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¿Treinta años de crisis migratoria?

Artículo publicado por la Fundación Alternativas

30 diciembre 2020

* Lorenzo Gabrielli y Gema Serón

Ceuta, Melilla, Motril, Granada, Almería, Cádiz, Tarifa, Alhucemas, Chafarinas, Perejil, Lanzarote, Fuerteventura, Gran Canaria, Tenerife… Son los nombres de algunos lugares donde se han producido crisis migratorias desde el comienzo de la década de 1990, cuando aparecen las primeras pateras cruzando el Estrecho, en paralelo a la exigencia de visado para ciudadanos de Marruecos, Túnez y Argelia. En este 2020 de pandemia han vuelto a proliferar las noticias sobre llegadas de migrantes a Canarias y también las narrativas en clave de crisis y emergencia.

Una crisis, según la RAE, es un “cambio profundo y de consecuencias importantes en un proceso o una situación, o en la manera en que estos son apreciados”. ¿Hasta cuándo vamos a seguir refiriéndonos a esta realidad como una crisis? La llegada de migrantes a las costas españolas es un elemento continuo en los últimos treinta años. Y si ampliamos la mirada a toda la frontera sur europea, es patente que estas crisis son una constante en un espacio que va de las Canarias hasta Lesbos y el río Evros, en la frontera entre Grecia y Turquía (ya casi nadie recuerda al barco ‘Vlora’, que en agosto de 1991 arribó al puerto de Bari con veinte mil albaneses).

Resulta evidente que no se trata de una emergencia ni de algo inesperado, sino de un fenómeno estructural: los movimientos de personas entre África y Europa, y en el espacio Mediterráneo, son una constante histórica y, a falta de canales formales, se desarrollan por vías irregulares.

Este problema de enfoque es una de las causas de la divergencia entre los resultados de la política migratoria española y sus objetivos declarados. Si se pretende reducir las llegadas, proteger a migrantes y refugiados, y luchar contra la trata y el tráfico, las evidencias indican que hay un problema: las llegadas continúan desde hace 30 años, se incrementa el tráfico de personas, la trata es un negocio floreciente, y las muertes aumentan. En 2020, el número de migrantes que han entrado por vía marítima a la península y Baleares ha descendido un 23% respecto a 2019. Sin embargo, por la vía canaria -la más letal de todas las rutas marítimas- se ha registrado el mayor incremento, llegando unas 16.800/21.000 personas (en función de las cifras oficiales, o bien en base a las declaraciones del presidente del archipiélago). Si según la OIM, por cada 20 llegadas hay un fallecimiento, esto implicaría que entre 800 y 1000 personas podrían haber muerto en el mar.

¿Por qué este año se han incrementado las llegadas a Canarias? En primer lugar, la pandemia ha tenido múltiples consecuencias socioeconómicas en las poblaciones más vulnerables, derivadas de la imposición de prohibiciones y restricciones a la movilidad que han impactado muy negativamente en las actividades económicas transfronterizas. Un 60% de las personas llegadas a Canarias proceden del Magreb y, especialmente, de Marruecos, y son trabajadores de sectores económicos en crisis, como la pesca, el turismo (hostelería, guías, taxistas…) u otros empleos informales afectados, que ven la migración como una opción de mejora –en 2020 las remesas de emigrantes marroquíes se han incrementado un 1,7% respecto a 2019-, o como la única alternativa para sobrevivir. Además, posiblemente dichas salidas hayan podido descongestionar algunos países -no sólo Marruecos o Argelia, también Senegal- de un excedente de mano de obra joven, frustrada por la falta de reformas y oportunidades, cuyo malestar implicaría riesgos potenciales a nivel político.

En segundo lugar, el incremento de las llegadas a Canarias es un resultado de la política migratoria española -y europea-. Aunque la situación nos remite de nuevo a lo estructural (si bien las movilidades dependen de múltiples causas, los ciclos económicos y la demanda de mano de obra en el norte global explican muy bien la modificación de los flujos), la política migratoria española hacia África sigue atrapada en bucle, obsesionada con la represión de los movimientos y con las devoluciones y deportaciones. Una fijación que deriva en acciones y en acuerdos de cooperación migratoria en los que no se respetan los procedimientos y las garantías debidas: se externaliza el control y también las responsabilidades en materia de derechos humanos.

Esas medidas de control promovidas e implementadas por España y la UE obligan a que las personas tengan que modificar sus rutas, y a que cada vez tengan que arriesgar más -hasta la muerte muchas veces-. La retórica del enfoque global se revela una falacia: aunque la ministra de Exteriores advierta de que “quien utilice las vías ilegales tendrá que volver a su país”, lamentablemente siguen sin existir vías regulares y seguras para que las personas puedan migrar, no hay una política de asilo eficaz, y la cooperación para el desarrollo se supedita a la cooperación en materia de control. Así, la cuestión migratoria constituye un ‘talón de Aquiles’ para España, un elemento que los países de origen, y sobre todo de tránsito, utilizan para negociar sobre otras materias. Fluye la financiación y se apoyan numerosos proyectos (sobre fortalecimiento de capacidades, mejora de la gestión migratoria y otros eufemismos), con un cuestionable impacto en las personas, por no hablar de la falta de transparencia y el difícil seguimiento de su implementación.

En tercer lugar, las posiciones adoptadas este año por Marruecos (la extensión de aguas territoriales en el Atlántico, las restricciones aduaneras con Ceuta y Melilla y su impacto en el comercio ‘atípico’, la reanudación de hostilidades con el Frente Polisario, etc.) son un claro ejemplo de cómo la cuestión migratoria se ha convertido en un instrumento de presión, en una baza para obtener contraprestaciones de España y de la UE, o para inhibir posiciones políticas que no se alineen con sus intereses.

España puede llevar a Europa una agenda diferente, basada en la experiencia de los países mediterráneos, que conforme una verdadera política migratoria comunitaria

Por todo esto, urge que España desarrolle seriamente una política migratoria con enfoque de derechos humanos, que abandone la lógica de emergencia y plantee medidas que respondan al carácter estructural del fenómeno. Las políticas de control no impiden la entrada de migrantes, pero favorecen su permanencia forzada en el país por el elevado coste y las dificultades de volver a entrar, algo que se evitaría con estrategias que facilitasen una movilidad más fluida. Esa otra política tendría que esforzarse en la normalización y descriminalización de la migración a través de un cambio real y radical de narrativas. Es totalmente incoherente querer luchar contra el racismo y la xenofobia, y que responsables institucionales utilicen en declaraciones el término ‘carga migratoria’.

Otro desafío es derribar el mito de la ‘avalancha’: las migraciones africanas hacia Europa son minoritarias, un 90% de los movimientos se desarrollan dentro del continente (desgraciadamente, una gran parte no puede ni plantearse migrar porque no dispone de unos recursos mínimos), y progresivamente se producen transformaciones a la baja en las tendencias demográficas en muchas partes del territorio africano. Finalmente, habría que abandonar también al fantasma del ‘efecto llamada’, y con él las actuaciones en base a lógicas supuestamente disuasorias, que sólo producen sufrimiento y violencia injustificada e innecesaria.

Las deportaciones tienen unos costes humanos, diplomáticos y económicos altísimos, y cada vez son más complicadas. Y ni España ni Europa pueden permitirse convertir territorios insulares en limbos fronterizos, como ha ocurrido a mayor escala en Lesbos. Este tipo de ‘espectacularización’ del fenómeno sólo beneficia a las narrativas populistas y xenófobas de extrema derecha, como desafortunadamente estamos viendo en Canarias y como ya vimos anteriormente en otros lugares.

El alineamiento con la Agenda 2030 impulsado por el Gobierno debe materializarse en un cambio real, incrementando el gasto en políticas sociales para toda la ciudadanía y para atender dignamente a las personas migrantes (evitando así la ‘competencia’ entre grupos de clases subalternas por recursos escasos), mejorando la cooperación para el desarrollo (salud, educación, y protección social, en lugar de proyectos para desarrollar documentos de identidad con registros biométricos, o para la compra de material de control que termina siendo de uso policial o militar).

Y finalmente, es imprescindible la coherencia: las diferentes políticas españolas hacia África -económicas, comerciales, diplomáticas, etc.- imperativamente tienen que estar orientadas hacia un desarrollo basado en prioridades endógenas o, como mínimo, no interferir en el mismo. No sirven excusas para ocultar intereses en ciertos ámbitos (como por ejemplo pesca, recursos naturales e industria armamentística). Dicha coherencia exige también apoyar a movimientos democráticos en los países de origen y tránsito, y dejar de subvencionar o legitimar a regímenes autoritarios.

Esta no es una tarea sólo de España, pero España puede llevar a Europa una agenda diferente basada en la experiencia de los países mediterráneos, que conforme una verdadera política migratoria comunitaria que facilite las movilidades y tenga como núcleo la solidaridad entre Estados miembros y con el exterior. Una política coherente que incrementaría la legitimidad internacional de España y la UE, y desactivaría las narrativas de la (extrema) derecha. Para ello, haría falta más coraje político que recursos.

* Lorenzo Gabrielli (GRITIM-UPF) y Gema Serón (GEA-UAM) son integrantes del panel de África Subsahariana del Observatorio de Política Exterior de la Fundación Alternativas