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Ignacio Ramonet: “Nos falta empatía hacia los vigilados, cuando los vigilados somos nosotros”

Francisco Pastor CTXT

Entrevista a Ignacio Ramonet

Una fundación alemana anima a cualquier agente de inteligencia, en cualquier país del mundo, a dejar su puesto de trabajo. Le ayudará, incluso, a redactar su carta de dimisión. Y habrá quien vea en ello un gesto de memoria hacia los años de la Stasi, pero no: quienes hoy nos espían, señala Ignacio Ramonet (Redondela, Pontevedra, 1943), no son los Estados, sino las grandes empresas a través de las que nos comunicamos. Así, este doctor en Semiología e Historia de la Cultura nos pide gestos de militancia, como que encriptemos nuestras conversaciones por Internet, en su último ensayo, El imperio de la vigilancia (Clave Intelectual).

Para este trabajo, el autor de más de veinte libros de ciencias humanas se entrevistó con el filósofo Noam Chomsky y el activista Julian Assange, custodiado en la embajada de Ecuador en Londres. A lo largo de 166 páginas, este seguidor de Foucault enumera los sistemas, presentes y futuros, que pretenden clasificar nuestras actitudes más cotidianas en dos grupos: sospechosas y no sospechosas. Desde los programas que analizan nuestra voz, a la búsqueda de rasgos de nuestra personalidad, hasta los drones que, con la forma y tamaño de un insecto, podrían llegar a dispararnos, si reconocen en nosotros determinados patrones.

Quien dirigió durante casi dos décadas la edición francesa de Le Monde diplomatique –y hoy encabeza la versión española– mira a la iniciativa de las empresas, más que a la de los Estados. Hace pocos días, Apple dijo no al FBI norteamericano, que pedía ayuda para investigar a uno de sus usuarios. Mientras, Francia, Italia, España y Portugal impidieron que el avión en el que podría viajar, de incógnito, Edward Snowden –y en el que sí se encontraba el presidente de Bolivia, Evo Morales– cruzara el cielo de sus países. Y las instituciones europeas realizan declaraciones sobre el derecho a la intimidad que, como anota el libro, se incumplen frontera tras frontera.

“Hasta Obama hizo suyo el discurso del Big Brother”, lamenta Ramonet, que ni siquiera encuentra en Bernie Sanders la voz fuerte con la que revertir los afectos hacia la vigilancia. En su ensayo abundan los ejemplos de ciudadanos que se prestan, incluso, a vigilarse los unos o los otros: en el Reino Unido, algunos usuarios de las redes pagan por observar las cámaras web de diferentes comercios y denunciar algún robo. Y el humanista recurre a una cita de Benjamin Franklin: “Un pueblo dispuesto a sacrificar su libertad por su seguridad no merece ni una ni otra, y acaba perdiendo las dos”.

¿Nos cuesta relacionar nuestro día a día con la vigilancia que denuncia?

Esta vigilancia es indolora, por lo que a la mayoría de la gente le provoca indiferencia. Es difícil hacer sentir a las personas que están perdiendo una libertad fundamental, como es el derecho a una correspondencia inviolada. Si nos llegase una carta por correo postal abierta, o manifiestamente leída, nos escandalizaríamos: pues esto ocurre todos los días con los mensajes que intercambiamos por Internet. Como no lo vemos, parece que no nos molesta.

Habrá quien diga que, si nos vigilan a todos, en realidad, no nos vigilan a ninguno. 

No solo es eso, sino que muchos se revindican en el grupo de quienes no tienen nada que ocultar: no somos traficantes de drogas, no somos pedófilos, no somos evasores fiscales, no somos terroristas. Esa es la reacción dominante, aunque Apple ha sentado un precedente, cuando le ha dicho al FBI que la intimidad de sus consumidores es sagrada. Eso, ellos; nuestra indiferencia, fuera, es la que condena a Edward Snowden a esconderse en Rusia y a Julian Assange a recluirse en las dependencias de una embajada. No hay solidaridad: nos extraña aquello de defender nuestra vida privada.

Es difícil interpretar la generosidad de Rusia con Snowden como un gesto altruista e inocente.

Probablemente, no lo sea. Quizá las autoridades rusas han encontrado ahí una manera de demostrar que la democracia americana no es perfecta. Pero esta crítica no parte solo de Rusia, sino que también la realiza Obama cuando habla de cerrar Guantánamo: es un penal que no está regido por ninguna ley, y que, según él mismo, representa una traición a los valores de la democracia norteamericana. En nombre de la lucha contra el terror, se han derogado valores democráticos fundamentales. Quienes imaginaban Estados omnipotentes, como George Orwell, pensaban en dictaduras, pero esa vigilancia ha llegado en las democracias.

Su libro recoge las acusaciones de Assange, que denuncia la colaboración entre las empresas y los Estados.

Él reitera que quienes nos vigilan hoy no son las autoridades, sino esas marcas de las que dependemos. Internet se ha plegado sobre sí misma, y está manejada hoy por cinco grandes empresas [Facebook, Apple, Google, Amazon y Microsoft, según el libro]. No hay nada más allá de esos canales. Google es la sociedad de mayor capitalización en bolsa del mundo, y vende, nada menos, nuestros datos: son una materia prima que tiene más valor que el petróleo o el oro. Estos viajan desde las empresas hasta la NSA [la Agencia de Seguridad estadounidense] o al Consejo de Estado norteamericano, que ni siquiera es un órgano de inteligencia. Assange señala ese desplazamiento: el Estado nos vigila, pero hoy lo hace a través de intermediarios privados.

¿Qué hemos hecho mal para que Internet tienda al monopolio?

Hemos pensado que la gratuidad era la solución y le hemos dado prioridad. Al negarnos a pagar en Internet, hemos asumido un principio: abandonamos el papel del cliente y nos convertimos en el producto. No entendemos que, cuando dejamos de pagar por un servicio, es porque nos van a vender a nosotros. Hemos dejado florecer el comercio de la gratuidad, que es el comercio de los datos que damos voluntariamente cuando nos comunicamos. Las empresas que han querido vender sus servicios no han prosperado. Las que se han ofrecido como gratuitas, sí.

Pero, una vez más, esta es una escala de valores difícil de revertir.

Veamos: si un periodista pasa demasiado tiempo mirando una web marcada, ya sea sobre pornografía infantil, ya sea sobre un grupo armado, quizá no le encarcelen, pero figurará como sospechoso. Si mañana detuvieran a alguien con quien él haya intercambiado algún mensaje, estará agarrado en ese entramado de vigilancia mccarthista. El Estado dispone no solo de nuestras comunicaciones, sino de nuestras consultas, y pretende adivinar, a través de ellas, hasta nuestra personalidad. Esto no es nuevo: la sociología y la etnografía han querido siempre descifrar las sociedades bajo el pretexto de que, así, nos servirán mejor. Pero cada paso en ese sentido cercena la libertad de los ciudadanos.

¿Deberíamos volver a la Red 1.0, anterior a las redes sociales?

El Internet que conocimos y nos sedujo nos permitía liberarnos de otras dominaciones: de unos canales de televisión limitados, de unos periódicos que daban voz al poder. Fue esa aparente emancipación la que le dio alas, pero la obsesión por la gratuidad nos ha llevado de vuelta al monopolio. Lea el diario que lea, llego a él a través de Google y, hoy también, por medio de las redes sociales. No olvidemos la cita de McLuhan: el medio es el mensaje. Assange le da un giro y nos dice que, hoy, el mensaje es Google.

Menciona la idea de guerra permanente de 1984, de Orwell. ¿Vivimos en ella, realmente?

Sí. Escribieron la Ley Mordaza para combatir, dijeron, el terrorismo, que es un estupendo carburante para aumentar el control sobre la sociedad. Ya había muchísimas normas contra los grupos armados desde los años 70, y ahora tenemos una nueva. En Francia se conservan leyes que se aprobaron, de forma excepcional, durante las guerras de descolonización. La Patriot Act [de Estados Unidos] ocurrió después de los atentados de 2001. Quizá no estemos ante la caricatura de Orwell, pero esto es una guerra permanente: el terrorismo mañana desaparecerá y estas normas se quedarán. Es más, algunas de las escuchas que realizó Obama entre 2010 y 2013 [a Silvio Berlusconi, a François Hollande y a Angela Merkel, entre otros] solo tuvieron como fin contar con cierta ventaja de cara a reuniones y negociaciones.

¿Nos sobrepondremos al delirio, como ha ocurrido en otras ocasiones, a lo largo de la Historia?

Esa mi esperanza. Internet, como todo aquello que nos ha aportado algún progreso, tiene un ingrediente accidental. Cuando se inventó el tren, llegaron los accidentes de tren. En Internet, ese accidente es la vigilancia de masas. Estamos ante los primeros minutos de vida de un canal de comunicación con siglos de existencia por delante. Por eso busco esta toma de conciencia y propongo que escribamos una carta de derechos para Internet. No podemos permitir que el accidente se convierta en la norma. Hay muchos parlamentos en los que esta cuestión ya se ha planteado, aunque desde la lectura de la soberanía nacional: un país extranjero no tiene por qué espiar a nuestros dirigentes. Dilma Rousseff [presidenta de Brasil] incluso anuló un viaje diplomático a Washington, tras leer su propia historia en los periódicos.

Entonces, ¿esta batalla está más ganada que hace unos años?

Creo que la reciente decisión de Apple tendrá más recorrido, incluso, que las revelaciones de Snowden. Eso sí, la gente aún no ha tomado conciencia de lo que es la NSA; desde luego, no lo han hecho los ciudadanos norteamericanos, ¡y eso que están mucho más vigilados que nosotros!

El libro menciona una reflexión de Chomsky: el pueblo es el enemigo del poder. ¿No estuvo Twitter del lado de la gente durante el 15M o en las primaveras árabes?

Las redes sociales nos dieron una autonomía y nos permitieron conocer la realidad, e incluso actuar, sin que en el camino mediara una estructura. Pero las redes, esencialmente, también son canales. Miremos a Facebook: es una de las grandes empresas del mundo, y ahora reclama, para seguir creciendo, que un Internet gratuito llegue hasta el Tercer Mundo. ¡A lugares donde aún no hay ni luz, ni alcantarillas, y mucha gente ni siquiera sabe leer y escribir! Quizá nos hemos independizado de la política, pero, ¿cuándo nos emanciparemos de las redes?

Han pasado casi cinco años desde las acampadas. ¿Hubo una burbuja en torno a aquellos gestos de indignación?

Si pensamos en las primaveras árabes, estas se dirigían contra dictaduras. El planteamiento de la cuestión era sencillo: la libertad se levantaba contra la tiranía. Europa no se puede simplificar de esa manera, y cuando las luchas se vuelven complejas, pierden poder de convocatoria. El 15M sí demostró que la ciudadanía estaba viva y dispuesta a organizarse a sí misma. Naturalmente, parte de esa fuerza se quebró cuando a los indignados les tocó entrar en los partidos políticos, más verticales, y dispuestos a tocar el mismo poder que se criticaba. Pero Ciudadanos y Podemos están nutridos de aquel espíritu.

¿La armadura está condenada a matar las ilusiones?

Sí, desde luego, aunque indignarse siempre es bueno, y la indignación nos permite conservar la ilusión. Pero el 15M fue una cuestión de frescura política, y ahora atendemos a combinaciones, negociaciones, mercadeo político y de ideas. No es la mejor fotografía que se puede obtener de la política. Se ha abandonado la ilusión de una sociedad que se gobernara a sí misma, ¡lo cual no era posible, de todas maneras! Eso sí, cuando se observa lo que está pasando, vemos que no todas las organizaciones funcionan de la misma forma. Los casos de corrupción continúan y descubren lo que fueron estos decenios de crisis, de los que muchos se aprovecharon. Este país ha sufrido enormemente, y hay una deuda con respecto a la sociedad española. El ejecutivo que salga de este Parlamento será un gobierno de compromiso, o no será.

¿Echó de menos una respuesta mayor contra la Ley Mordaza, o contra el reciente encarcelamiento de dos titiriteros?

Ese caso ilustra perfectamente hacia dónde nos dirigimos, y cómo España quiso comprar el discurso de Obama: la seguridad merece algún recorte en las libertades. En esta ocasión, también en el derecho de los artistas a expresarse. Nos falta empatía hacia los vigilados, cuando los vigilados somos nosotros mismos.