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Impuesto sobre la renta, el único democrático

Pedro Luis AngostoNueva Tribuna

En tiempos remotos, mesnadas de brutos furiosos cruzaban los rastrillos del castillo de su señor –civil o eclesiástico- para apropiarse a espadazos del producto de quienes trabajaban. Campesinos y artesanos, aterrorizados, entregaban cuanto tenían para mayor gloria del duque, obispo o rey “benefactor”. Diezmos, tercias, sisas, alcabalas, millones, portazgos y pontazgos mantenían a la inmensa mayoría de la población en un estado de miseria y desesperación. Con la llegada de la revolución francesa, la mayoría de los impuestos medievales –todos indirectos- desaparecieron y los nobles comenzaron a tener que pagar a la Hacienda Pública, aunque ni campesinos ni artesanos vieron cumplidas sus expectativas de ver hecho realidad un sistema fiscal justo.

Fueron Carlos Marx y Federico Engels en el Manifiesto Comunista –perdonen por nombrar algo tan políticamente incorrecto, después me flagelaré para pulgar mis culpas- quienes apuntaron la necesidad de que los impuestos fuesen directos, proporcionales y progresivos, pagando más aquel que más tuviese. Esta idea marxista quiso ser evitada por las nacientes democracias liberales, pero al cabo de décadas fue aceptada por la mayoría de los países occidentales gracias al empuje del movimiento obrero y al temor a los efectos contagiosos que pudiese tener la revolución rusa: Nacía de ese modo el capitalismo con rostro humano de la mano de la socialdemocracia europea, un sistema mixto que permitió crear el Estado del bienestar y evitar desigualdades hasta entonces inalterables y asumidas. Durante las décadas siguientes a la Segunda Guerra Mundial nadie se atrevió a poner en duda un modelo que tantos beneficios había aportado.

La crisis del petróleo de 1973 fue el punto de inflexión. Una economía basada en el consumo de combustibles fósiles baratos acusó sobremanera el incremento de sus precios. Miles de fábricas cerraron y muchos obreros fueron al paro, sin embargo el sistema había creado los subsidios para que ni la enfermedad ni el paro fuesen sinónimos de miseria. El colchón de amortiguación impidió que Europa fuese de nuevo escenario de luchas revolucionarias y movilizaciones obreras antisistema. Sin embargo, los profesores de la Escuela de Chicago ya llevaban años poniendo en duda la sostenibilidad del Estado del bienestar y su mantenedor: Los impuestos directos. El miedo, todavía, al contagio soviético, les impedía enseñar descaradamente sus pretensiones. A principios de los ochenta, los politólgos y kremlinólogos asesores de la Administración norteamericana sabían que el capitalismo de Estado ruso hacía aguas, que el barco se hundiría en breve, también que los partidos y sindicatos obreros se habían vuelto domésticos, careciendo de capacidad, y de intenciones, para organizar una protesta masiva contra sus planes. Reagan y Thacher quisieron dar la puntilla al modelo socialdemócrata siguiendo los dicterios de la Escuela de Chicago y los de Calvino: La riqueza es para quien la produce, los ricos no somos responsables de que existan pobres, somos ricos porque Dios está de nuestro lado y sólo cuando nos apetezca haremos fundaciones filantrópicas para repartir parte de nuestro dinero y no pagar un duro a la Hacienda Pública. Dentro de ese nuevo orden, los impuestos directos llegaron a ser considerados como un “robo” y una rémora para el desarrollo y el crecimiento.

Poco a poco los impuestos directos comenzaron a dejar de ser proporcionales y progresivos, se bajaron los tipos máximos, se eliminaron tramos, se inventaron fórmulas para ocultar las ganancias y los gobiernos crearon cientos de trucos para que plutócratas y corporaciones pudieran evadir al fisco. Al mismo tiempo las inspecciones fiscales quedaron reducidas a la mínima expresión y los impuestos sobre el lujo desaparecieron. Al final, sólo los trabajadores por cuenta ajena y nómina contribuían directamente a los gastos del Estado. La jugada estaba terminada: Los impuestos directos, uno de los logros de las luchas obreras, sólo los pagaban los trabajadores. Eran, por tanto, impuestos impopulares.

Sin embargo, como la maquinaria del Estado moderno no puede parar por mucho que se la minimice, el afán recaudatorio continuó, sólo que ahora basado, cada vez más, en los impuestos indirectos, o sea los impuestos medievales, los que castigan y hacen la vida cada vez más difícil a quienes menos tienen. Ibis sobre la primera vivienda que parecen alquileres, ivas disparatados sobre productos de primera necesidad, impuestos sobre basuras, tasas sobre el agua y la electricidad, cánones, impuestos regresivos se han convertido en un cáncer que mina la economía familiar y nos devuelve al Medievo.

El actual gobierno ha liquidado en cuatro años casi la mitad de la hucha de las pensiones porque los misérrimos salarios propiciados por su última reforma laboral no dan para cubrir el gasto, sin embargo, lejos de poner soluciones fiscales para abordar ese déficit que amenaza con hacerse crónico y liquidar el sistema estatal de pensiones, propone como una de sus grandes promesas para la próxima legislatura bajar el IRPF, único impuesto democrático siempre que sea proporcional y progresivo. La rebaja del IRPF no es algo que deba alegrar a los electores, sino todo lo contrario, de seguir por ese camino en muy poco tiempos desaparecerán los cuatro grandes pilares del otrora llamado Estado del Bienestar: Pensiones, Sanidad, Educación y Dependencia, pasando a ser pasto del negocio y, por tanto, inaccesibles para la mayoría de los ciudadanos. Por el contrario, combatir el fraude fiscal y la economía sumergida, eliminar las SICAV y todos los artilugios contables que posibilitan que los más ricos contribuyan mínimamente al Erario, no es sólo una cuestión de Justicia, sino una necesidad vital para la Democracia, que puede morir asfixiada por quienes han puesto al IRPF en el punto de mira.

Si queremos luchar por un mundo más justo en este tiempo de huracanes neoconservadores, es menester que la izquierda recupere el resuello y el orgullo de clase, que sea consciente de que todo lo que se ha hecho de bueno por la igualdad, la justicia, la universalización de la educación, las sanidad y las pensiones, de la cultura y los derechos sociales, por mejorar las condiciones de vida del ser humano se debe exclusivamente a ella. Es preciso volver a la lucha, pero de modo inteligente, decidido, pero pragmático, sabiendo cuáles son los objetivos más inmediatos. En ese sentido, es vital recuperar el impuesto sobre el lujo y la riqueza, grabar con un tributo riguroso a los propietarios de inmuebles vacíos por voluntad propia y de tierras baldías, reconstruir un sistema fiscal justo y eficaz  basado en que paguen progresivamente más quienes más ganen o posean, de otro modo, si no somos capaces de aplicar nuestras propias recetas para resolver los problemas creados por el neoconservadurismo global,  seremos cómplices del crimen que se está perpetrando contra las personas que habitan en un mundo que agoniza por la sinrazón y la codicia.