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Cortando las cabezas de la hidra

Alberto Piris republica.com

LaHidra

En la masacre de Orlando, suficientemente comentada ya en estas páginas, confluyen varios factores muy distintos y aunque las investigaciones, al escribirse este comentario, no han llegado todavía a conclusiones definitivas, de momento cabe considerar la influencia de estos aspectos:

– La facilidad con que los ciudadanos de EE.UU. adquieren armas personales, incluso armas de guerra.

– La homofobia estimulada desde algunos sectores ultraconservadores.

– El extendido temor -a veces convertido en obsesión- al terrorismo de naturaleza islámica, que se considera el origen de todo mal.

– La discriminación racial.

– El más que probable desequilibrio psiquiátrico del asesino múltiple.

Según que la investigación conduzca por uno u otro camino, las primeras consecuencias afectarán evidentemente a la carrera presidencial en EE.UU. Es opinión extendida que si el motivo esencial fueran las tendencias homófobas o el desequilibrio del asesino saldría reforzada la posición de Hillary Clinton, que propugna adoptar medidas más rígidas para controlar la adquisición privada de armas, causa de tanta mortandad entre la población estadounidense.

Si por el contrario el fundamento de la masacre estuviera en las ideologías islamistas, incluyendo la condena que las leyes mahometanas hacen recaer sobre los homosexuales, saldría reforzado Donald Trump, parte de cuya campaña electoral se centra en fomentar el rechazo a los musulmanes, consecuencia de la extremada xenofobia de la que está infectada su ideología personal y la de sus seguidores.

Por otro lado, pareció algo confusa la opinión inicial de Obama, que calificó lo ocurrido como “un acto de terror, un acto de odio”, mezclando dos conceptos heterogéneos. El terrorismo moderno no se basa tanto en el odio como en el frío cálculo político que lo utiliza como un arma más, un eficaz instrumento para desarrollar una estrategia bien calculada, de la que el odio no es el principal motor. Haya sido o no inducido el atentado por el Estado Islámico, lo cierto es que éste hará todo lo posible para obtener provecho mediático, como ocurrió con las ejecuciones públicas y televisadas de rehenes musulmanes y occidentales. Se trata de ahondar el miedo y extender la confusión entre los infieles que han de ser combatidos en la yihad.

A agravar esa confusión también contribuye la popularidad del último teatro de operaciones: Orlando, la sede de Disney World, centro turístico conocido en todo el mundo. Sigue a los anteriores atentados en Bruselas, París y otras capitales europeas que han sufrido los efectos del terrorismo yihadista, ciudades turísticas parte de cuyo éxito se basa en la seguridad que garantizan a los visitantes.

Claro está que la opinión pública, para valorar estos hechos, necesitaría estar bien informada y no dejarse arrastrar por el desequilibrio del que adolecen muchos medios de ámbito internacional. Cincuenta asesinados en Orlando tienen una repercusión mundial infinitas veces superior al de las víctimas, a menudo más numerosas, que con frecuencia se producen en Afganistán, Irak, Siria y otros países de Oriente Medio, a consecuencia de acciones del terrorismo islámico, de las que son también víctimas los seguidores de Mahoma, sean suníes, chiíes o de otras creencias.

En agosto de 1990 se produjo en Puerto Hurraco (Badajoz) un asesinato múltiple que dejó 9 muertos y 12 heridos y horrorizó a los españoles. Si hubiera ocurrido años después, tras la declaración de guerra total contra el terror de 2001, y si se hubieran encontrado en el domicilio de alguno de los implicados vinculaciones, aunque mínimas (un folleto turístico, por ejemplo), con países de Oriente Medio o alguna otra prueba (bastaría un recorte de prensa) que pudiera relacionarlos con la yihad podemos estar seguros de que el citado asesinato múltiple hubiera sido inicialmente atribuido al terrorismo y no a una sangrienta venganza rural que entremezclaba amores fallidos, traiciones, límites catastrales y odios familiares.

Muchas conductas anómalas que a veces se observan en la política internacional tienen su origen en actuaciones que en su tiempo se tuvieron por correctas. Tras los atentados que sacudieron a EE.UU. el 11 de septiembre de 2001, y quizá arrastrada por la enorme resonancia internacional que los modernos medios de información les concedieron, la gran potencia americana cometió un grave error: afrontar un hecho terrorista con la guerra. Hecho que, en otras circunstancias, habría sido perseguido con los instrumentos habituales de la seguridad interior de los Estados y del orden público: policiales, diplomáticos, económicos, etc.

Occidente declaró una imprudente guerra al terrorismo, a un enemigo informe, volátil y fluctuante, a una hidra de innumerables cabezas siempre renacientes, y ahora hay que afrontar las consecuencias de esa guerra y de las que vengan después. Un artículo que publiqué en El Independiente en abril de 1991, acabada la guerra del Golfo, concluía así: “¿Nadie había pensado que el derrotado Irak podría convertirse en un nuevo Líbano? La idea causa pavor en Washington, donde se recuerda Beirut con casi tanto malestar como Vietnam. ¿Cuántas guerras más nacerán de esta que acaba de concluir?”. En esas estamos: en un encadenamiento de guerras que favorece más a los fabricantes de las armas utilizadas en ellas que a los pueblos que las emprenden o las sufren.