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Pandemia: vicios privados y desastres colectivos

Albino Prada, miembro del Consejo Científico de Attac. Publicado originalmente para infoLibre.

La desastrosa experiencia de la Segunda Guerra Mundial al menos se dice que sirvió para cohesionar las sociedades que salieron de ella. Pues una gran mayoría de ciudadanos tomó buena nota de que en las horas decisivas todos éramos importantes y necesarios para salir adelante. Que había que actuar hombro con hombro, no con el individualismo del sálvese quien pueda. 

Ese aprendizaje explicaría que entre 1945-1975 a uno y otro lado del Atlántico se articulase un pacto social (Welfare State o Estado de Bienestar) para distribuir más igualitariamente el bienestar social y la riqueza en nuestras sociedades. Un ejemplo de virtudes privadas traducidas en beneficios colectivos.

Aquel pacto se resquebrajó a partir de los años 80 arrastrado por una ola de individualismo y consumismo competitivo (vicios privados) que fue corroyendo los bienes públicos redistributivos (progresividad fiscal, jubilaciones dignas, enseñanza y sanidad universales, etc.). Porque durante los últimos cuarenta años el mensaje dominante pasó a ser: cada uno ha de buscarse su bienestar, y el que fracase que aprenda. Egoísmos y vicios privados que no se traducen en públicas virtudes, sino en desastres colectivos.

Me temo, y me gustaría equivocarme, que esa previa gimnasia de vicios privados e individualismos consumistas de los últimos cuarenta años está mutando en nuevos desastres colectivos. Por ejemplo en la llamada guerra contra la pandemia. 

Un primer síntoma de que en esta ocasión la solidaridad y la empatía (no digamos el altruismo) no iban a ayudar en la batalla lo tuvimos en el fiasco del radar-covid como herramienta de precaución para los contagios. Pues mientras casi todos los ciudadanos ceden su privacidad a empresas con ánimo de lucro sin un pero, se ponen exquisitos (cuatro de cada cinco en España) cuando el Estado les solicita —para un bien común de salud pública— un confidencial rastreo sanitario.

Otro síntoma de que de esta guerra pandémica no parece que vayamos a salir más cohesionados y colaborativos se puso de manifiesto con la vacunación a escala mundial. Pues en una primera fase los Estados se colocaron a la fila como clientes preferentes de las mutinacionales farmacéuticas para comprar dosis a precios de oligopolio, en vez de intervenir las patentes y las instalaciones. Como si en las guerras mundiales no se pudiesen haber requisado instalaciones privadas para uso bélico. Por actuar así resulta hoy que India o Sudáfrica (Bulgaria o Rumanía más cerca de nosotros) no llegan a la mitad del porcentaje de vacunados que la media mundial, mientras Corea o Japón la duplican. Porque el bolsillo y no la solidaridad global de los Estados es el que manda. Y así nos va con las mutaciones y sus incertidumbres.

Añádase a esto que en una segunda fase, dentro de cada Estado, el sálvese quien pueda se concreta en países como Estados Unidos o Rusia que, pudiendo permitirse el gasto, se encuentran con que casi la mitad de la población se niega a vacunarse por variopintas razones. 

No tengo nada contra la objeción de conciencia como derecho, siempre que se asuman las consecuencias (seguimiento obligatorio y derivación a la sanidad privada en caso de contagio). Salvo en las excepciones que siempre habrá.

Con dos consecuencias antisociales. Una, que ponen en un riesgo evitable de contagio al resto de sus compatriotas, la otra, que provocan un gasto y colapso del sistema sanitario que dificulta, cuando no impide, el tratamiento de las enfermedades habituales. No tengo nada contra la objeción de conciencia como derecho, siempre que se asuman las consecuencias (seguimiento obligatorio y derivación a la sanidad privada en caso de contagio). Salvo en las excepciones que siempre habrá.

Porque de no hacerlo así los derechos de unos se transforman en desastres colectivos. Pues, supongo yo, llamar desastre colectivo al fallecimiento, por ahora, de cinco millones de personas (mientras en la primera Guerra Mundial murieron diez millones) no es una exageración.

Tanto en la primera fase (Estados clientes) como en la segunda (ciudadanos que deciden por sus intereses individuales) favorecemos la corrosión de lo colectivo. Por eso me temo que de esta guerra no estamos saliendo educados y motivados para nuevos pactos sociales inclusivos. Ni a nivel internacional, ni dentro de cada Estado.

También en España necesitamos mucha pedagogía sobre estos asuntos en los medios públicos de comunicación (en vez de tanto concurso, deportes y juegos competitivos) para que esos vicios privados no se nos transformen en recurrentes desastres colectivos. 

Sin olvidar algunos cambios legales imprescindibles. Para que el poder judicial no pueda bloquear ciertas medidas (restricciones a la movilidad, pasaportes covid, limitaciones de aforos, horarios, estado de alarma sanitario, toques de queda, etc.) abducido por la lógica individualista y de los negociantes, abriendo camino legal a que los derechos de unos pocos deterioren la salud pública de los muchos.