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¿Regalar el dinero público?

Publicado originariamente en Blog Otra economía

Fernando Luengo, economista

En estos días, se ha hablado mucho sobre la condicionalidad, aludiendo a las exigencias de Bruselas a los gobiernos potencialmente receptores de los recursos movilizados por las instituciones comunitarias. En las líneas que siguen propongo una reflexión diferenciando la «mala» de la «buena» condicionalidad.

La primera, la conocemos muy bien, la hemos padecido durante mucho, demasiado, tiempo. Se aplicó sin contemplaciones en Latinoamérica en las postrimerías del pasado siglo, cuando la región estaba atrapada en unos elevados niveles de deuda externa.

Ignorando el «insignificante detalle» de la responsabilidad de los bancos acreedores, buena parte de los cuales eran de Estados Unidos, y de las negativas consecuencias sobre el nivel de endeudamiento de la política monetaria estadounidense (un dólar fuerte y altos tipos de interés), el Fondo Monetario Internacional exigió, a cambio de recursos con los que hacer frente a la deuda, la aplicación de durísimas medidas de ajuste.

El balance de las políticas fondomonetaristas fue la intensificación de la desigualdad, la destrucción de mucho tejido productivo y el aumento de la vulnerabilidad externa. Eso sí, sirvieron para proteger los intereses de los acreedores y para abrir las puertas de par en par a la entrada de capital foráneo. De eso se trataba, al fin y al cabo.

Más recientemente, aquí, en Europa, también encontramos ejemplos de «mala» condicionalidad. La que hemos sufrido los países meridionales (Grecia de manera destacada, pero también España, Portugal e Italia). Cuando se ha hecho depender el acceso de los recursos proporcionados por el Mecanismo Europeo de Estabilidad (ESM, en sus siglas en inglés), a la implementación por parte de los gobiernos de un severo programa macroeconómico y de un paquete, igualmente drástico, de reformas estructurales.

El objetivo -apelando a los supuestos beneficios asociados a la estabilidad presupuestaria y a la, asimismo supuesta, superioridad, en términos de eficiencia, del sector privado- era reducir el gasto público social y productivo, aumentar la presión fiscal soportada por las clases populares, privatizar y mercantilizar activos de titularidad pública y desregular las relaciones laborales. Estas políticas han castigado a los de abajo, socializando los costes de una crisis provocada por los de arriba, han vulnerado los principios democráticos más básicos y han usurpado la soberanía de los pueblos, no nos han sacado de la crisis y nos han situado en posiciones de extrema debilidad para enfrentar la pandemia (las carencias de la sanidad pública son, entre otras cosas, el resultado de esas políticas).

Esta es la condicionalidad que, desgraciadamente, hemos experimentado y sufrido. Quienes la han promovido, no han tenido ningún problema, sino todo lo contrario, a la hora de regalar a manos llenas cantidades ingentes de dinero público a los bancos, sin exigirles condicionalidad alguna (por ejemplo, entrar en el consejo de administración de las entidades, asegurar que el dinero llega a familias y empresas, detener los desahucios o movilizar el stock de viviendas en su poder). Tampoco les ha preocupado lo más mínimo que los ricos y las grandes corporaciones disfruten de todo tipo de privilegios tributarios, convirtiendo a Europa en un paraíso fiscal. En fin, estricta condicionalidad para las clases populares; generosa tolerancia para las elites.

Pero también existe la «buena» condicionalidad, la que tiene que presidir la utilización de los recursos públicos, de la que, francamente, hasta ahora apenas hemos tenido noticias y, sin embargo, debería estar en el centro de las agendas implementadas por los gobiernos comprometidos con las mayorías sociales.

Una condicionalidad que, además de cuidar del buen uso de lo que es de tod@s, debe promover la equidad y la sostenibilidad. El eventual acceso a los recursos públicos (préstamos, avales, exenciones fiscales, contrataciones…) por parte del sector privado debería estar condicionado a que los directivos limiten sus retribuciones -que, en ningún caso, deben superar 10 veces el monto del salario más bajo de la empresa-; a la verificación de que están al día en sus obligaciones fiscales; a la prohibición, mientras dure la situación de excepcionalidad, de que se abonen dividendos a los grandes accionistas; al respeto a la negociación colectiva y a la interlocución con los representantes de los trabajadores; a la aplicación de un plan de sostenibilidad medioambiental con objetivos, plazos y financiación; a que se garantice la equidad de género en materia retributiva, formación, promoción y cuidados; al compromiso de no realizar horas extraordinarias no pagadas; a la preservación del empleo y a garantizar que, al menos, los salarios mantienen la capacidad adquisitiva.

Claro que sí, hay que ser cuidados@s y exigentes con la utilización de los recursos públicos. No sólo hay que detener la esquilmación de los bienes y servicios comunes. Es obligado dar un paso más y convertir la asignación de los fondos presupuestarios en una palanca para avanzar hacia una sociedad más democrática y solidaria.

Fernando Luengo Economista crítico, activista social y miembro del círculo de Chamberí de Podemos fernandoluengo.wordpress.com 

@fluengoe