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Tras el fracaso de la COP25: política y economía

Albert Recio Andreu
mientrastanto

La cumbre del clima celebrada en Madrid ha colmado las expectativas de los más realistas: ha acabado en fracaso, una muestra más de que ante una catástrofe anunciada predominan la inercia y la parálisis frente a la acción. En este sentido poco hay que discutir. Más cuestionable es, como han hecho bastantes comentaristas, considerar la falta de voluntad de los gobiernos como casi la única causa del fracaso. Se trata de una forma de entender la realidad, bastante habitual en los últimos tiempos, que presenta a los gobiernos y a los políticos como perversos y malvados y a la ciudadanía (o la sociedad civil) como un colectivo particularmente bondadoso y bienintencionado. Además de ser falso, ello conduce a errores estratégicos de bulto. Si el movimiento ecologista quiere tener éxito (algo por otra parte totalmente necesario para la supervivencia de la civilización humana), necesita huir de este tipo de interpretaciones y abordar en serio los problemas estructurales que subyacen a los continuos fracasos de los foros del clima (y de la mayoría de los que abordan alguna cuestión ecológica).

La mayoría de los gobiernos no son entes puramente autónomos. Están condicionados, cuando menos, por dos tipos de relaciones clave: por una parte, los intereses económicos dominantes, con los que a menudo mantienen relaciones estrechas, y, por otra, las opiniones del electorado, y en ambos terrenos hay problemas evidentes.

El elemento sobre el que más se ha reflexionado es el primero. La afirmación de que el capitalismo es incompatible con una sociedad basada en el respeto ecológico es fundamentalmente acertada. La relación existente entre determinados grupos empresariales y los problemas ecológicos es bastante fácil de determinar en primera instancia, como resulta asimismo patente que son ciertos grupos empresariales los que están financiando causas como el negacionismo climático. Uno de los aspectos más obscenos de la cumbre de Madrid ha sido sin duda el uso propagandístico que han hecho las empresas españolas más contaminantes —Endesa, Iberdrola, Repsol, Naturgy…—, tratando de presentarse como paladines del medio ambiente. Más discutible es que simplemente neutralizando a estas empresas se pueda resolver el problema, por la sencilla razón de que las que ocupan los primeros puestos en el ránking de contaminación son fundamentalmente suministradoras de inputs que utiliza el conjunto del sistema productivo. Culpar de los problemas a un solo sector es bastante erróneo (otra cosa es atacarlos cuando existen evidencias de que una empresa o un grupo está tratando de bloquear cambios y mejoras que atentan específicamente contra sus intereses). De la misma forma que hay bastante de error en focalizar los problemas en un solo país: Europa ha moderado sus emisiones porque, en parte, la producción de muchos bienes se ha desplazado a China, de modo que parte de la contaminación del gigante asiático debe atribuirse a la concienciada ciudadanía europea. La mejor forma de visualizar estos problemas es calculando el impacto ambiental (por ejemplo, en cuanto a emisiones) de todo el ciclo de producción, se produzca donde se produzca. Transformar ecológicamente la actividad económica implica adoptar una visión de conjunto de los procesos productivos y del consumo, en términos tanto sectoriales como geográficos. Hay en todo caso pruebas de que poderosos grupos empresariales pueden ver afectada su rentabilidad por los ajustes que se realicen, y usan todo su potencial económico para torpedear cambios profundos de la organización productiva. El anticapitalismo razonado parece mejor orientado que el voluntarismo moralista de culpar a los políticos de falta de decisión.

Pero, más allá de los intereses de grupos empresariales específicos, está el conjunto de la sociedad; sociedades que han sido organizadas, socializadas y estructuradas por la propia dinámica capitalista en un largo proceso histórico de cambio tecnológico, urbanización y globalización que arrancó en la Edad Media. Hoy la vida de las personas está fuertemente insertada en estructuras que determinan poderosamente su capacidad de acción. Una de esas estructuras es la del empleo asalariado o autónomo, la única forma que tiene (más allá de las prestaciones públicas) la mayoría de la gente para acceder a los ingresos que le permiten subsistir en una economía mercantil. Y existe una evidencia poderosa de que, cuando se pierde un empleo, lo más habitual es que empeoren los ingresos (no sólo por el paro, sino también porque casi siempre se acaba obteniendo un nuevo trabajo cuyo salario y condiciones son peores). La pérdida del empleo convierte a menudo a mucha gente común en base de maniobra para los grupos empresariales. Otra de estas estructuras es la del consumo en sentido amplio, incluyendo en ello la dimensión espacial en la que se desenvuelve la vida cotidiana. Cambiar los hábitos no siempre es fácil, sobre todo cuando se trata de actividades que no dependen en exclusiva de la voluntad individual. Es el caso del medio de transporte disponible en función del lugar donde se realicen las actividades; por ejemplo, las trabajadoras de limpieza de mi universidad inician su jornada laboral a una hora en la que no está disponible una alternativa de transporte público. Por último, cabe destacar que el desarrollo de las desigualdades y las jerarquías en las sociedades desarrolladas se traduce también en una enorme importancia del consumo posicional y la emulación, que convierte determinados cambios en una percepción de pérdida.

Lo que quiero subrayar con todo ello es que las regulaciones ecológicas generan potencialmente cambios importantes en las condiciones de vida de la gente; cambios que afectan de forma desigual en función de situaciones que las personas no controlan, que se viven como una sensación de pérdida e imposición que alientan muchos de los movimientos reactivos que atenazan a los políticos a la hora de tomar decisiones. Una cosa es preguntarle en abstracto a la gente qué opina sobre el cambio climático y otra, proponerle una reforma concreta que la obligará a modificar su vida o que afectará a su empleo. Y a menudo los políticos prefieren también la inercia a impulsar cambios que puedan afectar a su propia formación. Llevo muchos años participando en luchas urbanas y, en el tema de la movilidad, no me cabe duda de que el lobby automovilístico es potente y está muy organizado, pero también he podido constatar que, cuando se proponen alternativas al coche, surge una resistencia bastante agresiva (sobre todo masculina) por parte de mucha gente que no puede concebir su movilidad de otra forma (y por parte de sectores sociales que no cuentan con buenas alternativas).

Los cambios que exige la crisis ecológica no son en absoluto sencillos; cada medida importante tiene efectos sobre los intereses privados, el empleo, las condiciones de vida y la distribución de la renta, y no pueden dejarse al albur del mero voluntarismo. Exigen definir bien las alternativas y las transiciones, para ganar apoyos a favor de ellos y minimizar los efectos sociales indeseables. Por esto requieren ser planteados desde una perspectiva global de los procesos que cada cambio exige. Al ecologismo actual le falta perspectiva alternativa global. Le falta plantear propuestas que den respuesta a la variedad de cuestiones que generan los cambios y necesita tener un mínimo de ideas de cómo estructurar una sociedad ecológicamente justa y eficiente. Llevamos demasiados años eludiendo el problema. Defender la economía social y solidaria, el cooperativismo, va en la buena línea, pero es insuficiente ante una transformación que requiere cambios colosales que difícilmente podrán abordarse sólo con la iniciativa de pequeños grupos, que requerirá cambios en la propia estructura de la propiedad y en la organización del trabajo humano.

Cuando acusamos, con razón, a las élites por su responsabilidad en el desastre ambiental pasamos por alto que una transformación ecológica requiere también una reorganización social, que obliga a pensar en qué tipo de procesos de transición son más viables y socialmente menos costosos, a plantear qué formas de relación humana son adecuadas y factibles. Y esta es una tarea que las élites capitalistas y sus servidores intelectuales no nos darán hecha. Es por ello que, más que lamentarse de la cobardía de los políticos, hay que plantear también la necesaria tarea de reflexionar sobre la transición.