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El Libro Blanco (más bien negro) sobre el futuro europeo

Fernando Luengo / Miguel Urbán – Profesor de economía aplicada de la Universidad Complutense de Madrid / Responsable de la Secretaría de Europa de Podemos y Eurodiputado

Imagen de archivo: Varias personas con una pancarta en la que se lee ‘Dónde están vuestros Derechos Humanos’ participan en una manifestaban este martes en solidaridad con los refugiados de Idomeni. EFE

Con motivo del 60º aniversario del Tratado de Roma, la Comisión Europea presentó la semana pasada el Libro blanco sobre el futuro de Europa. Como refleja en el subtítulo, el documento, de treinta páginas, pretende abrir el debate sobre los diferentes escenarios que podrían materializarse en Europa en el horizonte de 2025.
Es marca de la casa. La retórica vacía y grandilocuente de los documentos y declaraciones comunitarias que a pesar de la crítica situación que vive la Unión Europea (UE) sigue estando muy presente en el Libro Blanco. Pero en este caso no se trata sólo de retórica, sino de una mezcla de ceguera y autismo.

Seleccionamos tres párrafos, entre otros muchos que recorren el texto: «Es momento de reflexionar con orgullo de nuestros logros y de recordar los valores que nos unen»; «La Unión Europea ha mejorado nuestras vidas. Debemos velar porque sigan mejorando las de todos aquellos que vendrán detrás de nosotros»; «…una Unión ampliada de 500 millones de ciudadanos que viven en libertad en una de las economías más prósperas del mundo».

Nos preguntamos cómo recibirán este brindis al sol los trabajadores que, como consecuencia de las reformas laborales, impulsadas y exigidas por Bruselas, se han llevado por delante la negociación colectiva y son responsables de una histórica reducción de los salarios. La ciudadanía griega que ha sido hundida en la pobreza como consecuencia de la aplicación de los sucesivos memorándums. La quinta parte de la población alemana que está cerca o por debajo del umbral de la pobreza. La institucionalización de la «deudocracia» como un sistema de disciplinamiento de los países del sur de Europa. Y también los refugiados que están muriendo de frío y enfermedad en las fronteras comunitarias o se ahogan en las aguas del Mediterráneo.

No es serio ni decente pasar de puntillas sobre estas y otras situaciones, que, desgraciadamente, no representan un episodio aislado del denominado «proyecto europeo», sino que, cada vez más, forman parte de la quintaesencia del mismo.

En la introducción se afirma que «nuestra economía (la europea) se está recuperando de la crisis financiera mundial, aunque los efectos no se perciben de forma suficientemente equitativa». Grave error de diagnóstico, a partir del que difícilmente cabe entrar en el debate sobre los escenarios. Se confunde, deliberadamente, un crecimiento económico débil, inestable y desigualmente repartido entre los países europeos –que, además, todas las agencias nacionales e internacionales que elaboran pronósticos, ajustan a la baja– con estar saliendo de la crisis. Al contrario, los problemas de fondo que provocaron el crack financiero y que abrieron la puerta a la Gran Recesión están presentes; y las políticas comunitarias los han agravado.

Llama la atención que, por enésima vez, en una reflexión que quiere ser de calado, se omitan los problemas a los que se enfrentan las sociedades, las economías y las instituciones europeas. Se hace referencia a un proyecto que, pese a todas las dificultades, ha conseguido abrirse camino, alcanzando más integración, más cohesión y más bienestar. Ni una sola alusión a la intensificación de las divergencias productivas y sociales en las décadas de «avance y consolidación» de ese proyecto europeo, ni tampoco se menciona el aumento en esos años de la desigualdad. Como atestigua el informe Europa para la mayoría, no para las élites de Oxfam que analiza como los motivos de este incremento de la desigualdad se encuentran las medidas de austeridad aplicadas desde el inicio de la crisis, así como políticas fiscales no redistributivas que favorecen a las grandes fortunas.

Por el contrario, el texto sí que advierte de las amenazas que representan los populismos, de un lado y de otro, que cargan contra la idea de Europa, responsabilizándola de la deriva económica y social. Es claro que los partidos de extrema derecha cabalgan electoralmente con un mensaje de soberanía en clave de repliegue identitario xenófobo, y que con ese mensaje están haciéndose con el apoyo de una parte del voto del descontento. Si bien todo eso es cierto, la principal fuerza centrífuga, donde se concentra el mayor potencial desintegrador, reside precisamente en las políticas comunitarias aplicadas al menos desde Maastricht; como afirma el filosofo Enzo Traverso: «La mutación neoliberal ha sido el sabotaje del propio proyecto europeo».

El texto llama la atención sobre los peligros que para Europa supone ser un «poder blando» en un contexto donde «la fuerza puede prevalecer sobre la ley». ¿Qué se quiere decir exactamente con poder blando y cómo fortalecerlo? Una apelación, apenas disimulada, a reforzar el gasto militar, una propuesta ya esbozada en el debate de la Unión del pasado septiembre en donde Junker propuso un fondo común para impulsar la industria de defensa como un primer paso para trabajar la integración en defensa de la UE.

Resulta inquietante asociar fortaleza y relevancia internacional con el aumento de este gasto y clama al cielo que ello se haga cuando se están recortando las partidas sociales de los presupuestos públicos. Mientras Bruselas insiste, una y otra vez, en las virtudes de la austeridad presupuestaria, abre la puerta, con la excusa de que Europa dispone de un «poder blando», a la militarización y securitización del proyecto europeo que solo responde a los intereses de los lobbys de las empresas armamentísticas, como muy bien expone el informe «guerras de fronteras» del Trasnational Institute.

Se habla en el documento de cumplir la promesa de no dejar atrás a nadie, de garantizar que cada generación disfrute de mejores condiciones de vida que la anterior, de reforzar la convergencia y de completar el proceso de integración monetaria. Palabras que constituyen el colmo de la hipocresía cuando la Comisión Europea y las políticas comunitarias forman parte del problema, habiendo contribuido de manera decisiva a la profundización de las divergencias productivas, sociales y territoriales en el conjunto de la Unión.

Resulta igualmente inquietante leer en el documento que los sistemas de protección social deben modernizarse, no porque defendamos una posición inmovilista (todo lo contrario), sino porque ya sabemos o intuimos –en ese mundillo de mensajes cifrados y opacos– lo que significa modernización: recortes, desmantelamiento y mercantilización. Del mismo modo que cuando dice flexibilidad de las relaciones laborales, en realidad se está diciendo desregulación de las mismas; o cuando se dice devaluación en realidad es represión salarial; o cuando se dice austeridad, en realidad se aplican recortes sobre el gasto social y productivo.

En otro lugar del texto se afirma que Europa tiene una arquitectura compleja, difícil de entender, y que no se explican bien ni tampoco lo suficiente los logros y las ventajas de formar parte de la UE. Desde luego, existe una distancia sideral entre la gente y sus problemas, por un lado, y el universo cerrado y elitista de la eurocracia de Bruselas, por otro. En nuestra opinión, sin embargo, no se trata tanto de constatar esa evidencia como de que las instituciones y las políticas han sido colonizadas por las corporaciones; ellas y los lobbies que las representan se han apoderado de la agenda comunitaria. En esta UE realmente existente, la cesión de soberanía supone ceder democracia, como comprobamos en los acuerdos tanto del CETA como del TTIP, verdaderas constituciones al servicio del poder corporativo.

Cuatro de los cinco escenarios presentados en el Libro Blanco –denominados Seguir igual; Sólo el mercado único; Los que desean hacer más, hacen más; Hacer menos, pero de forma más eficiente– significan, en distintos grados, dar por bueno el fracaso del proyecto europeo. Supone que, ante el monumental desafío que representa la crisis, se contempla la posibilidad de una suma y sigue o de un retroceso.

De hecho, el escenario que está emergiendo de la crisis es una combinación de esos cuatro, y significa al mismo tiempo más y menos Europa; un escenario caracterizado por un muy intenso desequilibrio en las relaciones de poder, en beneficio de las oligarquías y de los países con mayor potencial competitivo y con unas instituciones deslegitimadas democráticamente y privadas de recursos para acometer políticas redistributivas. En cuanto al quinto de los escenarios –calificado como «Hacer mucho más conjuntamente»– se articula alrededor de un conjunto de ideas genéricas que apuntan en direcciones muy diferentes. Un detalle, en absoluto menor: en este escenario, donde se supone que encajaría la idea de más Europa y otra Europa, nada se dice de revertir las políticas de austeridad, democratizar las instituciones europeas o tan siquiera sobre la lucha por la igualdad.

Digamos para concluir que el documento convoca a un debate en torno a esos cinco escenarios. El debate europeo es, sin duda, imprescindible, porque Europa es más una restricción que una oportunidad. El abismo entre las instituciones, la élite política y la burocracia comunitaria con la ciudadanía es tan profunda que un sincero compromiso con el debate implicaría crear las condiciones para que la gente intervenga activamente. Y, sinceramente, nada apunta en esta dirección, ni en el Libro Blanco ni en la gestión autoritaria y elitista de la que han hecho gala los responsables comunitarios.

Un debate fundamental del que la izquierda alternativa no puede volver a mostrarse ausente o sin una postura clara. Como decía Perry Anderson en su artículo en Le Monde Diplomatique de este mes titulado Agitación antisistema en Europa y en Estados Unidos: «El futuro de la Unión Europea depende tanto de las decisiones que la han moldeado que ya no podemos contentarnos con reformarla: hay que salir de ella o deshacerla para poder construir en su lugar algo mejor, con otros fundamentos, lo que equivaldría a arrojar al fuego el Tratado de Maastricht».

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