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Los fondos de inversión camuflan tras un mensaje «progresista» su imparable conquista de riqueza

Amin Hassan Ali Nasser, CEO de la petrolera saudí Aramco, incorporado ahora a la dirección de Blackrock. Walter Duerst

Artículo publicado originalmente en infolibre.es por Ángel Munárriz

«Imagine un mundo en el que dos gestoras de activos llevan la voz cantante, en el que su riqueza supera el PIB actual de Estados Unidos y en el que casi todos los fondos de alto riesgo, gobiernos y jubilados son sus clientes. Está más cerca de lo que cree». Así arranca el artículo de Bloomberg en el que, en 2017, la influyente cabecera económica advertía en su titular: «Blackrock y Vanguard están a menos de una década de gestionar 20 billones de dólares». La información, que seis años después ha probado que no iba desencaminada, se tradujo en aquel momento en una impresión facilona, pero con bastante sentido: aquellos dos fondos podían convertirse en «los amos del mundo».

Y, sin embargo, ni Blackrock, ni Vanguard, ni el resto de tanques de la inversión pública y privada lanzados a una carrera de acaparamiento sin precedentes, se reivindican como los dueños del mundo. Se presentan, en cambio, como sus salvadores, utilizando –sea Blackrock o un petrofondo de una dictadura árabe– parecida retórica verde, inclusiva, sostenible, prometedora, que contrasta con su aportación contante y sonante a la economía real, basada esencialmente en la especulación y la concentración de riqueza.

El fracaso de la promesa digital

Los fondos se permiten erigirse en guías de la economía mundial aprovechando un vacío de referentes que, desde dentro del capitalismo, sean capaces de ofrecer un discurso estimulante sobre el futuro. En el arranque del milenio llegó a parecer que ese papel lo podían desempeñar los colosos de Internet. Pero no. En su ensayo Antisocial (Capitán Swing, 2021), Andrew Marantz levantó acta del fraude de aquella tecnoutopía según la cual Internet iban a traer una virtuosa “democratización» de la información y las decisiones políticas y económicas. Habría más de todos y para todos. Finalmente, siguiendo a Marantz, el mundo «más social e interconectado» que prometían los visionarios de las redes sociales ha tornado en una vergel para populistas y fanáticos. Prometían una primavera de la democracia y una apoteosis de la libertad de expresión y llegaron Trump y Musk. Ese sería el resumen.

Los GAFA –Google, Amazon, Facebook y Apple– se han hecho de oro fabricando un mundo a su medida. Pero, ¿es el mundo que prometieron? No parece. En cuanto a la «economía colaborativa«, ha quedado al descubierto su condición de eufemismo al servicio de la acumulación de poder de las plataformas digitales. Nadie niega la fabulosa disrupción: hoy una de las mayores empresas de alojamiento del mundo –Airbnb– no posee alojamientos; y una de las mayores empresas de transporte del mundo –Uber– no posee vehículos. Es un mundo nuevo, sí. Pero, volviendo a la pregunta: ¿es un mundo mejor? ¿O es un sólo un mundo más oligopólico?

La era de los fondos

Así que el trono del actor económico capaz de prometer un mundo nuevo quedó vacante. Y ahí, aprovechando ese vacío, han entrado los fondos. Es lógico que tomen la palabra, porque es su momento. Si la primera década del siglo fue la de la eclosión de los gigantes digitales, la segunda ha sido la de la consolidación como protagonistas de la economía mundial de los fondos de inversión, que es como llamamos a los grandes gestores de activos, colosos como los privados Blackrock, Vanguard, State Street o Fidelity y los públicos Norges (Noruega), PIF (Arabia Saudí) o QIA (Qatar), entre otros.

La devaluación de activos por la Gran Recesión y la crisis pandémica ha permitido a estos agentes engordar sus carteras hasta el punto de convertirse en «sistémicos», con presencia determinante en los principales sectores y empresas estratégicas de todo el mundo y fuerte capacidad de influencia sobre la política. «Los seis mayores [fondos de inversión] suman [activos bajo gestión de valor] ya equivalente al PIB de Estados Unidos o de toda la UE», escribía en 2018 en La telaraña financiera (Ril Editores) Ricardo Méndez, que ve a las gestoras como actores clave de la «financiarización» de la economía, fenómeno que vincula con la creciente desigualdad y la depredación ecológica.

Sostenible, comprometido, integrador…

Además de poder, los fondos tienen ahora la palabra. Son las gestoras las que lanzan la promesa de un mundo mejor, con plusvalías al alcance de todos e inversiones capaces de cambiar el mundo. Es más, se arrogan el conocimiento de la fórmula para encarar los desafíos de la humanidad. No sólo el cambio climático. No hay desafío futuro cuya solución no parezca al alcance de los jefes de los fondos, si ellos deciden poner ahí el dinero (y se dan las condiciones que garanticen sus beneficios, claro). Al frente de todos ellos se sitúa Larry Fink (Los Ángeles, 1952), presidente de Blackrock, la mayor gestora de fondos del mundo. Aficionado a las manifestaciones públicas –entrevistas, cartas públicas–, Fink percute con un discurso que, oído sin saber de quién proviene, podría parecer más de un altermundista que del considerado hombre más poderoso de Wall Street. En una reciente entrevista, The Economist presentaba al personaje con un puntito de sarcasmo: «Todo lo que pretendía era salvar el planeta mientras amasaba una fortuna con su empresa».

La palabra fetiche de Fink es «sostenibilidad». Pero va mucho más allá. En Venecia, en una cumbre del G20 en 2021, alertaba contra los riesgos de «un mundo de poseedores y desposeídos» (haves and have nots). «Que los trabajadores exijan más a sus empleadores es una característica esencial de un capitalismo eficaz. Impulsa la prosperidad», afirmó en su carta El poder del capitalismo (2022). Hasta tal punto ha llegado a identificarse a Fink con un discurso progre que los republicanos lo acusan de impulsar un «capitalismo woke«, es decir, en exceso preocupado por la diversidad, la integración, los valores…. Anatemas para el trumpismo. Fink se defiende, también en carta pública: «No es ‘woke’. Es capitalismo, impulsado por relaciones mutuamente beneficiosas entre usted y los empleados, clientes, proveedores y comunidades». Según el discurso de Fink, todos ganan, nadie pierde. Como si la riqueza y los recursos fueran infinitos y pudieran revalorizarse eternamente.

Sin llegar a los límites de Fink, el repertorio discursivo del resto de gestores de fondos es parecido. Todos atribuyen a sus decisiones inversoras la capacidad no sólo de ganar dinero para sus «partícipes» –así se conoce a los que meten dinero en estas compañías–, sino también de mejorar la gestión de las compañías en las que entran y, como colofón, de generar una economía más enriquecedora para la sociedad, más sostenible, verde, justa, etcétera. El ramillete de adjetivos se extiende a toda una red de lobbies emitiendo en la misma onda. «Ser una organización verdaderamente inclusiva exige responsabilidad por parte de los dirigentes», sostiene Vanguard en un reciente informe sobre desigualdades salariales. «Estas inversiones inmobiliarias prometen un verdadero impacto climático», se anuncia Fidelity. «Nuestros equipos actúan con una mentalidad global, al tiempo que se esfuerzan por marcar la diferencia en las comunidades donde vivimos», proclama State Street. Ese es el relato de sí mismas de la megagestoras: comprometidas, modernas, conscientes de su responsabilidad, transformadoras…

«Son parásitos»

En contraste con los Mark Zuckerberg (Facebook), Larry Page (Google), Steve Jobs (Apple) o Jeff Bezos (Apple), los mandamases de las megagestoras no pueden presumir de innovadoras creaciones empresariales. Si vamos a a la raíz de los fondos, lo que encontramos es simple: una gestora recaba el dinero de unos inversores, si es privada, o administra el dinero de un Estado, si es pública, y lo invierte en miles de activos que acabará vendiendo para obtener un beneficio. Ni fabricar ni producir es su tarea. Técnica y rigurosamente, especulan.

«¿Progresistas? Son improductivos, son parásitos, no aportan nada«, afirma Carolina Márquez, profesora de Economía de la Universidad de Sevilla, a la que indigna que encima se presenten como «los que saben qué hay que hacer para salvar el mundo, cuando lo que están haciendo es cargárselo», en referencia tanto a los megafondos como a aquellos de menor tamaño cuya acumulación de activos está alterando todos los sectores de la economía: de la vivienda a la agricultura, de la educación al deporte.

Márquez subraya cómo la la edad dorada de los fondos, ligada a la «financiarización» de la economía, coincide con una época de concentración de la riqueza en el 10% y especialmente en el 1% más afortunado. Y no cree que sean fenómenos desconectados. «Por eso sube tanto el volumen el discurso. El capitalismo del siglo XX, que guardaba las formas con su cara socialdemócrata, no necesitaba tanto discurso. Ahora hay que apretar las tuercas para mantener a la gente enganchada. El endeudamiento de las familias no da más de sí. ¿Qué podemos hacer para justificarnos? Pues contar que vamos a salvar mundo… ¡mientras seguimos invirtiendo en combustibles fósiles!». «La clave es la financiarización, que es una forma de guerra para la apropiación de los recursos, de acumulación por desposesión. Como dice el economista Michael Hudson, el parásito financiero necesita antes que nada afectar al cerebro del huésped, engañarlo», añade.

Juan Gimeno, catedrático de Economía, alerta de que la propia naturaleza inherente a los fondos de inversión constituye una dificultad de partida para un verdadero compromiso social y ecológico con visión de futuro. «Los fondos se preocupan especialmente por el corto plazo, tienen una inclinación más especulativa, menos pendiente del largo plazo», señala Gimeno, de Economistas sin Fronteras. La economista crítica Kate Donald ha descrito una dinámica perversa: los gobiernos, seducidos por la capacidad de los fondos de financiar grandes proyectos, acaban diseñando sus políticas con el objetivo prioritario de atraerlos, subordinando el resto de intereses, incluidos los sociales y ecológicos. Se da erróneamente por supuesto, siguiendo a Donald, que el ok de los fondos a una proyecto es en sí mismo demostración de su naturaleza verde y sostenible.

Dinero del petróleo para un mundo verde

El acento ONG es más marcado aún en los fondos soberanos, es decir, públicos, 46 de los cuales están integrados en la red Ifswf, así llamada por sus siglas en inglés. Los hay de países no democráticos, como China, Qatar o Emiratos Árabes. Pero eso no impide que la red se declare comprometida con los «derechos humanos» y la «paz mundial». Y, por supuesto, con la lucha contra el cambio climático, que aparece en cada balance, en cada proyección, a pesar de que la red Ifswf integra fondos nutridos por la venta de energía sucia.

La brecha entre la realidad material y el discurso es oceánica en el caso de los fondos de las dictaduras árabesPublic Investment Fund (PIF), el soberano saudí, abastecido de dinero del petróleo, se presenta como un adalid de la defensa del medio ambiente. No sólo en Arabia Saudí, en todo el mundo. El fondo, presidido por el príncipe heredero, Mohammed bin Salman, promete que sus inversiones permitirán llegar al país a las «cero emisiones» en 2060, situando al reino a la vanguardia de la contribución a un planeta verde. «Para financiar nuevos futuros humanos, nos concentramos en crear nuevos sectores económicos, abrir nuevas oportunidades laborales y trayectorias profesionales y hacer posible toda diferencia humana en el mañana», proclama el PIF, propietario de la mayoría de la operadora STC, que se ha convertido en máxima accionista de Telefónica. Incluso Aramco, la petrolera estatal saudí, tercera mayor compañía del planeta tras Apple y Microsoft, participa del relato ensoñador. «Para algunos, la idea de que una empresa de petróleo y gas contribuya positivamente al reto climático es una contradicción. Nosotros no pensamos así. Como empresa energética líder en el mundo, estamos especialmente cualificados», señala la compañía.

A Qatar también podría imputársele una contradicción. Mientras el think tank Global Footprint Network identifica al emirato como el país que más vorazmente consume recursos ecológicos en todo mundo, el argumentario de su fondo soberano QIA pivota sobre las «finanzas verdes». En toda su producción, QIA y otros fondos árabes resaltan la «importancia del ESG», acrónimo que integra Environmental (medioambiental), Social y Governance (gobierno corporativo) y que se utiliza como sello de compromiso con el bienestar del mundo de los grandes agentes inversores. QIA sostiene que la «sostenibilidad» no es un principio aislado de sus inversiones, sino que está integrada en «toda nuestra cartera». A través de la entidad Media City Qatar, logra la difusión de contenido que refuerza este perfil. Con titulares como este de Euronews: «Catar sigue invirtiendo en energías renovables y en generar conciencia medioambiental».

Gimeno, de Economistas sin Fronteras, no niega que el doble juego de los fondos árabes puede tener algo de «lavado de cara«, pero da valor a su diversificación en renovables. «Como decisión empresarial, es inteligente, incluso loable», afirma. Para Juan Hernández Viguera, miembro de Attac, «todo este lenguaje equívoco de los fondos» no es más que una «maniobra de adaptación», más necesaria cuando la «crudeza» del momento económico es tal que hace imposible un lenguaje descriptivo. Y añade, con una risita. «Como dice el Evangelio: ‘Por sus hechos los conoceréis'».

¿Contradicciones? ¿Qué contradicciones?

El discurso ecologista de las petromonarquías, que a priori podría fracasar por incoherencia, en la práctica se muestra útil para legitimar la entrada de capitales de países dictatoriales en Occidente. Qatar, por ejemplo, es máximo accionista de Iberdrola y prepara inversiones milmillonarias en renovables en España. El Gobierno apoya esta apuesta. Es más, la alienta. Cofides, una entidad público-privada con mayoría del Estado, tiene acuerdos de coinversión con fondos soberanos de Qatar y Emiratos Árabes. ¿Con qué justificación? Sus inversiones conjuntas serán en «transición energética», «renovables», «transporte limpio», «economía circular». España está lejos de ser una excepción: el reconocimiento de los países del Golfo como referentes ante el desafío climático es global y al máximo nivel. E incluye la aceptación de contradicciones llamativas. Ahí va una: está previsto que el sultán Al Jaber, jefe de la petrolera de Abu Dhabi, presida la cumbre climática de la ONU de diciembre.

El otro elemento del argumentario de los fondos árabes es la lucha por la igualdad de la mujer. Otra campaña de Media City Qatar coloca este mensaje: «El gran impulso de Catar para incorporar a las mujeres al mundo del deporte«. Mubadala, fondo soberano de Emiratos Árabes, también reivindica al mismo tiempo su defensa del medio ambiente y de las mujeres. «La igualdad de género es fundamental», afirma en su hoja de propósitos.

One Planet

Los grandes fondos privados, sobre todo estadounidenses, y los fondos soberanos árabes tienen espacios de cooperación estables. Más que competidores, son colaboradores. Así los muestra el proyecto One Planet, un monumento a la autoatribución de estos inversores del papel de salvadores globales, que pretenden organizar la transición hacia una economía global de «bajas emisiones». En One Planet coinciden soberanos de Arabia Saudí (PIF), Qatar (QIA) o Emiratos (ADIA) con gestoras como Blackrock, State Street, Fidelity y Amundi, entre otros actores que se identifican a sí mismos como los adecuados para acelerar el cambio de paradigma económico.

Pero lo cierto es que, volviendo a Blackrock, en 2021 aún tenía invertidos 85.000 millones de dólares en carbón, según una investigación de Reclaim Finance y Urgewald. Los medios económicos vienen relatando desde hace dos años una relajación en las exigencias medioambientales reales de Blackrock. Y ha sido objeto de múltiples interpretaciones –poco optimistas desde el punto de vista medioambiental– que la gestora de Fink haya incorporado a su junta directiva al CEO de la petrolera saudí Aramco, Amin Hassan Ali Nasser.

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