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¿Una cuarta socialdemocracia?

 Albino Prada – Comisión JUFFIGLO ATTAC España

Para justificar la necesidad de una nueva (cuarta) socialdemocracia Agustín Basave, en un ensayo que así se titula (Los Libros de la Catarata, 2015), resume que estamos en un momento en el que las sociedades son cada día más desiguales, que los poderosos acaparan el mando, que los partidos actuales son incapaces de representar a la ciudadanía y que ésta, por tanto, rechaza su intermediación. Cuando tantas cosas van mal se producen dos exclusiones: una política (no nos representan) y otra económica-social (no se puede).

En una tal coyuntura y ante la claudicación de la tercera socialdemocracia, que entre nosotros consumó el presidente Zapatero o en Alemania su gran coalición, el líder de Podemos se define como hacedor y polo hegemónico de la (nueva) cuarta socialdemocracia. Un partido que representaría a una nueva mayoría ciudadana para desalojar del Gobierno a aquellos que colaboran con los consentidores de la desigualdad social galopante.

En síntesis del propio Pablo Iglesias: “Una cuarta socialdemocracia, entendida como la posibilidad de aplicar políticas redistributivas en el marco de la economía de mercado, de asegurar la protección social y la justicia fiscal como motores de un desarrollo económico basado en la demanda interna, como motor de la transformación del modelo productivo e industrial y como impulsora de un europeísmo social y soberanista”(aquí).

Se trataría de reproducir el pacto social que entre 1945-75 hizo posible un Estado de Bienestar en el que los poderes económicos (después de una Gran Depresión y ante la amenaza de la URSS) asumían la intervención del Estado para reducir la desigualdad y para impulsar el crecimiento económico. Un pacto que esos mismos poderes económicos (sobre todo a partir de 1989 con la caída del muro de Berlín) consideraron un contrapeso innecesario. A partir de entonces ya no se modularía la avaricia.

Porque, en palabras de Basave, el capitalismo de ahora mismo“se volvió, en su etapa global, tan voraz como lo fue en sus inicios. Digamos que al reencontrarse con hábitat selvático volvió al estado salvaje. Y es que, tanto en su carácter depredador como en su deseo de ganancias fáciles, rápidas y desorbitadas, el capitalismo del siglo XXI involucionó a sus orígenes del siglo XVIII”.

Así las cosas, el descrédito social de la última socialdemocracia sería el resultado de lo que he denominado en otra ocasión doble abducción neoliberal(aquí), tanto de una abrumadora mayoría de ciudadanos como de las funciones a las que deba limitarse el Estado. Solo plegándose a esos designios restos menguantes de aquella socialdemocracia comparten aún el gobierno alemán o son gobierno en Francia.

Ante una tal situación se movilizó una parte de la sociedad española al grito de sí se puede, o al de no nos representan. El gran interrogante actual, más allá de quién lidere democráticamente semejante indignación, es comprobar si nuestros poderes económicos y sociales -en el caso concreto de España- están dispuestos a modular su carácter depredador (por ejemplo en reformas laborales) y modular un nuevo equilibrio entre ganadores y perdedores (por ejemplo en reforma fiscal y austericidio).

Comprobar si, aquí y ahora, existe posibilidad real, no retórica, de que en una economía de mercado globalizada se apliquen políticas redistributivas como reclama Pablo Iglesias y se abra camino el que la cosa pública deje de estar en estado de mendicidad frente a la cosa privada.

Sobre el contexto global

Las dificultades para abrir camino a una eventual cuarta socialdemocracia no son, aun siendo descomunales, solo internas (como muy bien saben ya en Grecia). Porque muchos agentes implicados, y no con poco poder económico, institucional o mediático, son foráneos.

Y aun cuando sean internos, e incluso benevolentes, se escudarán en que la competencia global no les permite alegrías sociales no depredadoras. Para esquivarlo no basta el reclamo retórico a la demanda interna, pues corre el peligro de ser cubierta por productos derivados del empleo de empresas depredadoras en países emergentes. Pongamos por caso, en ese sentido y en la creación de empleo digno por cada millón de euros facturado, lo que va de Mercadona a Amazon o Lidl.

Y vale menos aún el retórico reclamo a un europeísmo social alternativo al que la gran coalición alemana, y los restos de la tercera socialdemocracia abducida en Francia o Italia, está aplicando en Grecia. No es casual que en el ensayo de Basave no se haga referencia alguna a esa gran coalición. Y lo digo porque mucho me temo que se trate de la última frontera del nacionalismo económico alemán para intentar resistir en la economía global, arrojando por la borda la mayor parte de una cohesión social que fuera otrora el mayor mérito de la tercera socialdemocracia.

Porque en la actual ola de globalización y financiarización de nuestras economías, multiplicada por las TIC, la automatización y la industria 4.0, los intereses (de producción o de consumo) nacionales o locales quedan relegados a los intereses globales de los inversores. Inversores que utilizan la ruptura espacial entre producción y consumo como nichos de negocio para aprovechar los diferenciales en responsabilidad social, ambiental, laboral o fiscal en una igualación a la baja (no solo por parte de las empresas globales foráneas como Google o Apple, sino también por la ingeniería off-shore de nuestro patriotas del IBEX35)(aquí).

Habría que comprobar eso que a Basave, y a quién esto escribe, le resulta problemático: si es posible un crecimiento con redistribución de riqueza bajo aquella ineluctable dinámica global del capital.

Para empezar porque los éxodos migratorios masivos que la acompañan (y de nuevo Alemania es avanzadilla a causa de su crisis demográfica) junto a la destrucción de las viejas clases medias, trabajan más bien a favor de una solución populista de extrema derecha que en favor de una nueva socialdemocracia. En esto Unidos Podemos o Siryza serían más bien excepción que la regla (francesa o centroeuropea).

Lo que Basave denomina “firma global” (demasiado grande para caer y que transforma en su mendigo al gobierno) solo aparentemente actúa con estadofobia. Lo que persigue es abducirlo, privatizar sus resultados e influencias, desentenderse de su financiación y de sus costes. Pongamos por caso en la penetración de Blackrock en el IBEX35 español (aquí).

Y hacerlo en ausencia de un Gobierno supranacional (mundial o europeo) porque la depredación selvática así lo reclama. Se cumple así la regla de oro de que el 1 por ciento de la población pueda decidir el destino del 99 por ciento. Y hacerlo en bien conocidos foros exclusivos donde se discuten estrategias ajenas a cualquier procedimiento representativo o popular. Lo que precisamente activa una contestación popular sistemática que así lo percibe.

Es éste, sin duda, un más que contraproducente ambiente externo para poder modular la economía de mercado en un pacto social interno como reclama Pablo Iglesias. Ambiente que transforma nuestras democracias parlamentarias en democracias oligárquicas, en las que determinadas élites capturan el Estado y no están dispuestas a que ninguna mayoría parlamentaria rompa ese estado de las cosas.

Una nueva ruptura socialdemócrata

Que las dificultades sean muchas -y crecientes- no impide que podamos enumerar algunas líneas maestras de una necesaria ruptura respecto a la clamorosa abducción neoliberal en que habría caído la tercera socialdemocracia.

En el ámbito de lo demócrata conviene enfatizar que en una cabal democracia es ésta la que debe pilotar el Gobierno y no éste el que esquive la democracia. Por ejemplo en una reforma constitucional express sin referéndum popular. Acto seguido debe añadirse que cualquier integración supranacional debe subordinarse a la soberanía popular mayoritaria en el parlamento (propio o europeo) y no a erosionarlas, como de hecho sucede hoy con los dictados de la troika.

Para ello la soberanía popular ha de manifestarse en elecciones que dependan lo mínimo posible de maquinarias electorales condicionadas por intereses empresariales (sondeos, medios de comunicación, financiación, etc.) y no condicionadas por leyes electorales excluyentes (voto a los 16 años) o distorsionadoras (circunscripción provincial con mínimo de diputados). En la era de las TIC los procesos electorales han de ser baratos, más frecuentes, sobre asuntos más específicos, y con lecturas a escala local. Más participativos en suma.

De avanzar en esta dirección es seguro que cualquier proceso de ruptura respecto a políticas depredadoras y desigualitarias podrá encauzarse mediante el gobierno democrático de la mayoría social que sea requerida. Incluso para una reforma Constitucional que aborde las cuestiones que reclame una tal ruptura. Siempre salvaguardando los derechos políticos y ciudadanos de aquellos que discrepen pacíficamente con la misma. Pues no tienen acomodo aquí ni la insurrección popular ni el golpismo involucionista.

Claro está que esta democracia no puede construirse con electores-consumidores (en este aspecto un programa electoral catálogo ikeano no es una buena idea) sino con ciudadanos-trabajadores. No debe trasladarse a cuestiones sociales clave (como las de elección democrática) la lógica del mercado y del consumo. La soberanía del mercado, el presunto paraíso del consumidor, la mercadocracia como solucionadora de todos los problemas no pueden alimentar en individualismo (la república independiente de tu casa) la garantía de los intocables derechos individuales de las personas.

En definitiva, y esto nos lleva al aspecto de lo social de aquella ruptura socialdemócrata, se trata de evitar que una economía de mercado (la que asumía Pablo Iglesias en la cita inicial) se nos transmute en una sociedad de mercado. Donde todos los derechos sociales tengan que pasar por el criterio de la eficiencia o del precio, en detrimento de la equidad y la redistribución. Tiene que haber áreas de provisión pública (o cooperativa o social) que funcionen al margen de la lógica del mercado y del precio (en sanidad, educación, protección social). Solo así será posible que el crecimiento económico evite la polarización y la desigualdad galopante. Sólo así el crecimiento podrá ser sólido y sostenible socialmente.

Aquel paraíso del consumidor -en una economía de mercado- debe también deslindarse del consumismo y del despilfarro por más que dinamicen el crecimiento. Porque nos abocan a la insostenibilidad y al colapso. Y porque son una afrenta a la miseria genocida que padecen los pueblos del mundo que no pueden cubrir sus necesidades básicas. Lo que reclama políticas energéticas, de transporte o de estrategia industrial (materiales, reciclaje, reutilización, obsolescencia, etc.) sociales. No vaya a ser que la máxima soberanía y elección del consumidor se nos transmute en una sostenibilidad ambiental mínima.

Basave ofrece en su ensayo una afortunada definición de populismo (pugnar por una sociedad más igualitaria sin proponer una mayor carga fiscal para los más ricos) que es antitética a un planteamiento socialdemócrata. Para éste se trata de corregir la desigualdad galopante que deriva de una economía, no digamos en una sociedad neoliberal, de mercado. Con una redistribución de la riqueza (por vía fiscal y de servicios públicos) que mantenga la cohesión social y garantice los derechos ciudadanos básicos (alimentación, vivienda, salud, educación) en cualquier edad y situación laboral. Sin goteras fiscales para los privilegiados y elevando los suelos protectores para los que no lo son.

En esta ruptura social lo estatal debe supeditarse no a la eficiencia o a la competencia, sino a la mejora de la equidad. Para ello no ha de demonizarse lo social -y adorar lo individual- como sucede cuando se dualizan los servicios públicos (con conciertos sanitarios o educativos por ejemplo) para abrir camino a una presunta libertad de elección individual. Libertad que, de hecho, refuerza las desigualdades sociales previas. Una trampa en la que, como en muchas otras, cayó la tercera socialdemocracia.

Profesor de Economía de la Universidad de Vigo