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La renta básica o el reparto del tiempo de trabajo

Juan Francisco Martín Seco – Consejo Científico de ATTAC España

Por primera vez en un país, Finlandia, se va a implantar la renta básica incondicional. Bien es verdad que se realiza a título de prueba durante dos años, afectando exclusivamente a 2.000 ciudadanos escogidos aleatoriamente entre los parados y en una nación, de las más ricas de Europa y con una población relativamente reducida. Sus promotores fundamentan la propuesta en los cambios tecnológicos que van a afectar a la producción, robotizando muchas de las actividades en las que la mano de obra no va a ser necesaria. Las maquinas sustituirán a los trabajadores, con lo que las cifras de desempleo serán insostenibles, y el Estado no tendrá más remedio que adoptar medidas para reducir los niveles de pobreza.

La mecanización progresiva de la actividad económica presenta dos fachadas, la eliminación de puestos de trabajo y el incremento de la productividad. Son cara y cruz de la misma moneda. Es decir, que aun cuando el número de asalariados sea menor la producción se incrementará, y la renta per cápita también. (Ver mi artículo del pasado 8 de diciembre en este mismo medio). El desempleo no es la consecuencia de una menor actividad o de una disminución de recursos. Si hay algún problema, no es de producción sino de distribución. Parece lógico por tanto que se quieran evitar las consecuencias negativas de los adelantos tecnológicos mediante una política redistributiva, de forma que lejos de haber ciudadanos perjudicados todos sean beneficiados por el incremento de productividad y el aumento de la riqueza.

Las razones, sí, son de justicia y de equidad, pero también de estabilidad política. No se puede condenar a una porción importante (y además creciente) de la población a la pobreza. Incluso hay una razón más y esta de orden económico: si la renta se concentra en pocas manos, se dañarán gravemente el consumo y la demanda, con lo que a medio plazo serán la producción y la propia renta las que sufran, produciéndose un colapso de la actividad económica. En este sentido resultan consecuentes los argumentos con los que se quiere defender la renta básica universal.

Otra cuestión es si esta medida es la más idónea para conseguir el objetivo perseguido o si, por el contrario, el camino mejor para compensar la reducción de empleos que puede derivarse de la robotización no es en primera instancia el reparto del trabajo existente, bien reduciendo la jornada laboral bien la vida activa. El problema desde luego no es nuevo. Desde la Revolución Industrial hasta los años ochenta del pasado siglo el incremento de la productividad ha permitido la disminución del tiempo de trabajo, compensando así, al menos en parte, la destrucción de puestos de trabajo que la mecanización de la actividad productiva origina. Es a partir de esta segunda fecha cuando el tiempo dedicado al trabajo no solo no se ha reducido, sino que para una buena parte de la población se ha incrementado. Incluso el único país que se había atrevido a adentrarse por este camino, Francia, con la semana de 35 horas, está a punto de dar marcha atrás en el proceso iniciado. Pero la excepcionalidad de los últimos treinta años no se encuentra en la falta de eficacia de esta medida en sí misma para evitar el desempleo, sino que encuentra su explicación en la globalización y en la Unión Europea, que estarán presentes y obstaculizarán con igual o más fuerza cualquier otra fórmula (incluyendo la renta básica) encaminada a disminuir la desigualdad.

Los apologetas de la renta básica, con una nomenclatura un tanto confusa acerca del republicanismo y conceptos parecidos, recurren a una realidad conocida desde hace bastante tiempo y sobre la que autores como Fichte, Herman Heller o Karl Popper habían insistido ya. Que la propiedad y la riqueza influyen sobre la libertad y la democracia, y que para que estas subsistan se precisa de cierto grado de igualdad. Sin Estado social, el Estado de derecho y democrático devienen conceptos vacíos y una farsa. Pero ello no quiere decir que haya que asumir la renta básica, y mucho menos de índole incondicional y sustituta de todos los otros mecanismos de solidaridad e igualdad.

El desarrollo doctrinal acerca del Estado social se ha perfeccionado lo suficiente como para presentar un conjunto de elementos coherentes que se complementan y forman un mapa completo de ayudas sociales (entre las cuales la renta básica incondicional es un concepto ajeno): el derecho al trabajo, que lleva implícito practicar una política de pleno empleo; derecho a una vivienda digna; sanidad y educación pública; y el derecho a recibir prestaciones económicas en todo tipo de contingencias (seguro de desempleo, ilimitado en el tiempo, seguro de enfermedad, de incapacidad laboral, en la vejez, ayuda familiar, etc.).

El objetivo principal es que todos los ciudadanos que lo deseen cuenten con un puesto de trabajo digno y adecuadamente remunerado, y solo cuando de forma excepcional la sociedad no pueda garantizar a un ciudadano un empleo o cuando alguna contingencia (enfermedad, accidente laboral, vejez) le impidan desarrollarlo, el Estado deberá dotarle de una prestación económica que le permita mantenerse durante el tiempo que dure la situación excepcional y le impida caer en la indigencia y en la exclusión social. Toda ayuda debe ser condicionada y obedecer a un motivo concreto; de lo contrario, no se sabrá si los recursos se gastan adecuadamente.

Lo que resulta difícil de entender es que el Estado tenga que asegurar una renta de forma indiscriminada, y mucho menos si tal prestación se hace compatible con un salario. En este último caso nos estaríamos acercando al complemento salarial propuesto por Ciudadanos y que en realidad constituye una ayuda no a los trabajadores sino a los empresarios. Lo lógico es que el Estado reconozca la prestación solo cuando la sociedad no puede facilitar un empleo, y solo durante el tiempo -pero todo el tiempo- que esta situación permanezca. Por otra parte, la consecución de la idoneidad de los salarios debe fundamentarse en una legislación laboral tuitiva y justa que, entre otras cosas, otorgue a los sindicatos un papel significativo en la negociación colectiva.

Se podrá objetar -y de hecho así lo hacen los defensores de la renta básica- que la teoría del Estado social nunca se ha practicado totalmente y de forma fiel en la práctica. Lo cual es cierto y mucho más desde que el neoliberalismo se ha hecho hegemónico y ha impuesto la globalización y los patrones de comportamiento económico que rigen en la Unión Europea. Pero estos mismos condicionantes e impedimentos juegan para cualquier fórmula de protección social que se quiera implementar. Desde luego, las dificultades y los obstáculos existirán en mayor medida para el establecimiento de la renta básica, a no ser que se trate de países de las características de Finlandia y siempre que sustituya a otra serie de prestaciones, de manera que no es fácil saber si se trata de un avance social o, por el contrario, de un retroceso. Es significativo que sea un gobierno de derechas el que haya decidido poner a prueba en Finlandia la renta básica y, por lo que hasta ahora se conoce, con características que presentan muchas dudas sobre la progresividad de la medida.

El Gobierno finlandés, y en realidad todos los partidarios de la renta básica incondicional, insisten en el ahorro de gastos burocráticos que representaría. Subyace en estos planteamientos una cierta desconfianza hacia el Estado y la ambición de establecer en la protección social un cierto automatismo, similar al que ha aplicado el neoliberalismo a la política monetaria. Prescindir de la vigilancia y supervisión del Estado es perder el control de la adecuación y justicia de las prestaciones y dejar el campo libre a la casualidad o, lo que es peor a la arbitrariedad, y a los buscadores de rentas fáciles.

Los apologistas de la renta básica han insistido en el hecho de que su implantación es viable económicamente. Estoy de acuerdo. Otra cosa es que lo sea social y políticamente. Es viable económicamente siempre que se obtengan nuevos recursos a través de una reforma fiscal, especialmente en el impuesto sobre la renta, y siempre también que sustituya a otras prestaciones sociales. Surgen entonces una pregunta: ¿Cuál es el coste de oportunidad? ¿Si realmente contásemos con todos esos recursos no sería posible establecer una red de asistencia social más eficaz y justa que la renta básica?

La respuesta a la robotización de la actividad productiva no puede ser la de un mundo en el que unos pocos trabajen y el resto de la población se encuentre subsidiada por el Estado. No sería ni justo ni posible. Tendría que ser la de un mundo en el que mediante la reducción generalizada del tiempo de trabajo, derivada del incremento de la productividad, se consiguiese el pleno empleo, al que de ningún modo se debería renunciar.

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