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¿Y si se cerrara la Bolsa?

Frédéric Lordon

Publicado inicialmente en Le Monde Diplomatique

por Frédéric Lordon, abril de 2010

La espectacular crisis de estos dos últimos años casi nos hace olvidar que mientras las finanzas “de los mercados” –denominación un poco tonta, pero necesaria para marcar la diferencia– “parecen” activarse en un universo cerrado, lejos de todo y especialmente del resto de la economía, las finanzas accionariales, la de los propietarios de los medios de producción, se acomodan sobre las espaldas de las empresas y al final, como siempre, sobre las de los asalariados. Fue necesaria “la moda del suicidio” tan delicadamente diagnosticada por Didier Lombart, presidente de France Télécom, para que se presente la ocasión de recordar ese estrago cotidiano de las finanzas accionariales, cuyas exhortaciones a la rentabilidad financiera son implacablemente convertidas por los modernos “gestores” de empresa en una reducción alocada de los costes salariales, en la destrucción metódica de cualquier posibilidad de reivindicación colectiva, en la intensificación agotadora de la productividad y en la degradación continua de las condiciones materiales, corporales y psicológicas del trabajo.

Contra todos los intentos de negación, hay que insistir en el vínculo de causa a efecto que va desde el poder accionarial, del cual ya nada en las estructuras actuales del capitalismo retiene en sus extravagantes exigencias, a todas las formas, a veces las más extremas, del desamparo salarial. Y si las mediaciones que separan los dos extremos de la cadena con frecuencia hacen perder de vista la propia cadena (el hecho de que los sufrimientos de uno de sus extremos se deben a las presiones ejercidas desde el otro); si esta distancia sigue siendo el mejor recurso de negación –algo evidente en el “debate” mediático– la unidad de causa-efecto, sistémica, queda al desnudo en cualquier análisis serio (1).

De este modo, aunque la reorganización completa del juego de las finanzas “de los mercados” (reclamada especialmente y con marcial vehemencia por aquellos Gobiernos con menos intención de hacer algo al respecto), ocupa el debate público desde hace un año, habría que tratar de no olvidar que, por lo menos en la misma medida, las finanzas accionariales están también a la espera de su “contragolpe”… Desde esta perspectiva, sólo el presidente y director del diario francés Libération Laurent Joffrin, que une a la pereza intelectual el deseo de no encontrar a nada ni a nadie que lo contradiga, puede sostener que no existen ideas en la izquierda (2). Sin dudas, no las hay en Libération ni en el Partido Socialista Francés. El SLAM (Shareholder Limited Authorized Margin: margen accionarial con límite autorizado) es una idea (3). La abolición de la cotización continua, y su reemplazo por un fixing mensual o plurimensual, puede ser otra (4).

Pero, sin embargo, llega un momento en que uno se pone a considerar la cuestión de otra manera: ¿y si se cerrara la Bolsa?

Desde el tiempo de las ingenuas crónicas radiofónicas, hasta la aparición de los canales de televisión de temática bursátil, pasando por la incesante repetición “CAC40-Dow Jones – Nikkei”, o el cierre cotidiano de Wall Street que ofrece CNN en español, la Bolsa de Valores ha dejado de ser una institución social para convertirse en un hecho de la naturaleza, en algo cuya supresión es simplemente impensable. Un cuarto de siglo de machaque continuo ha hecho mucho para esa suerte de naturalización; especialmente para explicar que una economía “moderna” no puede concebir su financiamiento de otra manera que por los mercados y, entre ellos, los mercados de acciones: “la Bolsa” en el sentido estricto del término.

Para seguir desarrollándose, este discurso necesita silenciar el conjunto de destrucciones correlativas al ejercicio del poder accionarial. El simple control de sus supuestas ventajas económicas y de sus costes sociales reales bastaría para que el balance de la institución “Bolsa” apareciera totalmente diferente. La ausencia de correlato entre beneficios económicos y costes sociales anula la comprensión cabal del fenómeno, porque las tendencias a la compresión salarial indefinida provenientes de la presión de rentabilidad accionarial no dejan de tener efectos macroeconómicos. El subconsumo crónico resultante llevó a los geniales estrategas de las finanzas a proponer a los hogares “obtener lo necesario” mediante el crédito, convertido en la muleta permanente de la demanda faltante: ya conocemos lo que sigue.

Es poco decir que las promesas positivas de la Bolsa son dudosas. Pareciera que sin ella no hay financiamiento de la economía, no hay fondos propios para empresas, condenadas entonces a la insolvencia, y menos aún posibilidad de desarrollo de las start-ups, las anunciadoras de las revoluciones tecnológicas.

En los papeles, el conjunto del sistema tiene buen aspecto. Algunos agentes (los ahorristas) tienen recursos financieros en exceso y buscan su colocación; otros (las empresas) buscan capitales, y la Bolsa es esa forma institucional idónea, capaz de poner a todo ese mundo en contacto y de realizar el ventajoso encuentro de las capacidades de financiamiento de unos y de las necesidades de otros. Mejor todavía: al aportar recursos permanentes (a diferencia del endeudamiento, los capitales obtenidos por emisión de acciones, no son reembolsables), estabilizaría el financiamiento y minimizaría el coste.

Pero nada de eso se sostiene. ¿Que la Bolsa financia a las empresas? En el punto al que hemos llegado, son más bien las empresas las que financian la Bolsa. Para comprender este cambio inesperado, no hay que perder de vista que los flujos financieros entre empresas e “inversores” tienen doble sentido, y que si los segundos suscriben las emisiones de los primeros, no dejan, simétricamente, de extraerles regularmente dividendos (en cantidades crecientes) y, sobre todo, el buy-back, una “innovación” característica del capitalismo accionarial, por la cual las empresas se ven llevadas a recomprar sus propias acciones para aumentar mecánicamente la ganancia por acción y, de esa manera, impulsar al alza la cotización bursátil (y por lo tanto la plusvalía de los inversores).

Por otra parte, la coherente incoherencia del capital accionarial llega al paroxismo al imponer normas de rentabilidad financiera exorbitantes, porque obliga a abandonar un buen número de proyectos industriales incapaces de alcanzar esa cotas. Así, las empresas quedan con recursos financieros no empleados, que inmediatamente son denunciados como “capital ocioso” que debe ser restituído a sus “propietarios legítimos”, los accionistas: “Ya que no saben hacer uso de ellos, ¡que nos los devuelvan!”

A partir de esto, lo que sale de las empresas hacia los inversores supera lo que se mueve en sentido inverso… O sea que se revierte lo que daba sentido y legitimidad a la institución bursátil. Los capitales recaudados por las empresas se han vuelto inferiores a los volúmenes de cash (efectivo) absorbidos por los accionistas, y la contribución neta de los mercados de acciones al financiamiento de la economía se ha tornado negativa; casi nula en Francia, pero colosalmente negativa en Estados Unidos, el país modelo (5).

Hay razones para desconcertarse ante semejante constatación cuando, al mismo tiempo, las masas financieras que se invierten en los mercados bursátiles no dejan de crecer. Pero la paradoja es bastante fácil de aclarar: a falta de nuevas emisiones de acciones que las absorban, esas masas no hacen más que agrandar la actividad especulativa en los mercados llamados “secundarios” (los mercados de reventa de acciones ya existentes). Por eso, su circulación constante tiene el efecto de no financiar proyectos industriales nuevos, sino de alimentar exclusivamente la inflación de los activos financieros ya en circulación. Las cotizaciones suben y a la Bolsa le va muy bien, pero el financiamiento de la economía real se torna cada vez más ajeno a la Bolsa: el juego de la especulación, cerrado sobre sí mismo, basta para hacer la felicidad de la Bolsa y, de hecho, los volúmenes de actividad en los mercados secundarios aplastan literalmente a los de los mercados primarios (los mercados de emisión).

Las empresas son las que mejor pueden dar cuenta del hecho de que la Bolsa se haya vuelto inútil, en la medida en que de institución de financiamiento, ha pasado a ser institución de especulación. El problema ni siquiera se plantea para las pequeñas y medianas empresas, que no cotizan en Bolsa, aunque constituyen una aplastante mayoría en la producción y el empleo. Es necesario subrayarlo: una aplastante mayoría de la producción y del empleo se desenvuelve perfectamente sin la Bolsa.

Más sorprendente aún es que también las grandes empresas recurren muy poco a ella, salvo cuando se sienten invadidas por el deseo de divertirse con el juego de las fusiones y de las OPA (Ofertas Públicas de Adquisición). Porque cuando se trata de conseguir financiamiento, la paradoja hace que frecuentemente los florones del CAC40 y del Dow Jones se dirijan a otros lugares: a los mercados de obligaciones, o bien, por una inconfesable persistencia en el arcaísmo… ¡a los bancos! Resulta una ironía que esto sea menos una reticencia filosófica que un efecto de la propia lógica accionarial, que ve en cualquier nueva emisión el inconveniente de la dilución y, por lo tanto, de la caída del beneficio por acción. En resumen, el triunfo del poder accionarial consiste en disuadir de financiarse en la Bolsa a las empresas que estarían en mejor situación de hacerlo.

¿Acaso lo que queda del financiamiento bruto aportado por la Bolsa se dirige a las empresas al menos al ventajoso coste prometido por el discurso de la desregulación? Sabemos sin ambigüedades lo que cuesta la deuda: la tasa de interés que debe pagarse cada año. El “coste del capital” (en este caso el coste de los fondos propios) es un asunto menos fácil de captar. Por definición, los capitales propios (obtenidos por emisión de acciones) no tienen una tasa de remuneración predefinida, como la deuda. Sin embargo, eso no quiere decir que no cuesten nada. Entonces, ¿cuánto cuestan? De manera muy sintomática, la teoría financiera no deja de interesarse por el “coste del capital”… pero desde el punto de vista exclusivo del accionista (véase recuadro ‘El coste del capital…’). Pero esto no dice nada acerca de lo que le cuesta concretamente a la empresa financiarse emitiendo acciones en vez de obligaciones o, incluso, recurriendo a los bancos. Éste es un asunto del cual la teoría financiera (que revela así sus puntos de vista implícitos, por no decir para quién trabaja), se desinteresa casi completamente.

Ahora bien, lo que le cuesta a la empresa se resume en tres elementos: los dos primeros son los dividendos y los buy-backs, a lo que hay que agregar los costes de oportunidad vinculados a los proyectos de inversión abandonados a causa de una rentabilidad insuficiente, es decir, todas esas ganancias a las que la empresa debió renunciar en función de la exhortación accionarial… a no invertir.

Todo esto, que comienza a ser mucho, no se puede expresar fácilmente en la forma de una “tasa”, que podría ser directamente confrontada con la tasa de interés, a fin de ofrecer una comparación término a término de los costes de las diferentes formas de capital (fondos propios frente a deuda). El hecho de que la deuda sea reembolsable, y no así los capitales propios, es una primera diferencia perturbadora; a la inversa, el dividendo sobre las acciones se paga eternamente, incluso mucho después del final del ciclo de vida de la inversión que ellas financiaron. En la asamblea general de una empresa, las acciones confieren un poder que no da la deuda (y al cual se le podría asignar un valor), etc. A falta de una comparación directa, se puede, por lo menos, hacer una comparación diferencial, y observar que uno de los dos costes, el de los fondos propios, tuvo una evolución muy creciente: los buy-backs, que eran desconocidos, se desarrollaron en proporciones considerables; en cuanto a los dividendos, su crecimiento puede medirse por la proporción que ocupan ahora en el PIB, donde han pasado del 3,2% al 8,7% entre 1982 y 2007. Y esto, hay que volver a decirlo, precisamente a causa del ejercicio del poder accionarial, para el cual se hizo la desregulación bursátil… ¡creyendo, o argumentando, que redundaría en una caída del coste de financiamiento de las empresas!

Retomemos: contribución neta negativa, y contribución bruta de muy alto precio… Uno puede preguntarse qué le queda a la Bolsa para que justifique seguir existiendo, aparte de los intereses particulares del capital financiero, que tiene una potencia absolutamente admirable.

La respuesta es: otras amenazas y otras promesas.

La amenaza agita el espectro de una “economía sin fondos propios”. Una amenaza que, en principio, no deja de tener peso, especialmente en un periodo en que se denuncia, no sin razón, el crecimiento fuera de control de las deudas privadas. Pero negar a las empresas las ventajas de la Bolsa, ¿no equivale a remitirlas a los mercados de obligaciones o al crédito bancario, es decir, a contraer aún más deuda, dándole todo el poder a los banqueros, una especie que la crisis ha hecho que nos parezcan tan simpáticos? (6) Pero una economía sin Bolsa no es en absoluto una economía privada de fondos propios. Demasiado ocupada en elogiar sus propios encantos, la Bolsa ha terminado por olvidar que la parte principal de los fondos propios no proviene de ella, sino de las propias empresas, que simplemente los secretan de sus ganancias, transformándolas en capital por el juego de esa operación que los contadores denominan report à nouveau (saldo a cuenta nueva, ver ‘Glosario’): cada año el flujo de ganancias producidas por la empresa viene a engrosar el stock de capital registrado en su balance… a menos que se lo entregue a los accionistas en forma de dividendos.

Sin embargo, puede decirse que el aporte de fondos propios externos (de los accionistas) reviste una importancia particular cuando, precisamente, a la empresa le va mal y no obtiene por sí misma suficientes fondos propios, internos, por ganancias y el report à nouveau.

El rescate de una empresa en dificultades, ¿no revela acaso la última virtud de la intervención accionarial, ya que sólo inyecciones providenciales de capitales propios pueden proveer al salvataje? En general, los que se hacen cargo de las empresas se ponen de acuerdo para poner lo menos posible en la caja y llevar adelante su pequeño negocio, ya sea embolsando los subsidios públicos, ya sea previendo revender algo amistosamente, ya sea aprovechando la situación judicial para reestructurar las deudas y abandonar a los trabajadores. Esto, mediante un alegre cóctel que mezcla de manera agradable todos esos ingredientes, muy poco accionariales.

Como el círculo comienza a cerrarse malamente y la lista de las supuestas ventajas se encuentra ya encogida como piel de zapa, pronto habrá derecho al grito desesperado: “¿Y las start-ups?”.

Las start-ups, la revolución tecnológica en marcha, la que nos brindó Internet (justo después de que el ejército hubiese instalado las tuberías y los investigadores inventado los protocolos…), la que finalmente nos ofrecerá, en breve, genes rehechos a nuevo. ¿Y cómo podrían hacer eclosión sin la Bolsa? Seguramente nos hemos equivocado un poco en cuanto a la realidad de sus ventajas, pero todo será perdonado cuando hayamos redescubierto sus verdaderos, sus irreemplazables prodigios: la promesa de futuros radiantes. Es tal vez en este registro profético del futuro tecnológico donde el discurso bursátil encuentre su último reducto; probablemente con el auxilio de tecnólogos de izquierda, de ecologistas amigos de la quimera del “crecimiento verde”, o de entusiastas del “capitalismo cognitivo” (algunos, no todos…) que ya avizoran un mundo culto y emancipado por el simple apilamiento de ordenadores conectados en red.

Hay que decir que es exacto que el financiamiento de las start-ups parece escapar al sistema financieros clásico, especialmente al bancario. En efecto, lo propio de estas empresas nacientes se debe a la dificultad de selección que presentan para los financistas potenciales, precisamente por el carácter inédito de sus apuestas tecnológicas y de la gran incertidumbre que de ello se desprende, por falta de referencias anteriores con las cuales comparar. El argumento es conocido: de cada diez start-ups que reciben apoyo, nueve serán apenas borradores, pero tal vez la décima sea una magnífica pepita que, bien empujada hasta la introducción en la Bolsa, conseguirá el premio mayor; entendiendo por esto que enriquecerá a sus accionistas desde el inicio. Accionistas a los que se denomina, sin el menor temor al ridículo, business angels (ángeles de los negocios). La pepita hará algo mejor que reconfortarlos por las pérdidas con las otras nueve. Esta economía muy particular de subsidios cruzados (el reajuste de prestaciones), propio de las empresas tecnológicas nacientes, haría “indispensable” el ingreso a la Bolsa e imposible el financiamiento por la vía del crédito, porque como el banquero factura en general la misma tasa de interés a las diez empresas, perdería todo, el interés y el capital con nueve de ellas; mientras que sólo ganaría el porcentaje pactado con la décima. Demasiado poco para que la operación global no resulte perdedora y, por lo tanto, definitivamente abandonada.

Hay que reconocer que al argumento no le falta sentido. Casi resulta irresistible. Porque no se requiere demasiada imaginación para pensar en una tasa de interés que sea, ya no fija, sino definida como “una cierta proporción de las ganancias”, eventualmente revisable (hacia arriba) durante las primeras etapas del ciclo de vida de la empresa. Si ésta resulta efectivamente un “bingo”, lo probará con sus beneficios, y este reajuste alegrará al banquero tanto como la subida de cotización bursátil había alegrado al business angel.

Pero profundizando un poquito más, se acaba por caer en una menos gloriosa realidad acerca de los móviles que sostienen los discursos generales del financiamiento del capital de las start-ups y de los héroes tecnológicos. La introducción en la Bolsa tiene la finalidad principal de enriquecer a los creadores de la empresa y a sus “ángeles” acompañantes. Se los creía movidos por la idea general del progreso técnico, el bienestar material de la humanidad y la pasión emprendedora; pero, con frecuencia, no tienen otra idea que la de hacer fortuna tan rápido como sea posible y jubilarse muy temprano. No hay prueba más devastadora de esto que ver lo que queda, una vez retirada la promesa de fortuna bursátil, de las tropas de valientes emprendedores. De las cohortes granujientas de la nueva economía, ¿cuántos tenían como idea fija armar lo más rápidamente posible un pequeño negocio que se pudiera revender y dar un salto patrimonial? Nos señalarán que el hecho de que los agentes se muevan por interés personal forma parte de la propia esencia del capitalismo. Sin dudas, pero tal vez se podría, por un lado, ahorrarnos la canción emprendedora; y, por otro, una cosa es desear enriquecerse creando una empresa, y otra es entregarse a ello sólo a condición de enriquecerse fuera de toda proporción, lo que es hoy por hoy la condición sine qua non de los creadores de start-ups.

Ya no es la simple remuneración del trabajo, o incluso el ingreso obtenido de la ganancia empresarial lo que puede enriquecer a esa escala, sino el premio bursátil, y sólo él.

Y aquí se acaba el discurso de la Bolsa. La Bolsa no es una institución para financiar a las empresas –que no van allí, salvo para colocar su cash-flow–; no es la roca base de una “economía de fondos propios” que vienen, principalmente, de otras partes: de las propias empresas. Tampoco es la providencia que salva a las start-ups del desgaste financiero (bien se lo podría hacer de otra manera). Es, en realidad, una máquina para fabricar fortunas.

Y eso es todo. Seguramente, para quienes las hacen, no es algo despreciable. Pero sí comienza a serlo para todos los demás. Así, hacer la crítica de la Bolsa lleva inevitablemente a encontrar las verdaderas fuerzas motrices que el galimatías empresarial se esfuerza por esconder, porque, en realidad, sólo se trata de enriquecimiento. No es que todos los empresarios estén, por principio, afligidos por esta codicia desenfrenada. Los que tienen verdaderamente ganas de construir algo están movidos por otras motivaciones y no les importa la fortuna patrimonial para ponerse en marcha. No hablamos de santos, sino de empresarios con otras motivaciones. Pero sólo la Bolsa podía instalar en el cuerpo social o, más bien, en sus partes más involucradas, esta fantasía, ahora transformada en mentalidad, de la fortuna relámpago, legítima recompensa de las elites económicas, debida enteramente a su genio creador, y sin el cual se terminará declarando que se quiere ahuyentar la sal de la tierra, matar la vida empresarial, tal vez la vida, simplemente.

Cerrar la Bolsa no tendría solamente la virtud de desembarazarnos del daño accionarial por un coste económico muy bajo, sino también el sentido de extirpar la idea de la fortuna-flash, convertida en referencia y móvil. Esto es evidente para los bien nacidos y para la normalidad del “mérito”; para recordar que el dinero sólo se gana a la altura de las posibilidades de la remuneración del trabajo; remuneración que, en el caso de los individuos que nos interesan, ya es, la mayoría de las veces, ampliamente suficiente.

La Bolsa, como espejo de la fortuna, habrá sido la operadora imaginaria, con efectos bien reales, del desplazamiento de las normas del éxito monetario, y no existe un ambicioso cuyo camino no pase por ella. Para los demás, está la lotería; y, en todo caso, para nadie que se remita a esa norma, el trabajo. De esta manera la Bolsa tiene esa notable propiedad de concentrar en un lugar único la nocividad económica y la nocividad simbólica, en lo que deberíamos ver una razón suficiente para pensar en asestarle algunos golpes serios.

No decimos que los argumentos anteriores terminen definitivamente la discusión sobre el cierre de la Bolsa, y seguramente hay todavía muchas objeciones para refutar, antes de convencerse definitivamente de unir el gesto a la palabra. Pero sí decimos que, al menos, es tiempo de pensar en ello.

(1) Frédéric Lordon, La Crise de trop. Reconstruction d’un monde failli, Fayard, París, 2009.

(2) “La izquierda nada dice sobre la crisis financiera”, aseguraba Joffrin el 20 de septiembre de 2008, en la radio France Inter.

(3) El SLAM consiste en poner impuestos a los resultados financieros por encima de un rendimiento correspondiente a la estricta remuneración de los riesgos. Frédéric Lordon, “Una medida contra la desmesura de las finanzas, el SLAM!”, Le Monde diplomatique en español, febrero de 2007.

(4) “Instabilité boursière: le fléau de la cotation en continu“, blog ‘La pompe à phynance’, en (www.monde-diplomatique.fr

(5) Entre 2003 y 2005 la contribución neta de los mercados de acciones al financiamiento de las empresas francesas fue del orden de apenas algunos miles de millones de euros. En Estados Unidos, esa contribución pasó de 40.000 millones a 600.000 millones de euros en el mismo periodo. Sólo la crisis financiera interrumpió (provisionalmente) esos movimientos masivos de buy-back (Informe anual de la Autoridad de Mercados Financieros, París, 2007).

(6) Como sucede con frecuencia, es la ocasión para darse cuenta de que las transformaciones radicales se hacen menos “por partes” que por “bloques de coherencia”. Rehacer las estructuras de las finanzas requiere emprenderla contra los mercados, y también con las estructuras bancarias. Ibid, “La crise de trop…”, capítulo 3.

Frédéric Lordon

Filósofo, autor de Vivre sans? Institutions, police, travail, argent… Conversation avec Félix Boggio Éwanjé-Épée, La Fabrique, París, que se publicará el 4 de octubre de 2019 y de donde se ha extraído el siguiente texto.