bien económico sujeto a precios; base de los ecosistemas que nos rodean a una escala local y también parte de la hidrosfera y del sistema climático a escala planetaria. Añadamos a lo anterior que la propia expresión del agua es también múltiple y dificulta percibir que aguas dulces (ríos, manantiales) y salobres o saladas (deltas, zonas costeras), superficiales y subterráneas y en su fase terrestre o atmosférica, son todas una misma agua o, por ser más precisos, forman parte del ciclo hidrológico, tal y como aprendimos en la escuela.

Perduran visiones que entienden el agua de forma unidimensional, básicamente como recurso para las actividades productivas

Abordar esta complejidad requiere una perspectiva integral en el análisis y gestión de los problemas, sus causas y sus posibles soluciones. Sin embargo esta perspectiva integral encuentra una especial resistencia en España, donde perduran visiones que emanan del paradigma hidráulico que dio forma a la política del agua en España a lo largo del siglo XX. Este paradigma entiende el agua, más allá de las necesidades domésticas, de forma bastante unidimensional, básicamente como recurso para las actividades productivas (principalmente regadío y energía hidroeléctrica). El objetivo entonces de la planificación y gestión del agua era –y en parte sigue siendo– suministrarla allí donde las actividades socioeconómicas la demandan, como un buen fontanero.

Esta visión profundamente mutilada del agua y sus funciones no ha salido gratis. Las consecuencias, hasta hace unas décadas más o menos ocultas, afloran ahora de forma cada vez más clara y nos afectan de forma muy directa. Realicemos un rápido repaso a estos problemas del agua, sus causas y por qué importan.

De acuerdo con datos del Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico (MITERD), casi la mitad (el 44%) de nuestras masas de agua superficiales y subterráneas, incluyendo aguas de transición (deltas, estuarios) y costeras (litorales), están en mal estado, principalmente por sobreexplotación, contaminación y alteración de cauces. Siendo esto grave, lo peor es que, tras tres ciclos de planificación hidrológica en la que se supone que se han aplicado medidas para alcanzar el buen estado en todas las masas, la situación no ha mejorado y, de hecho, algunos datos apuntan más bien a su empeoramiento. Por ejemplo, en las doce demarcaciones hidrológicas intercomunitarias (compartidas entre varias comunidades autónomas), el número de masas subterráneas que no alcanzan el buen estado ha pasado del 37,3% al 40,4% entre el segundo y el tercer ciclo.

En muchas zonas el índice de explotación hídrica supera el umbral del 40%, indicador de estrés severo

En muchas zonas, el índice de explotación hídrica (WEI+), es decir, la proporción de recursos hídricos renovables que son consumidos en los diferentes usos, supera el umbral del 40%, indicador de estrés severo. Es el caso de la cuenca del Ebro (más de la mitad de los sistemas de explotación con estrés, nueve de ellos con estrés severo) del Tajo y del Guadalquivir, globalmente en estrés severo (WEI+ del 47 y 48% respectivamente) y del Segura, donde el WEI+ supera el 100% de los recursos disponibles y donde se reconoce un déficit estructural de 311 hectómetros cúbicos anuales. Esta elevada captación de agua de manantiales, ríos y acuíferos explica la alarmante reducción de los caudales circulantes y la sobreexplotación creciente de las aguas subterráneas, que a su vez agravan los problemas de contaminación de ríos y acuíferos.

Con los datos del segundo ciclo de planificación hidrológica, el 44% de las masas superficiales sufren contaminación puntual, procedente sobre todo de los vertidos urbanos e industriales, y el 43% sufre contaminación difusa, causada básicamente por las actividades agrarias, debido a los fertilizantes, pesticidas y la ganadería intensiva. En el caso de las aguas subterráneas, la contaminación es mayoritariamente difusa, de origen agrario. Afecta a más de la mitad de las masas subterráneas.

Por otra parte, España es uno de los países del mundo con un mayor número de grandes presas por habitante y también por kilómetro cuadrado, lo que, junto a otras infraestructuras menores, explica que la alteración morfológica afecte a más de la mitad de las masas superficiales españolas. A ello hay que añadir que el número de embalses es tan elevado que superan con mucho el agua disponible para ser almacenada, por lo que una parte significativa de la capacidad global de embalse en España no se utiliza nunca o casi nunca, situación que se verá agravada por la reducción de recursos debido al cambio climático. Considerando todos los obstáculos que impiden el movimiento de los organismos a lo largo del río, incluyendo presas tanto grandes como pequeñas y azudes, los ríos españoles soportan más de 171.000 barreras de diferentes tipos, casi una por kilómetro de río. Estas barreras son una de las principales causas de la acelerada pérdida de biodiversidad acuática, que incluye peces ibéricos endémicos y en peligro de extinción, debido a la alteración de los caudales y la interrupción del libre paso de las poblaciones biológicas a lo largo del río. Finalmente, la drástica reducción de las aportaciones de los ríos a deltas, estuarios y zonas costeras está reduciendo las pesquerías, disminuyendo las arenas de las playas e incrementando los daños de los temporales costeros.

Detrás de estas presiones sobre el agua y sus ecosistemas hay varios factores, pero destaca el regadío por su elevado uso del agua (80% de agua total usada en España, que se eleva a más del 90% si nos referimos a consumo neto, es decir, considerando los retornos de los distintos usos). A ello hay que añadir la contaminación difusa por fertilizantes y pesticidas, que al revés de los vertidos urbanos no muestra signos de mejora, así como la contribución del regadío a la construcción de grandes infraestructuras como embalses y trasvases, con sus asociados impactos ambientales y también con facturas sociales considerables, dado que muchos regadíos agroindustriales cimentan en parte su rentabilidad económica en empleos precarios, mal pagados y con pocos derechos laborales y sociales.

El maltrato a los ecosistemas acuáticos y el uso insostenible del agua tiene consecuencias directas para las poblaciones humanas y las actividades económicas. Con datos de 2021 del Ministerio de Sanidad, un informe de Ecologistas en Acción reveló que al menos 197 poblaciones, en torno a un millón de personas, se vieron afectadas por episodios de contaminación por nitratos, mayoritariamente causada por las actividades agrarias, especialmente regadíos y ganadería intensiva. Hay que recordar que contenidos superiores a 50 mg/l de nitratos no están permitidos por la ley por sus impactos en la salud humana. Esta creciente contaminación de las fuentes de abastecimiento supone incumplir en la práctica la prioridad del abastecimiento humano sobre el resto de usos.

Continuando con las consecuencias sobre el abastecimiento humano, los medios de comunicación se han hecho eco de la creciente cantidad de poblaciones, especialmente núcleos pequeños, que en los últimos dos años han sufrido restricciones, incluyendo cortes de agua e incluso abastecimiento con cisternas, porque los recursos de las fuentes habituales (como pozos locales) se habían reducido drásticamente, en general por las mayores captaciones para riego, una situación que se ve agravada por la sequía. Un estudio de 2022 de la Fundación Nueva Cultura del Agua sobre una muestra de casos en España reveló que, en la mayoría de casos analizados, la causa última del deterioro del abastecimiento urbano en cantidad y calidad era el sector agrario.

La degradación de los ecosistemas pasa factura a las actividades económicas, como hemos visto en el caso del mar Menor

La degradación de los ecosistemas pasa también factura a las actividades económicas. La contaminación por nutrientes de origen agrario en el mar Menor ocasionó el colapso ecológico de esta laguna de importancia internacional lo que, además de diezmar las poblaciones de especies en peligro de extinción, ha ocasionado costes económicos a la pesca, impidiendo faenar o reduciendo las capturas en distintos periodos. También ha supuesto reducir los ingresos en la hostelería y el turismo. Un artículo publicado en una revista internacional cifra en 4.800 millones de euros la pérdida del valor patrimonial de las viviendas en el entorno del mar Menor. Es sólo uno de los múltiples ejemplos de los servicios que ríos, manantiales, acuíferos, humedales, deltas, estuarios y zonas litorales nos aportan gratuitamente y de lo mucho que perdemos cuando permitimos que la buena salud de tales ecosistemas se pierda. En España la situación crítica de humedales de importancia internacional como Doñana, el Mar Menor o las Tablas de Daimiel es sólo la punta del iceberg de una desecación creciente del territorio que cabalga a lomos de un aumento permanente de las demandas, aumento liderado por la expansión sin límites de los regadíos. Esta expansión afecta muy directamente a los propios agricultores, especialmente a los regadíos históricos y tradicionales –que han demostrado durante siglos su sostenibilidad y valor ambiental y cultural– y a los pequeños agricultores, frente a la apropiación creciente de agua y tierras por parte de grandes propietarios y empresas agrarias, en muchos casos en manos de multinacionales y fondos de inversión.

Al margen de cuáles sean nuestros deseos y opiniones, hay menos agua y habrá cada vez menos agua debido al cambio climático. La pregunta que importa no es si queremos cambiar la forma de gestionar el agua. Ya se están produciendo cambios. La pregunta pertinente es si vamos a dejar que sea el mercado el que decida quién va a tener agua –ya está ocurriendo con la apropiación de agua y tierras, la expulsión de la actividad de pequeños agricultores y regadíos históricos y con los mercados de agua en sequía– o si queremos gobernar la adaptación al cambio climático desde el interés público, con criterios de sostenibilidad ambiental y equidad social.

¿Vamos a dejar que sea el mercado el que decida quién va a tener agua –ya está ocurriendo– o queremos gobernar la adaptación al cambio climático desde el interés público?

La respuesta es clara: desde una perspectiva ética, necesitamos impulsar con urgencia un proceso de transición hídrica justa en España, con el triple objetivo de adaptarnos al cambio climático, garantizar el abastecimiento humano en todas las situaciones y recuperar el buen estado de nuestros castigados ríos, manantiales, acuíferos, humedales, deltas, estuarios y zonas costeras. Frente a falsas soluciones como nuevas infraestructuras –para las que no habrá agua– o modernizaciones de regadío –los estudios demuestran que en general no sólo no ahorran agua sino que aumentan su consumo– dicha transición hídrica requiere disminuir progresivamente las demandas al nivel de los recursos disponibles a través de una reducción de la superficie total de regadío que, no olvidemos, utiliza el 80% del agua disponible. España no puede seguir siendo el supermercado de Europa.

Dicha transición hídrica ha de ser además justa. Para ello, la reducción de la superficie de regadío debe realizarse contando con la participación de los sectores implicados, con toda la ciudadanía, atendiendo a la realidad de cada territorio y a través de un reparto social del agua, de forma que el esfuerzo en dicha reducción del regadío recaiga en las grandes explotaciones y empresas agrarias, a la vez que se protegen los pequeños agricultores así como los regadíos históricos y tradicionales.

Obviamente la transición hídrica ha de incluir más componentes, como continuar en la senda de la reducción del uso del agua en el abastecimiento humano. No obstante hay que señalar que, a diferencia de los regadíos, los usuarios urbanos sí están haciendo los deberes. Por ejemplo, entre 2007 y 2018 el agua para abastecimiento se redujo en torno a un 15%, pese a que la población en España aumentó en dicho periodo en un millón y medio de personas.

En la hoja de ruta para dicha transición hídrica justa hemos de incluir además las soluciones basadas en la naturaleza y una gobernanza avanzada del agua. Esta gobernanza avanzada pasa por una participación activa y real de todos los sectores sociales y ciudadanos; por la coordinación entre administraciones, especialmente entre las políticas del agua (en manos de la administración central) y las políticas que impulsan el crecimiento de las demandas, como las políticas agrarias, turísticas y urbanísticas (en manos de comunidades autónomas y ayuntamientos); por una gestión adaptativa que se vaya ajustando a los cambios que impone el cambio climático y por la aplicación del principio de precaución y el principio de quien contamina –o deteriora– paga, del que hasta ahora se viene excluyendo al sector agrario.

Vivimos un momento histórico de gran transcendencia en el que nos jugamos el presente y también un futuro adaptado al cambio climático, sostenible y socialmente justo. En otras palabras, un futuro que merezca ser vivido.