Skip to content

Su tragedia, nuestro fracaso

la marea
Mónica G. Prieto

Me pregunto en qué momento nos hicimos malvados. Cuándo se activó el resorte que separa la bondad del horror, la solidaridad de la inhumanidad, la empatía del odio. No recuerdo así a la sociedad europea cuando me marché, hace dos décadas: en mi memoria, era un pueblo más humilde, honesto y consciente de la magnitud del infierno que provocan las guerras. Con la cabeza gacha, resignada ante cinco décadas de recuperación económica y, en muchos casos, una total ausencia de libertades y derechos.

En los países democráticos, la durísima lección de las guerras mundiales construyó un tejido social que parecía vacunado de aventurismos y extremismos, agotado de crímenes y horrores, y sobre todo que protegía a las víctimas de los desmanes de la guerra por mera humanidad, por obligación legal y moral, y porque es de buenas personas tender la mano a quien está siendo agredido, a todo el que lo necesite. Porque ellos fuimos nosotros, y ese recuerdo aún arde bajo la piel.

En la Europa actual, no hay manos tendidas. No hay planes de contingencia para auxiliar víctimas. Hay palos, gases lacrimógenos y fuego real. Hay xenofobia ignorante y odio ciego. En la Europa actual, donde la maldad se está integrando en el ADN social sin que nos demos cuenta, hay vecinos que se organizan para dar palizas a quienes huyen de las bombas, de la miseria, de la persecución política. Bloquean sus campos de refugiados –menudo eufemismo– e incluso atacan a quienes intentan repartir ayuda.

Nos hemos superado con creces en nuestra propia maldad. Nosotros provocamos, amparamos o alimentamos sus guerras y luego les cerramos la puerta. Hacemos negocio con sus muertes, tiramos de chequera para no hacernos cargo de nuestra parte de la crisis –uno de los motivos que esgrime Turquía para estafar las esperanzas de los refugiados enviándoles a la frontera cerrada de Grecia es que la UE no ha pagado la mitad de la mordida prometida para quitarle el problema a Europa– e incluso enviamos refuerzos a Grecia para que escude la frontera europea ante semejante invasión de desheredados.

Policías que contribuirán a gasear, disparar y robar a los refugiados antes de expulsarlos a tierra de nadie. Agentes europeos atacando a civiles desarmados, descalzos porque la policía les ha robado hasta los zapatos: lo normal, en estos tiempos de maldad dignificada. Lo peor es que no es una crisis nueva: esta es una reedición de la crisis de 2015, cuando el pueblo griego se volcó en la ayuda de los vulnerables viajeros a quienes nadie quiere. El fenómeno de los refugiados de guerra es tan viejo como el ser humano, pero somos incapaces de articular una respuesta de acogida e integración real que habría desactivado lo que terminará convirtiéndose en una bomba de relojería.

Imaginen cómo nos recordarán esos niños que hoy están siendo gaseados por europeos, y que ayer eran gaseados por su propio Gobierno. No debemos ser mucho mejores, a sus ojos, que los peores criminales de guerra. En lugar de buscar soluciones, occidente ha aplazado la resolución del problema sine die, como si los millones de refugiados que huyen de una muerte segura pudieran evaporarse. Como si pudieran regresar a la montaña de escombros a la que quedaron reducidas sus casas y ciudades.

Las lecciones de las guerras mundiales y del Holocausto –tuvieron que morir unos 100 millones de personas para aprenderlo– nos habían hecho una sociedad mejor. Con principios morales, con normas básicas, con leyes de protección a los más vulnerables, con un derecho humanitario internacional que regulaba los desmanes de los conflictos y contemplaba responsabilidad criminal. Tribunales internacionales, instituciones transfronterizas, normas escritas y no escritas que hablaban de solidaridad ante la tragedia, de obligación de auxilio, de ayuda ante la persecución, de rendir cuentas. Y era mentira. Hemos transformado nuestro paraíso de derechos y libertades en el infierno de quienes acuden a nuestro territorio con la esperanza de salvar sus vidas. No recuerdo cuándo nos convertimos en esta sociedad despiadada y sin principios, pero si sembramos miedo, odio e insolidaridad, será lo que cosechemos.