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Feijóo, los políticos y las élites económicas

Artículo publicado originalmente en lamarea.com

¿Poner el foco en las retribuciones percibidas por los políticos? Me parece muy bien. ¿Exigir que Alberto Núñez Feijóo declare y haga públicos todos los ingresos que percibe, tanto en calidad de senador como de dirigente del Partido Popular? Por supuesto que sí; es una exigencia que, por lo demás, está amparada en la legislación y los políticos deben ser los primeros en respetarla. Echar balones fuera y escurrir el bulto (cualidades en las que, sobre todo, brillaba, haciendo gala de un cinismo sin límites, Mariano Rajoy) es simplemente inaceptable.

La transparencia debería constituir uno de los pilares de una democracia digna de tal nombre. Hay que exigirla si se quiere que la política y los políticos recuperen una credibilidad que, según el último Eurobarómetro realizado por la Comisión Europea, está bajo mínimos. Es injusto meter a todos ellos en el mismo saco, pero así están las cosas.
Algo tendrá que ver en esa percepción de la ciudadanía que no son pocos los casos en los que tanto políticos populares como socialistas que han ocupado responsabilidades importantes, cuando han dejado de ejercerlas, han pasado, casi sin solución de continuidad, a detentar cargos destacados en empresas privadas. En ese tránsito, nada doloroso para ellos, han recibido y reciben muy generosas retribuciones -de las que, por cierto, poco se sabe- por la información privilegiada, contactos y gestiones que atesoraron mientras desempeñaban su función pública, todo ello un “intangible” que las empresas han convertido en negocios extraordinariamente lucrativos.

Sumemos a esto los numerosos casos de corrupción política; concesión de licencias urbanísticas, adjudicación de contratos públicos, sobornos monetarios y en especie, cajas “b” y un largo etcétera de prácticas irregulares. Todo ello ha proporcionado enormes beneficios a los políticos que han actuado en connivencia con empresas privadas, cuyo modelo de negocio ha sido precisamente este: entrar a saco en el sector público. Los tribunales y los jueces que supuestamente deberían impartir justicia solo en contadas ocasiones han castigado estas prácticas… y, reconozcámoslo, las consultas electorales, el ejercicio del voto, tampoco. Resulta particularmente doloroso y al mismo tiempo esclarecedor comprobar que en lugares donde la corrupción ha estado a la orden del día, los partidos y las cúpulas que los dirigen han continuado obteniendo mayorías absolutas (véase, a modo de ejemplo, Madrid). La cosa, por lo tanto, no va solo de la cara dura de Feijoo y de otros como él, no es una anécdota ni un episodio coyuntural. Hay mucho más.

Si de verdad nos preocupa -a las gentes de izquierda nos debería preocupar mucho- la desafección política, el absentismo y el ascenso, aquí y en otros muchos países, de las derechas extremas, de los populismos cargados de demagogia; si rechazamos de plano el mantra de ‘todos los políticos son iguales’, ‘todos vienen a meter la mano en la bolsa común’, hay que tomarse en serio la problemática que acabo de presentar de manera sucinta. Aplaudiría, por lo tanto, que se pusiera el foco en la transparencia, en el control y la exigencia de honestidad de los políticos, en la lucha contra el fraude y la corrupción.

Pero me pregunto -es una pregunta retórica, ya lo sé- por qué no se pone el mismo celo cuando se habla de los privilegios injustificados, las malas prácticas y la corrupción asociadas a esos privilegios, por parte de las elites empresariales y financieras. ¿Acaso se da por establecido que en el sector privado existen por definición y actúan esos mecanismos de transparencia, control y auto corrección? Parece que sí, que existe esa benevolencia a la hora de valorar ese tipo de pautas bien instaladas en esa parcela de la economía, quizá porque se supone -ay, la ideología que todo lo impregna- que el motor de la actividad empresarial y de la competencia conduce por definición a la eficiencia y al uso racional de los recursos disponibles.

Lo cierto, sin embargo, es que las grandes bolsas de corrupción y malas practicas se encuentran aquí, bien instaladas, especialmente donde operan, con escasas o nulas trabas legales, las grandes corporaciones. Pongamos el foco, por ejemplo, en la ingeniería contable al servicio de comportamientos fraudulentos, la opacidad tributaria, la evasión de impuestos y la utilización a discreción de los paraísos fiscales para aumentar los beneficios, en la fijación de retribuciones desorbitadas a los equipos directivos, en la realización de operaciones especulativas, financieras y de alto riesgo, muy rentables para los grandes accionistas y ejecutivos, en la presión continua sobre las instituciones, a través de grupos de presión muy bien organizados y financiados, donde la transparencia brilla por su ausencia. Comportamientos todos ellos que, hay que decirlo alto y claro, han estado en el origen de las crisis y de la desigualdad extrema y han colonizado las agendas públicas, también las de los gobiernos supuestamente progresistas.

La opacidad con la que se opera en estos mercados dificulta la obtención de buena información, en cantidad y calidad. En cualquier caso, el principal problema no está ahí -de hecho, ya disponemos de muchos y buenos datos-, sino en el enorme poder económico y político atesorado por las élites. Pero seamos conscientes de que dejar intactos estos privilegios, contemporizar con ellos o tomar medidas pensando básicamente en el escaparate mediático supone un pesadísimo fardo para la democracia, empuja a las gentes al pesimismo y a la pasividad, tanto o más que la degradación de la política.

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