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¿Quién teme a la clase obrera?

Artículo publicado originalmente por Público.es

Ricardo Romero «Nega»
Cantante de Los Chikos del Maíz y Riot Propaganda (@Nega_Maiz)
Arantxa Tirado
Politóloga (@aran_tirado)
Ambos son autores de La clase obrera no va al paraíso. Crónica de una desaparición forzada (Ediciones Akal, 2016)

En las últimas semanas hemos asistido a enconados debates y enfrentamientos que giran alrededor de lo que parece haberse convertido en uno de los problemas fundamentales que sacuden los cimientos de la izquierda transformadora: la cuestión de la clase obrera. El enésimo retorno al centro de la discusión política (al menos en Twitter y otras redes sociales) de la clase destinada a asaltar los cielos y socavar para siempre el orden capitalista se produce por varios motivos, pero el fundamental es para justificar el ascenso de los ahora denominados «populismos de derechas» (la ultraderecha de toda la vida): Trump en EEUU, Lepen en Francia y, a escala local, el auge de Ciudadanos en el antaño cinturón rojo industrial de Barcelona. No deja de ser interesante ya que, los mismos que durante años nos dijeron que la clase obrera ya no existía y nombrarla era un anacronismo, ahora la resucitan para justificar las sucesivas derrotas de la izquierda convirtiéndola en su particular chivo expiatorio. Gran parte de la izquierda académica la enterró alegando que ahora todos éramos precariado (y gays, lesbianas, migrantes o ecologistas, pero no trabajadores y trabajadoras); la socialdemocracia y la derecha dictaron su defunción sobre la base de que todos éramos clase media. ¿Cómo iba a existir la clase obrera si un trabajador compartía con su jefe el mismo programa de televisión, visitaba los mismos lugares de recreo, leía el mismo periódico, usaba la misma pasta de dientes y el negro tenía un Cadillac? (Marcuse dixit). Pero igual que Galileo (ojo, no confundir con Copérnico, Álvaro Ojeda) dijo aquello de «Eppur si muove«, unos pocos se empeñaron en mantener que, sin embargo, la clase obrera seguía existiendo.

En este acalorado debate tenemos, en un extremo, a fundamentalistas de corte machista-leninista para los que todas las luchas quedan subyugadas a la lucha principal que es la emancipación de la clase trabajadora. El feminismo, la ecología, el animalismo, la defensa de las minorías racializadas… son luchas menores de corte pequeñoburgués que nos desvían del sagrado objetivo que no es otro que la extirpación completa del orden burgués. Se trata, generalmente, de adolescentes blancos heterosexuales, demasiado jóvenes para conocer los tenebrosos pasillos de una empresa privada y demasiado cafres para convivir en armonía con distintas identidades sexuales. Otra forma de identificarles reside en sus nicks y avatares, la foto de perfil siempre es Lenin y el nombre en Twitter Sidorenko (en honor al famoso francotirador soviético).

En el extremo opuesto tenemos a los obrerofóbicos. Provienen de profesiones liberales, muchos de ellos pertenecen al mundo académico precarizado, aunque sus familias de origen no sean nada precarias. Quizás por eso les suena tan exótico oír hablar del «orgullo obrero» o cuestionan que pueda existir una clase obrera en el siglo XXI que no pase por sus novedosas categorías analíticas. Eran los que, desde su todoterreno en el centro de Madrid, tildaron la lucha minera de «porno para comunistas» porque, ya se sabe, el carbón contamina muchísimo. Defienden el poliamor, el Primavera Sound y el carril bici. Se les suele ver por Lavapiés y Malasaña en Madrid (o en los barrios hipsters equivalentes en cada ciudad del Estado), a veces hablan raro y la pareja de humoristas Pantomima Full los ha descrito a la perfección como ningún sociólogo o politólogo ha conseguido. Son los que se empeñan en mantener el retrato folclórico y acartonado de la clase obrera; el famoso obrero de mono azul que fuma Ducados. En realidad, el pobre hombre se tiene que haber muerto ya de tanto fumar trujas.

Las caricaturas, aunque resulten incómodas, a nosotras nos gustan y en ocasiones sirven para describir realidades sociológicas representativas. Pero tanta distorsión, exageración y tergiversación intencionada desvirtúa el debate de fondo: ¿por qué molesta tanto que la clase obrera tome la palabra y denuncie que otros están hablando por ella? Entonces, saltan las alarmas y cierta izquierda que no proviene de nuestra clase, se incomoda con el debate y tilda de «obrerista» (como si esto fuera un insulto) a quien pone el incómodo tema de la clase en el centro.

Entre todo el ruido, la clase obrera sigue ahí, a lo suyo, a lo que le es propio, haciendo malabarismos para llegar a fin de mes y sufriendo los vaivenes de un mercado laboral que ya no es flexible sino que se rompió en mil pedazos. Gritándonos en la cara que se puede ser obrera y lesbiana, gritándonos que se puede ser obrero y ecologista, que se puede ser cajero de supermercado y practicar el poliamor, que se puede ser transexual y trabajar en una oficina, que se pueden levantar tabiques en una obra y ser vegano. La clase obrera grita pero nadie escucha, seguramente porque no lo hace desde Twitter ni desde tribunas como ésta. De hecho, con el estómago vacío, es decir sin un trabajo, resulta complicado lanzarse a defender otras luchas; parece evidente que la lucha obrera y por los derechos laborales tiene algo de nuclear. La discriminación positiva, estandarte de muchas luchas e instrumento de normalización, se da siempre en el ámbito laboral.

Y mientras la clase obrera grita y nadie escucha (y volviendo al escenario electoral) resulta evidente que existe una desconexión entre las clases populares y obreras y los partidos de izquierda transformadora situados a la izquierda de los tradicionales partidos socialdemócratas. En realidad, no es tanto que la clase trabajadora vote mayoritariamente a Trump (es un mantra que con los datos en la mano no se sostiene, como bien explicó en su momento Sarah Smarsh, una periodista que proviene de la clase obrera estadounidense) ni que el cinturón rojo barcelonés se haya vuelto por completo de Ciudadanos (a C’s lo votan en mucho mayor porcentaje en Pedralbes que en Nou Barris y en las municipales Nou Barris opta por Colau, que nadie lo olvide). El problema no es que voten a quien no nos gusta, el problema nuclear sigue siendo que las clases populares sencillamente no votan en el mismo porcentaje que otras clases sociales. La desconexión no es sólo electoral sino intrínsecamente política: la izquierda –salvo honrosas excepciones- está dirigida por personas que dicen defender a la clase obrera pero que sólo han pisado un barrio obrero en campaña electoral. Efectivamente, la clase obrera milita menos y, cuando lo hace, no tiene la misma «habilidad» para trepar en los partidos que otros que gozan de mayor capital cultural, son «hijos de» o, sencillamente, le echan tanta jeta a la vida que son capaces de fraguarse carreras políticas fulgurantes a sus tiernas edades.

Las excusas para explicar este divorcio entre la clase obrera y la izquierda son de distinta índole, algunos afirman que el feminismo y la lucha LGTBI nos alejan de las clases populares, al margen de elitista es falso: el PSOE (y gran parte de la socialdemocracia europea) ha asumido esas luchas como propias y el ansiado sorpasso no tiene visos de producirse. Otros culpan a la ofensiva mediática, no podemos ganar porque los medios están en contra nuestra. Pero Donald Trump ganó en medio de innumerables escándalos aireados por la prensa, teniendo en contra al The New York Times, la revista Time, parte del establishment estadounidense y a prácticamente toda la opinión pública mundial progresista. Lo mismo podríamos decir de Lepen, caso que duele más todavía pues no se trata de un multimillonario excéntrico de infinitos recursos económicos sino de un partido proveniente de las clases medias de corte eminentemente pequeñoburgués que en los años 90 era prácticamente testimonial. El comodín de la prensa se perfila cada vez como más endeble, aunque no negamos que también juegue su papel.

Ante un panorama tan desolador, todo el mundo parece tener soluciones y propuestas, algunas afortunadas, otras directamente erróneas o hilarantes. En esta línea nos gustaría mencionar el caso de El Sobresalto (CTXT), un autodenominado grupo de millenials «que viene a liarla» y que piensa que la mejor forma de conectar con los jóvenes provenientes de la clase trabajadora es ponerse un disfraz de quinqui, glorificar Mujeres y Hombres y Viceversa (MYHYV) y fomentar el consumo de perico (cocaína). En otras palabras, perpetuar todos y cada uno de los estereotipos más nocivos que vinculan a la gente de abajo con la delincuencia, el consumo de drogas y la televisión basura. En la misma línea parecen moverse revistas como Vice o Jenesaispop, fomentando, día y noche, artistas de trap, no ya machistas, sino que en muchas ocasiones fomentan de forma abierta la violencia física contra la mujer. ¿Existiría la misma tolerancia si en lugar de violencia contra la mujer fuera violencia contra los negros o los árabes? Ante esta disyuntiva gravita lo que el tuitero Jonathan Martínez calificó como una digestión muy indigesta del libro de Owen Jones Chavs, la demonización de la clase obrera. Pero el bueno de Jones no tiene la culpa de que algunos no hayan entendido el clasismo que quiso denunciar y confundan su libro con una invitación a embrutecer a la clase obrera. De alguna manera todo está permitido, todo es relativo y desde luego no somos nadie para ir con nuestra «superioridad moral» (concepto clave y fetiche) a decirle a nadie qué es lo correcto y lo que no. Así, si un artista trap insulta a las mujeres se le tolera porque «es que viene de la calle», si una concursante de MYHYV insulta a trabajadores y se ríe de su físico no importa, viene de abajo y además un día escribió un tuit feminista (locurón). Por lo visto tampoco se puede poner el grito en el cielo y denunciar a Espejo PúblicoEl Programa de Ana Rosa o el Sálvame Deluxe porque son programas que ve el pueblo.

Este tipo de clasismo, el paternalista, es el más peligroso que existe, pues niega la posibilidad de emancipación. ¿En los barrios obreros no existen jóvenes con conciencia feminista? ¿Para venir de la calle hay que insultar a las mujeres y llamarlas putas veinticinco veces en una canción? ¿Una hija de un fontanero y una limpiadora no puede ver HBO y odiar con toda su alma MYHYV? ¿Si una joven trabaja en una peluquería debemos suponer que lee el Hola y no a Ángela Davis? Quizá ha llegado el momento de sacudirnos tanto complejo y paternalismo, quizá ha llegado el momento de asumir que sí, nuestra moral es superior porque somos feministas, anti-racistas y antifascistas y creemos firmemente en la redistribución de la riqueza. Y no pasa nada por decirlo. Y tenemos una noticia que quizá sorprende a algunos: en muchas barriadas obreras existe un montón de gente así. Muchos lo sabrían si su relación con los de abajo se diera de forma material viniendo al barrio y no mediatizada a través de una canción de trap o el twitter de una concursante de MYHYV. En nuestros barrios hay gente que lee a Benedetti, Galeano, incluso a Marx, pero también gente que ve los documentales de La2 en lugar del Sálvame, que escucha a Silvio, a Leonard Cohen y que tiene una gran cultura –no necesariamente adquirida a través de estudios formales, pues la clase obrera todavía está lejos de haber conquistado la Universidad- conseguida de manera autodidacta. Por supuesto que en nuestros barrios también existen los fans de MYHYV, del Sálvame, Ana Rosa, lectores del Hola, etc., y no tenemos problema en criticar los programas que ven (que no a ellos y ellas). La diferencia es que la crítica suena muy distinta cuando se hace desde afuera de nuestra clase, a cuando la hacemos desde adentro, conscientes de que se trata de rescatar esos tiempos gloriosos en los que la mayoría de la clase obrera hacía un esfuerzo por formarse tras su jornada laboral, cuando había organizaciones políticas dirigidas por la clase obrera para la clase obrera, ateneos republicanos, casas del pueblo, círculos de estudio, etc. Aquí es donde los sindicatos (los que se dicen de clase y tradicionales) al parecer convidados de piedra a este debate, deberían jugar su papel, el que cumplían antaño, es decir, no sólo como agentes defensores de los derechos laborales sino como espacios físicos de socialización. Pero por lo visto ni están ni se les espera. No deja de ser curioso (e irritante) que este debate lo mantengan principalmente periodistas, miembros de partidos y activistas y todavía no hayamos escuchado a ningún sindicalista.

No existen fórmulas mágicas y queda mucho camino por hacer y recorrer, pero un buen inicio sería no tratar a los miembros de la clase obrera como si fueran seres inferiores o niños consentidos y malcriados. Pensamos que entre el núcleo irradiador y las diatribas cibernéticas de los postmodernos patrios y el ponerse un disfraz de quinqui en plan «mira soy como tú», existe un espacio político (un centro si se nos permite el chiste) que debe ser explorado y trabajado. La izquierda ha asumido, al menos en la teoría, que cuando se habla de recortes en sanidad hay que escuchar a los sanitarios y profesionales médicos; que cuando se habla de violencia machista hay que escuchar a las mujeres; que cuando se hable de racismo hay que escuchar a personas negras o árabes; que cuando se habla de medio rural hay que escuchar a la gente que vive en el medio rural. Y es completamente lógico, razonable y justo que así sea. Pero en cambio es lo más normal del mundo que un señor politólogo que en su vida ha trabajado para una empresa privada, nunca vivió en un barrio obrero y además proviene de una familia acomodada, nos diga lo que es la clase obrera. Ante este argumento hay quien, sin pudor, saca a relucir los ejemplos de Marx, Engels o Lenin, todos ellos provenientes de la clase acomodada. Compararse con los padres del socialismo científico es tener un ego del tamaño de la Vía Láctea, pero no teman, estamos dispuestas a escuchar a quien renuncie a sus privilegios y se dedique a expropiar a su padre, como Fidel Castro, o a armar a los trabajadores con fusiles para asaltar palacios.

Recientemente se ha desatado en Alemania la huelga del metal más salvaje que se recuerda. El principal motivo de la lucha es la obtención de las 28 horas semanales (ya tienen las 37) para poder combinar su vida profesional con el cuidado de los hijos y las tareas del hogar, en otras palabras, una huelga feminista en toda regla. Convocada en un sector mayoritariamente masculino. «Queremos que los empleadores reconozcan que los roles tradicionales de género en las familias modernas están cambiando, y queremos que los trabajadores tengan la oportunidad de hacer un trabajo importante para la sociedad» ha declarado un líder sindical. El obrero del mono azul siempre vuelve, pero ahora ya no fuma Ducados, es feminista.

Lo que parece urgente a todas vistas es la necesidad de que la clase obrera tenga sus propios portavoces y referentes en el seno de la izquierda. Las Kellys, las trabajadoras organizadas de Bershka (que bien podrían participar en seminarios feministas), las estibadoras, los trabajadores del metal alemanes… Tenemos ejemplos de sobra. La clase obrera necesita ser escuchada y sentirse representada por gente que se le parezca dentro de su diversidad. Si esto no ocurre pronto, serán los Jim Goads de turno quienes lo hagan. Y eso tendrá muy poco de gracioso.