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La democratización social como única salida

  Juan Labordavoz pópuli

La globalización, basada en el mantra del libre comercio, es incompatible con el respeto al medio ambiente, con los derechos sociales, con la democracia.

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Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea. EFE

El neoliberalismo comienza a agonizar y solo hay una salida justa, la democratización social. La alternativa, el fascismo o, como algunos lo denominan en términos políticamente más correctos, el autoritarismo de la oligarquía. La democratización social, parafraseando a Frank Delano Roosvelt, pasa inexorablemente por luchar contra los viejos enemigos de la paz: los monopolios empresariales y financieros, la especulación, la banca insensible, los antagonismos de clase, el sectarismo, y los intereses bélicos. Todos ellos consideran al gobierno como un mero apéndice de sus propios negocios. Y ya sabemos de sobra que un gobierno del dinero organizado es tan peligroso como un gobierno de la mafia organizada. La democratización social requiere plantar la batalla contra el egoísmo y la ambición de poder.

Lo que aún no han entendido a fecha de hoy liberales, conservadores, y social-liberales -los otrora socialdemócratas- es que la globalización emprendida en nombre del libre comercio, y que todos ellos apoyaron sin fisuras, es una milonga que siempre acaba igual, mal. Los rasgos distintivos son la pobreza y la desigualdad, la ineficacia y la miseria, el totalitarismo invertido y las élites extractivas. Y todo por intentar reducir el peso del factor trabajo en la renta.

Pero todavía hay algo peor, profundamente sutil, que las clases dirigentes han generado y que se les volverá en contra, la sistemática culpabilización de quienes soportan las consecuencias de sus políticas como elemento para subyugar y dominar a los individuos. Pero la historia demuestra que cuando los perdedores se rebelan contra ese sentimiento de culpabilidad, sus efectos sobre esas clases dirigentes, políticas y económicas, serán devastadores.

Contra la dignidad humana

La globalización, basada en el mantra del libre comercio, es incompatible con el respeto al medio ambiente, con los derechos sociales, con la democracia. Al final produce una alienación del hombre, yendo contra la dignidad humana. El mito de la eficiencia de los mercados se tradujo en uno de los mantras más deplorables, el culto a la autorregulación como medio para subordinar a la sociedad y al Estado a la lógica de la acumulación capitalista. Los liberales y los social-liberales, las autoridades económicas y financieras, utilizaron las milongas de la eficiencia del mercado y el libre comercio para legitimar decisiones económicas y políticas, que han acabado generando una superabundancia de bienes de consumo, una sobreoferta de productos agrícolas, desempleo, pobreza, y stress medioambiental, y que en el fondo constituyeron el germen de la actual crisis económica y financiera.

Lo siento, pero no. Los mercados no pueden ser abandonados a su suerte, ya que no pueden autorregularse. El mercado, y muy especialmente el sistema financiero, debe ser vigilado y regulado por el Estado, al igual que debe ser protegida por el Estado la propiedad privada base del sistema capitalista. La competencia pura, favorable para todos, no es más que una situación transitoria que lleva a la constitución de monopolios u oligopolios. Por lo tanto, el Estado tiene que intervenir y tomar posiciones en la arena privada para evitar que la economía se vea abocada a una inestabilidad demasiado grande y a un enorme despilfarro de recursos. Y para ello es fundamental recuperar el uso de la política industrial y, sobretodo, de la política fiscal.

¡Basta ya de criterios fiscales ad-hoc sin ningún fundamento económico! ¡Basta ya de incrementar la deuda pública para financiar a terceros, concretamente para sanear los desaguisados de la superclase! ¡Basta ya! Recuperemos la soberanía monetaria y reivindiquemos la política fiscal como instrumento de política económica. Obviamente ello no les gusta l

Esto le da a la superclase un poderoso control indirecto sobre la política del gobierno. Pero sobretodo permiten que el miedo siga desempeñando su papel como medida disciplinaria.

Pero la reacción ya está en marcha, una insurrección cada día más extendida contra una globalización depredadora. Es necesario poner fin al gobierno del dinero organizado, exigir protección frente a los poderosos, frente a un mercado ineficiente, frente a una globalización neoliberal que ha fracasado. El problema es cómo hacerlo. Sólo cabe una opción justa, una solución democrática donde las mayorías sociales recuperen los derechos perdidos, donde las desigualdades disminuyan drásticamente, donde los jóvenes tengan futuro y no se vean obligados a una lucha intergeneracional, y donde la superclase deje de poner sus sucias manos en nuestra democracia, abandonando sus posiciones en unos medios de comunicación cada vez más concentrados y aduladores del poder. La alternativa, el fascismo.